La estrategia del enemigo exterior para distraer la atención de un mal gobierno es una táctica sobradamente conocida como «estrategia del chivo expiatorio» o «proyección de un enemigo común». Esta técnica ha sido empleada a lo largo de la historia en innumerables ocasiones por diferentes líderes y regímenes para aglutinar y movilizar a la opinión pública en su favor y desviar la atención de problemas internos, como la corrupción, la ineficiencia o las crisis.

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La Unión Europea, a través de su Comisión, es decir, de su gobierno, no ha sido ajena a la utilización de este recurso. Muy al contrario, abusa de esta estrategia para justificar directivas controvertidas, dañinas e incluso sospechosas.

La política es, esencialmente, un estado de ánimo. Y lo que impera en Europa es el desánimo. Un profundo abatimiento alimentado por el miedo. Miedo a la tecnología, al emprendimiento, a la innovación y al cambio. Miedo a las expresiones, al debate, al disenso y a la mismísima libertad

A veces el supuesto enemigo exterior ni siquiera es una entidad convencional, como puede ser una potencia extranjera, sino abstracto, complejo y difícilmente mensurable, como la “emergencia climática”; una serie de catastróficos eventos que la madre Naturaleza estaría desatando en respuesta a un estilo de vida basado en el crecimiento económico, el consumo y la polución.

Otro enemigo externo poco convencional pero muy utilizado por la UE son las redes sociales. A pesar de que en cada país estos foros virtuales tienen un fuerte componente local, la UE las ha amoldado a la estrategia del enemigo exterior de dos formas. La primera, haciendo hincapié en que estos productos virtuales son creaciones cuyo origen y control es forastero. Y la segunda, acusando a las redes sociales de colaborar en la difusión de desinformación y propaganda de potencias extranjeras con el fin es desestabilizar a las democracias europeas.

El resultado es la entrada en vigor del Reglamento de Servicios Digitales (DSA), que impone obligaciones a las plataformas en línea para combatir la difusión de información falsa o engañosa. Aunque el objetivo declarado es crear un entorno digital más seguro, estas medidas restringen la libertad de expresión y otorgan a las autoridades un poder excesivo para determinar qué contenido es aceptable y cuál no.

La UE está obsesionada con la supuesta influencia de plataformas propiedad de magnates extranjeros, como Elon Musk, en los procesos democráticos europeos. Sin embargo, empíricamente no ha podido demostrar la eficacia de esta influencia y menos aún cuantificarla. Lo cierto es que este miedo parece sustentarse en uno de los mayores bulos de la historia reciente, el que se sostuvo que la primera victoria de Trump fue resultado de la manipulación de los votantes mediante el uso de las redes sociales (Facebook), la capacidad de microfocalizar mensajes en ellas y la “psicografía”, hoy reconvertida en “neuromarketing” para seguir timando a los incautos, porque, como dice el refrán, cuando el tonto sigue la linde…

La identificación de la estrategia del enemigo exterior no depende de que la supuesta amenaza sea real o imaginaria, sino de su instrumentalización. La amenaza puede ser ciertamente real y, sin embargo, ser utilizada para justificar decisiones políticas cuyo fin no es proteger a la población sino disciplinarla y controlarla, convenciéndola de que ese control, aunque atente contra principios democráticos, incluso contra derechos fundamentales, tiene como finalidad evitar un mal mayor.

La experiencia de la Covid-19 también ha estimulado la utilización de los riesgos pandémicos como amenaza externa que justifique la limitación de derechos y el mayor control de los gobiernos europeos sobre sus ciudadanos. Aunque en este caso la posición comunitaria ha sido menos uniforme, esta aspiración no está ni mucho menos descartada. Tal pretensión contrasta de forma extraordinariamente llamativa con el sensato y demoledor informe del Congreso de los Estados Unidos sobre como gestionaron la pandemia. ¿Existe algún informe parecido elaborado por la UE?

La Unión Europea lleva demasiado tiempo imponiendo una visión defensiva de la acción política que está reduciendo la democracia a una suerte de maquinaria destinada a conjurar todos los peligros, reales o imaginarios, todos… menos aquel para el que fue concebida: los abusos de poder.

Esta maquinaria, cuyos engranajes giran sin cesar, necesariamente tritura usos y costumbres, derechos y libertades. Un daño colateral que no sólo es justificado por los gerentes del artificio, sino también por numerosos ciudadanos y creadores de opinión que desprecian este daño colateral en favor de la protección que el artificio supuestamente proporciona.

J. D. Vance, en su polémico discurso de Múnich, parece advertirnos a los europeos de esta tendencia que reduce la acción política a un artefacto reactivo y defensivo, poco o nada propositivo y aun menos positivo, cuando dice:

He oído mucho sobre de qué deben defenderse, y, por supuesto, eso es importante. Pero lo que me ha parecido un poco menos claro, y ciertamente creo que también a muchos ciudadanos de Europa, es exactamente qué es lo que están defendiendo. ¿Cuál es la visión positiva que da vida a este pacto de seguridad compartido que todos creemos que es tan importante?

Por más que políticos y analistas descalifiquen el discurso de Vance tachándolo de “ataque a las instituciones europeas”, a la democracia, incluso de arenga pueril o sermón infame, la verdad sigue siendo la verdad la diga Agamenón o su porquero. Y en este párrafo, lo pronuncie Vance o el porquero del héroe de la mitología griega, hay demasiada verdad como para acallarla con el estruendo de la indignación.

Al preguntar a la atónita dirigencia europea qué es lo que anima su política más allá de la prevención de riesgos o amenazas, Vance pone el dedo en la llaga. Porque, en verdad, el miedo parece haberse erigido en el principio rector de la política europea.

Vance pregunta, en definitiva, por el anima de Europa, esa palabra que según la etimología latina primero significa respiración y después principio vital y vida. Puede parecer un planteamiento metafísico, pero es sobre todo una pregunta política, porque la política es, esencialmente, un estado de ánimo. Y lo que impera en Europa es el desánimo. Un profundo abatimiento alimentado por el miedo. Miedo a la tecnología, al emprendimiento, a la innovación y al cambio. Miedo a las expresiones, al debate, al disenso y a la mismísima libertad.

No hace falta ser un incondicional de Vance para reconocer la verdad que pueda haber en su discurso, como tampoco es condición indispensable ser conservador: basta con ser intelectualmente honrado.

Esta verdad tampoco debe ignorarse porque su jefe de filas, Donald Trump, mienta como un bellaco y vilipendie a Europa, aunque ciertamente lo haga, o porque el propio Vance secunde sus mentiras y se equivoque de plano en ese mismo discurso al sugerir que el verdadero enemigo de Europa “no es Rusia o China” sino que la mayor “amenaza está dentro”, porque es mucho más que probable que esa amenaza interior haya sido exacerbada por la injerencia de estos dos países, y no precisamente usando el aceite de serpiente del control de los votantes a través la redes sociales, sino de forma mucho más tradicional y probadamente eficaz: practicando el poder agudo y comprando voluntades con sobornos y puertas giratorias.

Europa es un continente enfermo de melancolía, que se resiste no ya al desvanecimiento de su cultura milenaria, sino a algo mucho más inmediato: el final de la época de vino y rosas que arrancó con el final de la Segunda Guerra Mundial. Esa época en la que la socialdemocracia fue el sistema dominante, pero no por sus excelsas virtudes, sino porque lo tuvo todo a su favor: energía abundante y barata, acceso con escasa competencia a materias primas, boom demográfico, muchos más jóvenes que viejos, financiación y defensa estadounidense, demanda de mano de obra creciente, crecimiento económico y la fuerza centrípeta de la Guerra Fría que, por pura necesidad, mantuvo a las naciones europeas cohesionadas. Hoy todo eso ha desaparecido, cuando no se ha dado la vuelta por completo.

Un cambio histórico viene hacia nosotros como un tren de mercancías a toda máquina. Dice el refrán que no hay mal que por bien no venga. Según este aserto, Trump debería ser un revulsivo. Lamentablemente, los hechos más recientes empiezan a evidenciar que no será un revulsivo positivo; más bien parece ser otra amenaza que se cierne sobre esta Europa deprimida y desquiciada. En cualquier caso, la reacción del viejo continente no puede limitarse a una mejora para el negocio de los vendedores de pañuelos, chichoneras y ansiolíticos.

Foto: Gage Skidmore.

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