Estoy en estado de alarma. No, no me refiero al Estado de alarma que decreta el gobierno de la nación, sino a mi personal estado de alarma por lo que está sucediendo en nuestro país. He pasado, como me consta que le ha sucedido a múltiples personas, por diversos estados que podrían caracterizarse según cual haya constituido en ellos la sensación predominante: temor al principio del confinamiento, luego estupor, más tarde indignación y, en momentos sucesivos, incredulidad, desconcierto, desánimo, rabia y… ¿por qué no decirlo?, también momentos en que quise creer en que había algunos resquicios para la esperanza.

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A día de hoy no queda en mi opinión posibilidad alguna de albergar un sentimiento positivo sobre el desenlace de esta crisis. Estamos en la segunda ola de la pandemia –negada oficialmente, como se negó la primera- y no solo no hemos aprendido nada de la anterior sino que profundizamos más si cabe en las imprevisiones, negligencias, tropelías, incompetencias y falsedades perpetradas a comienzos del malhadado año. Cuando salgamos de esta –porque salir, saldremos, aunque no sé a qué precio- y venga una tercera ola, si es que viene, volveremos a cometer los mismos errores y, no lo duden, las autoridades volverán a actuar con esa mezcla insufrible de ineptitud y suficiencia, desdén y sectarismo.

Podríamos lamentarnos largamente de nuestra suerte aciaga pero eso no cambiaría nada nuestra situación. Reconozcamos de paso que esa suerte nos la hemos ganado a pulso: algunos venimos insistiendo desde hace bastante tiempo en la deriva del país hacia el abismo. ¡Bah, no es para tanto!, nos decían con displicencia

Si a este diagnóstico ustedes le quieren llamar despectivamente pesimismo, me parece bien, califíquenlo como les parezca. Yo, como les decía al principio, me declaro de modo irremisible en estado de alarma. Y no es exactamente porque crea que podemos tropezar dos veces y hasta doscientas en la misma piedra sino porque considero que las consecuencias de los tropiezos que a día de hoy llevamos acumulados arrojan al país a una sima de la que nos costará salir. Ahora sí, sin retórica vacua, con auténtica sangre, mucho sudor y un río de lágrimas. Y si no, al tiempo.

Pero tampoco mi estado de alarma procede directamente de ese dictamen. Me explico. Si ante nosotros se dibujara una ascensión tortuosa o intrincada pero estuviéramos en el camino adecuado y sobre todo, bien pertrechados para hacer frente al desafío, mi preocupación quedaría, si no completamente diluida, por lo menos bastante atenuada. Pero si, por el contrario, veo que lejos de asumir el reto y preparar el difícil trance, negamos el primero y despilfarramos las pocas fuerzas que nos quedan, obcecándonos en hacer lo contrario de lo que señalan los expertos y hasta lo que dicta el sentido común, entonces… ¿qué quieren que les diga? ¿Siguen pensando que soy alarmista?

Siempre que me ha sido posible he rehuido o relegado las interpretaciones excepcionalistas, en especial las que se usan para caracterizar a España y su historia. No somos excepción de nada porque no hay regla universal para baremar las naciones. No somos ni peores ni mejores que el resto. En mi labor profesional como historiador siempre he procurado situar España y lo ocurrido en suelo ibérico en su contexto internacional. Esta simple regla metodológica ilumina muchos episodios del pasado y también del presente. En contra de lo que muchos proclaman visceralmente, la erosión del sistema representativo no es exclusiva de España, ni el despectivamente llamado régimen del 78 es la única democracia que está en crisis en el mundo en el que vivimos.

Ahora bien, no es menos cierto que miro a mi alrededor y constato una realidad incontrovertible: en términos relativos –y hasta cierto punto en términos absolutos, a pesar de la ínfima proporción de españoles en la población mundial- somos uno de los países más golpeados por la pandemia, lideres desde luego en Europa en el triste ranking de contagios y fallecidos. Correlativamente, somos el país desarrollado que sufrirá el mayor retroceso económico, sea cual sea el indicador que utilicemos para ello (PIB, déficit, paro, etc.) El más ingenuo de los mortales diría: algo hemos hecho mal. Corrijo, debería decir: algo seguimos haciendo mal, ¿no?

He dicho antes que, como criterio analítico general, trato de evitar el recurso a la excepcionalidad pero no puedo negar que a veces esa singularidad se produce. Esta es una de ellas. La cuestión entonces es dilucidar qué nos distingue en este caso de los demás. No soy el primero, ni mucho menos, que se hace esa pregunta. La habrán visto en las últimas semanas en múltiples artículos y reportajes que, en conjunto, he leído con interés primero y luego con cierta decepción. No dudo que hay múltiples razones para explicar la singularidad española pero cuando se hace un catálogo de causas pasa algo parecido a socializar la culpa: establecer que esta es de todos viene a ser lo mismo que decir que es de nadie. Señalar múltiples causas diluye también la causa última y las responsabilidades.

Operaré aquí al revés, asumiendo el riesgo de la esquematización o simplificación en aras de la claridad. Mi interpretación es que la responsabilidad absoluta de la profunda crisis que nos sacude es exclusivamente política. Como es obvio, el virus no tiene nada que ver con la política, pero lo que el virus ha traído es algo parecido a un test de esfuerzo que ha descoyuntado nuestra débil estructura política, administrativa y sanitaria. El Estado español se ha fragmentado en diecisiete (más dos) estaditos que han reproducido sus males seculares –burocracia, enchufismo, ineficacia- sin poder preservar por obvias razones territoriales sus aspectos positivos, como la uniformidad legislativa indispensable para la existencia de un mercado único. Hoy por hoy, el Estado español es un pigmeo.

Así las cosas, la llegada del virus a España ha supuesto lo que una tempestad para un cayuco en alta mar. Nada nuevo, por otra parte. Hace unos años la quiebra de Lehman Brothers desencadenó un tsunami que arrasó al sistema financiero español. Esto es lo que nos diferencia de otras naciones: el huracán de la pandemia ha soplado con la misma fuerza en todas partes pero la diferencia ha sido que en otras partes las estructuras eran sólidas y aquí no. Y si no eran sólidas, porque carecían de recursos –ahí tienen sin ir más lejos al vecino Portugal- por lo menos tenían unos dirigentes que gestionaron con prudencia o sensatez. Siguiendo con el símil anterior, nuestro cayuco no tenía nadie al mando. El supuesto capitán bastante tenía con mirar su reflejo en el agua.

Somos una patera a la deriva. Nadie sabe lo que hay que hacer. No hay tierra a la vista. Y lo peor de todo, el desconcierto ha degenerado en una gresca de todos contra todos que ni siquiera es asimilable al sálvese que pueda, pues todos estamos abocados al desastre. Como es obvio, la mayor cuota de responsabilidad corresponde a los que mandan, pero a estos efectos es indiferente. España es el Titanic con la orquesta tocando imperturbable y los bailarines danzando de modo despreocupado mientras el barco se hunde. Este es el estado de cosas que genera mi estado de alarma.

Ya sé que hay muchos que siguen empeñados en analizar la situación en las coordenadas políticas convencionales. El problema es que en las presentes circunstancias ese posible debate no es operativo. Desengáñense, no hay aquí y ahora alternativa a Sánchez y al PSOE realmente existente. Todas las posibles soluciones pasan por uno y el otro. Podríamos lamentarnos largamente de nuestra suerte aciaga pero eso no cambiaría nada nuestra situación. Reconozcamos de paso que esa suerte nos la hemos ganado a pulso: algunos venimos insistiendo desde hace bastante tiempo en la deriva del país hacia el abismo. ¡Bah, no es para tanto!, nos decían con displicencia.

No se me ocurre otra cosa que apelar a algún tipo de reacción ciudadana. Ya sé que las iniciativas de esa índole tienen enfrente todas las fuerzas del país, en especial las políticas e institucionales, solo diligentes cuando se trata de acallar las voces que discrepen o amenacen sus prerrogativas. Pero, por lo menos, habrá que intentarlo. Cualquier cosa antes de permanecer mudos y cruzados de brazos mientras todo esto se va a pique. Hay empresarios, intelectuales, profesionales independientes y de prestigio que podrían liderar la protesta en nombre de esta sociedad asfixiada por la telaraña política. Esa tendría que ser la expresión de nuestra angustia, nuestro grito en estado de alarma: nos hundimos. Hay que hacer algo ya.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).