Cualquier lector familiarizado con la teoría del arte habrá percibido que este artículo comienza con algo tan pegado a la actualidad cual es el darse gozosamente al plagio (o, como dirían los bienestantes posmodernos, valerse creativamente de la “apropiación”), por aquello de usar el conocido título de Obra de arte total Stalin con el que el filósofo Boris Groys encabezó una de sus más conocidas obras: aquella en la que abordaba, a la sombra del concepto wagneriano de “Gesamtkunstwert”, el proceso de la conversión de la vanguardia en motor del realismo socialista durante el período estaliniano, y todo ello desde la óptica irónica de quienes, como él, revisitaron aquel desván de añosas imágenes en las décadas crepusculares de la difunta URSS.
Simplificando tal vez en exceso, la tesis lanzada por Groys, o al menos una de ellas (la que más conviene, sin duda, al asunto que aquí vamos a tratar) venía a plantear que el realismo socialista constituía no una mera expresión de agiprop o de arte al servicio del estado totalitario, sino la encarnación de la propia realidad. Es decir, que aquellas obras trufadas de alegres obreros stajanovistas, doncellas embutidas en mono de trabajo y provistas del más sofisticado utillaje industrial, o esos retratos del dictador, rodeado de alegres pioneros del Komsomol, inaugurando fantásticas infraestructuras inexistentes, no eran ni más ni menos que la realidad, la realidad pura y dura, la realidad que había que aceptar (pese a toda evidencia en sentido contrario) para sobrevivir sin que se hiciera necesario padecer un engorroso y dilatado proceso de reeducación en el gulag o, simplemente, ser liquidado de un tiro en la nuca (como consecuencia de una insensata y cerril ceguera) en las espléndidas instalaciones de la Lubianka, frente a la estatua del padre fundador Felix Dzerhinski.
A partir de este planteamiento, me gustaría sugerir la pertinencia de considerar lo relativo a la vida póstuma del general Franco desde un punto de vista similar al que propone Groys, aunque invertido; es decir: en este caso no es el dictador (fallecido hace cuarenta y tres años) el que trata de imponer el constructo total de la realidad a través de determinadas prácticas artísticas (cosa que el franquismo intentó de un modo más bien tosco, cuando no ridículo, particularmente mediante la cinematografía de los años cuarenta, inspirándose en la UFA nazi y en el Cinecittà fascista), sino aquellas que se dicen sus víctimas o se atribuyen monopolísticamente el legado de dicho victimario.
Me refiero, claro está, al gobierno del doctor Sánchez y sus aliados parlamentarios, cuyas medidas de reforma de la Ley de Memoria Histórica (con la que ya José Luis Rodríguez Zapatero inició lo que cabe considerar la artistificación gubernamental de Franco) tienen por objetivo crear realidad, gestar un constructo del pasado, incuestionable e irrebatible, a no ser, claro está, que aquel que lo desafíe acepte convertirse en objeto de medidas correctoras de carácter administrativo y penal dirigidas, en última instancia, tanto a su reeducación personal como a la del resto de la sociedad, la cual habrá de acatar el punto de vista que sobre Franco y el franquismo establezca una denominada Comisión de la Verdad. Comisión que, de facto, eliminaría cualquier necesidad de investigación historiográfica al respecto o, en el mejor de los casos, la encorsetaría dentro de unos límites bien precisos e insoslayables, tal y como en la URSS hicieron el realismo socialista primero, y las políticas anti-formalistas después, tras de la Segunda Guerra Mundial, atenazando la producción cultural a través de redes policiales dirigidas por probos funcionarios como Lunacharski y Zhdánov.
Desde su muerte, Franco es un objeto de lucha cultural, un cadáver exquisito, una momia colectiva que vamos reconstruyendo con el sumatorio de elementos fundamentados o disparatados
De lo que no cabe duda es de que, desde su muerte, Franco es un objeto de lucha cultural, un cadáver exquisito, una momia colectiva que vamos reconstruyendo con el sumatorio de elementos fundamentados o disparatados que, unos y otros, aportamos desde los ámbitos más diversos. Una lucha cultural que, en varia medida, parece interesarle a todo el mundo, excepto a los adanistas del llamado centro derecha o centro reformista, agrupados en torno al Partido Progresista (PP), para quienes la historia comienza durante el año mágico de 1978.
No obstante, convendría recordar ciertos hitos que han contribuido a que este sujeto fantasmático goce de semejante éxito post mortem, tan solo equivalente al que la leyenda atribuyera al pestífero cadáver del Cid. Cuando hablo de hitos, me refiero, en principio, a dos áreas que han puesto especial empeño en la figura del Caudillo, guiadas por sus propios impulsos, con independencia del grado de intervención política en el propio asunto. Tales son la historiografía, de la que haremos un repaso algo más atento y, en menor medida, la cinematografía.
Esta última, pese a su añeja obsesión guerracivilista, se ha ocupado del personaje tras su fallecimiento diríamos que de modo discreto e incluso comedido, en varias producciones entre las que cabe destacar las siguientes: Dragon Rapide (1986), de Jaime Camino, protagonizada por Juan Diego; Espérame en el Cielo (1987), de Antonio Mercero, protagonizada por José Soriano; Madregilda (1993), de Francisco Regueiro, protagonizada por Juan Echanove; Operación Gonada (2000), de Daniel Amselem, protagonizada Xavier Detell; ¡Buen viaje, excelencia!, (2003) de Albert Boadella, protagonizada por Ramón Fontserè; y, finalmente, 20N: Los últimos días de Franco, (2008) de Roberto Bodegas, protagonizada por Manuel Alexandre. Y con “protagonizada” nos referimos aquí a los actores que han interpretado al Caudillo, aunque no fuera éste el personaje principal del filme, caso de Madregilda u Operación Gonada. El Franco de la filmografía suele ser cómico e incluso amable y es retratado generalmente en su decadencia, lo que contribuye a subrayar rasgos que lo humanizan, en ocasiones, pareciera que incluso hasta contra el criterio de los propios realizadores, al convertirlo en un abuelo adornado de innúmeros tics, manías y gestos entrañables.
De entre las señaladas, mención aparte merece Dragon Rapide, de Jaime Camino, filme que dibuja un Franco severo y grave, confrontado a las primeras horas de la sublevación y sobre el que su esposa ejerce una influencia tan siniestra como definitiva. Se trata, pues, de la narración cinematográfica más próxima a las aspiraciones del historiador. Así, en el campo de la historiografía y, en concreto, en el de las biografías sobre el general ferrolés, cabría distinguir varias voces: Ricardo de la Cierva y su Francisco Franco (biografía histórica en 6 tomos, ¡qué menos!); Luis Suárez y su Franco; Pío Moa y Franco, un balance histórico; Stanley G. Payne y Jesús Palacios con su Una biografía personal y política: Franco; Paul Preston y su Franco, Caudillo de España; sin olvidar, por último, las varias monografías del profesor Ángel Viñas, en las que se describe y documenta un aspecto u otro del personaje, particularmente en la última, El primer asesinato de Franco, quizás la más biográfica de entre su extensa obra.
Enumero todos estos títulos, sabedor de que podrían sumarse muchos más, aunque he preferido citar a los autores que entiendo de mayor influencia académica y que más polémica mediática han suscitado con su trabajo. Quien se tome la molestia de leer las páginas que suman todos estos estudios, hallará, por lo menos, cuatro “Francos” diferentes y, en ocasiones, poco compatibles entre sí. De de la Cierva y Suárez emana un Francisco Franco condicionado, desde la infancia, por un fortísimo sentido del deber, cuya vida va a estar puesta al servicio de España y sometida a la renuncia constante: militar de dotes excepcionales, estratega agudo y político sensato, capaz de prever los movimientos de piezas del tablero internacional con privilegiada perspicacia, cuya máxima preocupación, en la estela del regeneracionismo, va a ser reintegrar España al lugar de las naciones más prósperas e influyentes.
Stanley G. Payne y Jesús Palacios describen a un Franco más condicionado por la realidad, las flaquezas personales y el contexto histórico que le tocó vivir
Por su parte, Pío Moa describirá a Franco como el hombre necesario en el momento y lugar oportunos, enalteciendo, como los dos anteriores, su privilegiada omnisciencia, al punto de rozar lo hagiográfico y, con ello, lo cómico. Stanley G. Payne y Jesús Palacios describen a un personaje más condicionado por la realidad, las flaquezas personales y el contexto histórico que le tocó vivir, esbozando un retrato que intenta ser pragmático, donde la prolongada posesión del poder procede no tanto de las virtudes del biografiado como de la interacción de múltiples actores, internos y externos.
Paul Preston retrata a un Franco fruto de un ambiente familiar difícil, determinado por traumas y complejos infantiles que le empujarán hacia actitudes desmedidas, un carácter autoritario y un irreprimible ansia de poder, reforzado, en sus pulsiones de dominio, por una Carmen Polo que semeja ser transposición ovetense de la emperatriz Livia, en la sombra a la luz del día, y de perfil en la penumbra de los salones; es decir, nos encontramos con un Franco en el diván, no menos cómico que el de Moa, pero sí más dramático.
Caso aparte es la figura del Caudillo que Ángel Viñas ha ido trazando a lo largo de su extensa obra, hasta la última, que citábamos anteriormente. En este caso, Franco nos recuerda al que ya, desde la política y la literatura (pero sin recurrir a la escritura de una obra específica sobre el individuo) esbozasen en fragmentos, artículos y memoriales Dionisio Ridruejo y Juan Benet: personaje ambicioso, taimado, carente de escrúpulos, conspirador profesional y amigo de los atajos para obtener la satisfacción de sus intereses. Es un Franco temible, al que no le va temblar el pulso ante el daño que pueda causar a propios y extraños; un Franco a quien, como Fernando II de Aragón, hubiese admirado Maquiavelo: quizás el Franco más franquista de todos, más culpable, frío y, acaso por todo ello, el más interesante.
En consecuencia, lo que hallamos, como es natural en una historiografía aún muy limitada por la inaccesibilidad de muchos archivos y no menos encorsetada por la politización que siempre acompaña a lo contemporáneo, es algo tan intelectualmente sano como el desacuerdo y, gracias a él, un Franco Frankenstein, esquizofrénica superposición de fragmentos asimétricos que sería la admiración de un taxidermista tipo Damien Hirst, y que es la delicia de cualquier lector poco amigo del monolitismo ideológico.
Por otra parte, y pese a la sobreabundancia de novelística especializada en la Guerra Civil o en la propia dictadura, las piezas literarias dedicadas a la persona del Caudillo han sido harto infrecuentes, con la gloriosa excepción de Leyenda del César Visionario, de Francisco Umbral, que a tantos y de tan opuestos ámbitos pareció irritar en su día. En cuanto a otras expresiones artísticas, pocos, tras aquella inolvidable y ochantera Aparición de Franco ante el Sagrado Corazón de los Costus, han jugado con los rasgos del propio dictador, más allá y al mismo nivel de Always Franco, de Eugenio Merino: pieza en que el General aparecía dentro de un frigorífico decorado con el logo de una marca de refrescos, que se expuso en Arco 2012, cuando el proceso de artistificación gubernamental de Rodríguez Zapatero gozaba ya de fuerza de ley. El propio Merino declaró entonces a la prensa del Movimiento: “Franco sigue siendo noticia, no ha desaparecido. Está más de moda que nunca con la Ley de Memoria Histórica…”
Asimismo, el escultor Fernando Sánchez-Castillo también se ha ocupado en numerosas ocasiones de la figura de Franco desde un punto de vista no menos irónico aunque, si se quiere, más combativo, destacando, en nuestra opinión, su obra Pacto de Madrid, alusiva a los tratados con los Estados Unidos de 1953, la cual se expuso en 2013 en la localidad gaditana de Vejer, en los terrenos de la dehesa de Montenmedio, de la Fundación NMAC de Arte Contemporáneo y que consistía en el enterramiento de una escultura ecuestre de nuestro protagonista, de la que sobresalían la cabeza del mismo, la testa de la montura y el bastón de mando, provocando una ambigua sensación entre el hundimiento y la emergencia.
¿Cuál ha de ser el paso siguiente? Sin duda, el retorno carnal de Franco momificado, cual Lenin blanco: un regreso que satisfaga la pulsión necrófila del doctor Sánchez y de tantos españoles e hispanófobos
Así las cosas, ¿cuál ha de ser el paso siguiente? Sin duda, el retorno carnal de Franco momificado, cual Lenin blanco: un regreso que satisfaga la pulsión necrófila del doctor Sánchez y de tantos españoles e hispanófobos, legatarios (unos y otros) de la celebración de nuestros viejos y entrañables autos de fe, a través de los cuales se denigraba públicamente la figura del herético difunto, humillando incluso sus restos mortales y cargando a su descendencia con la culpa que se le había asignado al relajado inquisitorial.
El destino último de Franco, pues, es el de devenir en obra de arte total, en realidad multifuncional y multimedia, la cual ocupe los sentidos de la gente hasta trastornarla (logrando que los adultos vean fantasmas), siendo sometida ella misma al imperio de su presencia perpetua y constantemente estetizada a través de la acción política: esto es, de su conversión en asunto reservado a la opinión irrefutable e irresistible del Estado, perpetuamente ocupado de que los súbditos no apartemos la mirada del manjar carroñero con el que se nos seduce.
Para ratificar lo aquí expuesto, días antes de concluir estas líneas, los medios y redes se hacían eco de la performance llevada a cabo por el escultor Enrique Terneiro, profanando la tumba del general Franco de un modo tan cursi como fútil, mediante el tosco dibujo de una paloma y el eslogan “por la libertad”, semejando su trabajo sobre la losa de granito, más que una acción de protesta política impactante por su agresividad visual o potente por la carga conceptual contenida en la misma, el encargo, algo torpe, pacato y provinciano, de un gestor cultural socialista enrabietado, pocas horas después de que la Santa Sede contradiga a la vicepresidenta del gobierno español, respecto de una supuesta identificación de la Secretaría de Estado del Vaticano con su oposición a que los restos del dictador sean inhumados donde sus deudos, aduciendo legítimos derechos de propiedad, desean.
Si finalmente Franco es enterrado en la cripta de la penosa catedral de la Almudena (ocupando un sepulcro próximo a esa cumbre bochornosa del arte kitsch religioso que son las pinturas y vidrieras de Kiko Arguello), los Costus, desde el cielo de los chicos malos, sonreirán pintando retratos de sus amistades seráficas, con el Valle de los Caídos como fondo psicodélico sólo apto para jóvenes cadáveres caídos en lances y batallas muy otras.