Los seres humanos vivimos de prestado en muchísimos aspectos, somos herederos y hablamos, creemos y pensamos con las ideas de nuestros padres o de nuestros cercanos. Sin embargo, tenemos la capacidad de poner en cuarentena lo que se nos cuenta y lo que se nos ha enseñado, y solemos fiarnos más, es lo sensato, de lo que podemos comprobar por cuenta propia que de lo que nos dicen los demás.
En las sociedades tradicionales el común de las personas compartía un enorme número de convicciones, creencias religiosas, ideas políticas, principios morales y solo los más ilustrados se atrevían a poner en la picota algunos aspectos de ese conjunto de prejuicios razonables y compartidos.
A comienzos de lo que se llama la modernidad, se generalizó la conciencia de que cada cual tenía la capacidad y el derecho de pensar a su manera, pero la verdad es que la mayoría seguía, con ligeras variaciones, las opiniones mejor establecidas en su entorno familiar y social. La situación se puede comparar con la anécdota que se cuenta del lingüista Chomsky, quien se supone que dominaba unas docenas de lenguas, pero que, al tratar de explicar algo a sus alumnos les decía, “Cojamos una lengua cualquiera, por ejemplo, el inglés”. Pues bien, existía la libertad de pensamiento, pero la mayoría solía escoger el inglés, para entendernos.
Todo esto ha cambiado de manera muy profunda con el advenimiento de lo que los sociólogos llaman las sociedades de masas y con lo que ahora conocemos como globalización y era digital. Sucede que el mundo se ha hecho un lugar de apariencia más manejable, la aldea global, decía McLuhan, pero las opiniones más diversas sobre los asuntos más variopintos se han adueñado del panorama y, en muchos aspectos, ya no tiene casi ninguna vigencia lo que solemos llamar la tradición.
La ciencia no sirve para resolver dilemas éticos, pero dejará de existir y de beneficiarnos si quienes la profesan se olvidan de ser escépticos y de practicar una ética exigente que huya de la falsedad y las mixtificaciones, de convertir en dogmas ideas que, tengan los méritos que tuvieren, están muy lejos de ser una verdad absoluta que se pueda imponer hasta callar, detener y ejecutar a los herejes
Lo que está ocurriendo desde entonces no es que la mayoría de los hombres y de las mujeres se hayan convertido en filósofos originales y en pensadores destructivos, porque un mundo en el que todos fuésemos Nietzsche, Russell o Foucault sería insoportable, sino que han surgido formas muy eficaces de agregación, de compartir creencias, expectativas, opiniones y juicios morales, con el atractivo adicional de presentarse como revolucionarios, como formas de alcanzar una originalidad, una autenticidad y una ruptura con todo lo desechable del pasado.
Es decir, se han creado formas de gregarismo que se asumen y se viven como una liberación contra los prejuicios, contra los males y contra lo que haga falta. Ya lo decía una canción de Jeanette que no reparaba en la paradoja: “soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, y no caía en la cuenta de la su paradójica rebeldía porque lo de entretenerse en sutilezas no suele dejar tiempo para sumarse a la manifa, del momento. La moda, pues, se ha hecho cargo del negocio con la presunción de ser liberadora y conseguir el milagro de reunir a cientos de miles que se convencen de ser y pensar lo último sin dejarse arrastrar por nadie.
Al servicio de estas movilizaciones progresistas hay siempre una industria bien organizada, intereses atentos que saben sacar su provecho, estén o no de acuerdo con la música de fondo, por aquello de “ande yo caliente y ríase la gente”. Muchos periodistas, artistas y rebeldes de oficio, se ocupan de establecer el canon de la cosa con absoluta nitidez, para que nadie se desmande.
El furor gregario por establecer una nueva normalidad suele tener una intensidad tan alta que con frecuencia se lleva por delante conquistas de cierta importancia. Tal vez el mejor ejemplo sea lo que ha ocurrido en ciertas manifestaciones del universo gay en el que, a pesar de representar una rebeldía comprensible contra formas de control social, se han implantado formas de censura muy irrespetuosas con la libertad que previamente se ha usado para reivindicar, con razón, su derecho a la diferencia. En el caso del feminismo más radical, se ha llegado a conseguir que baste con la delación anónima para pisotear la presunción de inocencia, es decir que se admite que la culpabilidad se puede atribuir sin ningún género de prueba.
En esta apuesta por imponer formas de conciencia que se suponen liberadoras, se está llegando muy lejos. En el caso de los ecologistas y calentólogos más enloquecidos ya se da por hecho que hay que evitar que el reaccionarismo se enfrente con la ciencia, así, sin más. Esta pretensión constituye un fraude moral e intelectual, una manera de utilizar en vano el nombre de la ciencia, un logro humano esencial que se ve prostituido por su utilización política y colectivista que, además, constituye una amenaza para la propia ciencia porque cuestiona la libertad de pensar y confunde la ciencia con el dogmatismo. La mezcla de palabrería cientificista y una voluntad de control sin límite alguno constituye ahora mismo un riesgo de primera magnitud. Hay que esperar que la comunidad científica reaccione con vigor ante esta utilización maniquea de la ciencia y que el público en general acierte a distinguir lo que de verdad merece el calificativo de ciencia de lo que no es sino palabrería, falta de respeto al rigor, manipulación de datos y un intento de control social absoluto y definitivo.
Contra esta clase de fraude, dar gato político por liebre científica, es necesario estar muy alerta y atenerse al espíritu escéptico, al afán por el saber verdadero, más allá de sus caricaturas, que es el que ha hecho posible la ciencia y el progreso. Es muy humano el deseo de poder, la capacidad de obligar a los demás a hacer lo que queremos que hagan, pero la libertad de pensamiento y la libertad política están ahí para evitar que quienes quieren imponer su religión a los demás, esos teócratas de la diosa naturaleza, esas feministas decididas a acabar con el orden liberal y con el uso racional de los principios, consigan hacerse tan fuertes que ya nunca nos podamos librar de su yugo.
Es lógico que los seres humanos quieran abrazar convicciones, compartir creencias y promover sus valores, pero el escepticismo, el deseo de comprobar cada cual por sus medios y ante su conciencia lo que vale cuanto se nos dice, tiene que saber oponerse a cualquier nueva religión que pretenda disfrazar sus mandatos con el ropaje de la ciencia o de la perfecta moralidad.
Feynman, dijo en cierta ocasión que “el mundo es una confusión dinámica de cosas que se menean”, y que resulta bastante fácil “inventar una teoría hablando”, pero la ciencia es heredera de una larga carrera contra la autoridad y contra la confusión y el engaño, y nos enseña a no perder nunca de vista la falibilidad de nuestras invenciones y la dificultad de hacerse cargo de la condición cambiante de las cosas. Es comprensible que haya quienes quieren comprimir el mundo en un par de ideas simples, sublimes y redondas, pero sería de necios olvidarse del escepticismo como medicina crítica indispensable para atravesar con algo de buen juicio el barullo cultural en que nos movemos y el ansia de controlarlo todo de esas almas que no se cansan de admirar su belleza cuando se miran en el espejo de su preferencia.
La ciencia no sirve para resolver dilemas éticos, pero dejará de existir y de beneficiarnos si quienes la profesan se olvidan de ser escépticos y de practicar una ética exigente que huya de la falsedad y las mixtificaciones, de convertir en dogmas ideas que, tengan los méritos que tuvieren, están muy lejos de ser una verdad absoluta que se pueda imponer hasta callar, detener y ejecutar a los herejes.