En estos días de asombro, temor e impotencia una mayoría de españoles ha pasado parte de su tiempo contemplando imágenes absolutamente terribles del desastre provocado por la Dana que ha ocasionado inundaciones dantescas en el sureste de Valencia. Ha habido otros lugares también con muerte y desolación, pero lo que ha ocurrido en esas ciudades industriosas y alegres que rodean a Valencia capital por el sureste ha superado todo lo imaginable.
Muchos de los que estamos ya más cerca del final que de cualquier juventud hemos recordado la tremenda riada de Valencia en 1957 que marcó nuestra infancia y podemos recordar otras desgracias de menor impacto, pero igualmente desastrosas en varias ocasiones posteriores. Cuesta trabajo comprender cómo es posible que sucesos como estos se hayan podido repetir dado que se conoce perfectamente cuáles son las condiciones que los hacen posibles y cuáles son los remedios que podrían evitarlos.
Cuando pase la ola de la indignación, pues todo acaba, volverán a las andadas, y los planes de ingeniería y construcción que habría que acometer con urgencia serán de nuevo rehenes de los miopes intereses de alcaldes, regantes, ecologistas o cualquier especie de objetores
Hay evidencias que están a disposición de cualquiera con un mínimo de capacidad racional. La más importante es que la ciudad de Valencia se ha librado casi al completo de las consecuencias del aguacero debido a que a raíz de las inundaciones de hace más de sesenta años se abrió un nuevo cauce para el Turia que hemos podido ver cómo circulaba casi a rebosar pero que ha impedido el desbordamiento de las aguas en la zona que ha protegido.
Es de cegadora evidencia que, si se hubiesen acometido las obras hidráulicas necesarias, y previstas por los distintos planes hidrológicos desde hace muchos años, presas de buen tamaño cerca de las alturas, abrir cauces nuevos y controlables, limpieza y atención al estado de los barrancos naturales, nada de lo que ha sucedido nos habría amargado la vida. Pues bien, como si nos hubiese atacado un virus contagioso de necedad colectiva hemos conseguido articular un bonito debate acerca de las alarmas, si se produjeron, si fueron tempranas y eficaces, quién lo hizo mal y quién peor, etc. Todo menos asumir la responsabilidad que a cada quien toque por no haber hecho lo necesario para que en pleno siglo XXI los valencianos sean rehenes de las aguas como lo han sido durante siglos.
Esta bonita trifulca ha sido amenizada por las soflamas de los expertos que han recordado que la responsabilidad es del cambio climático y que si no acabamos con los coches que tanto contaminan todos acabaremos por morir bajo las aguas bravas. Todo menos hablar de los deberes incumplidos por las distintas administraciones e impedidos por intereses particulares de todo tipo, agrícolas, urbanísticos, ecologistas y un largo etcétera.
Pues bien, en este contexto tan lamentable, hemos tenido que soportar una escena que los medios han repetido con frecuencia. Se la recuerdo: unas mesas como de escuela establecidas en un rectángulo amplio en las que se sentaban, codo con codo, y bien apretados, unas decenas de personajes responsables de ayudar a los valencianos en su desgracia, pero perfectamente ajenos, al parecer, a cualquier responsabilidad derivada de que no se hayan hecho las obras necesarias para evitar el desborde. Al frente, en el centro de la mesa de cabecera Pedro Sánchez, adornado con una escarapela negra para mostrar su luto, a su derecha la delegada del Gobierno, a su izquierda el presidente de la Comunidad en traje de faena, y alrededor de ellos unas decenas de altos cargos, civiles y militares, sin un puñetero papel. Se contemplaban unos a otros conscientes del poder que supone acceder a una mesa de tanta importancia y susurraban entre ellos, sin ninguna conversación común, es decir que se habían reunido para hacerse la foto, para mostrar unidad y capacidad, o sea, para engañar.
Un poco más tarde una selección, ya más escogida, se retrató en formación india delante del consabido edificio representativo, para dar muestra de su presencia constante cerca de los afligidos y hacer evidente su enorme preocupación, pero sin mezclarse con las víctimas porque, como dijo una diputada nacional exquisitamente consciente de las responsabilidades de cada cual, no estaban allí para achicar agua y barro sino para figurar.
No sé si ustedes piensan que exagero, pero a mí estas imágenes me han parecido obscenas, una manera de perder el tiempo entre autoridades que debieran estar en un sinvivir para tratar de paliar en lo posible y con la mayor rapidez las peores consecuencias de su incompetencia y de su falta de atención a los problemas reales de la gente, al riesgo habitual y constante que padecen decenas de miles de personas porque las administraciones públicas no cumplen eficazmente la más importante de sus obligaciones, proteger la vida, la salud, la libertad y la economía de los ciudadanos que les conferimos el poder precisamente para eso. De ahí que me parezca que considerar que esa era la mesa de los idiotas es lo menos grave que se puede decir de una exhibición tan deshonesta de poder y, al tiempo, de incompetencia.
Es comprensible que los políticos traten de disculparse de su responsabilidad ante desgracias de semejante calibre, pero todo tiene un límite. La clase de excusas que están tratando de usar invitan a pensar que, por desgracia, cuando pase la ola de la indignación, pues todo acaba, volverán a las andadas, y los planes de ingeniería y construcción que habría que acometer con urgencia serán de nuevo rehenes de los miopes intereses de alcaldes, regantes, ecologistas o cualquier especie de objetores.
Para terminar, permitan que mencione dos de las mayores memeces que se han oído estos días: ha habido quien, y hablo de un personaje de primera fila, socialista por descontado, de cuyo nombre no quiero acordarme, había propuesto volver a dirigir al Turia por su antiguo cauce urbano y recuperar el cauce artificial, franquista para más INRI, para festivales diversos y experimentos medioambientales porque, al parecer según el sabio criterio de semejante gilipuertas una riada amenazante en serio solo podría ocurrir cada doscientos años. En el seno de los conservadores se ha oído la excusa de que su presidente estaba ¡escaso de equipo! es decir que se necesitaría una mesa todavía más extensa para incluir el suficiente número de asesores. Si no les parece alucinante, lo siento por ustedes.
Suponer que la desgracia se habría podido evitar o reducir en gran medida si las alarmas hubiesen sido más prontas, insistentes y eficaces supone ignorar cuál es la actitud general ante estos avisos, en especial si, como sucedió en Paiporta no estaba lloviendo. Pensar que la mayoría de los ancianos de la zona están pendientes de su smartphone solo indica el nivel de estupidez que se ha apoderado de tantos responsables públicos. Estará bien que se mejore en todo esto, pero mientras no se hagan las obras públicas que necesita esa amplia zona de Valencia volverán a ocurrir sucesos similares, tal vez peores, incluso, si es verdad que el cambio climático puede favorecer la frecuencia e intensidad de avenidas que se vienen sucediendo desde que hay memoria documental. Mas presas, más canales, mejor mantenimiento y que las autoridades se reúnan cuando tengan algo que hacer en común, porque todo el mundo sabe que una reunión de trabajo de cincuenta personas es una forma como otra cualquiera de perder el tiempo.
Foto: Disidentia IA.
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