Asistimos en estos tiempos, con una creciente sensación de hartazgo, a un paulatino abandono de los valores que históricamente, han hecho progresar al mundo. Habitamos un lugar en el que cualquier recurso es escaso, entendiendo esto como que no hay de todo para todos en todo momento. Conseguir aquello que necesitamos o deseamos implica necesariamente un proceso de proactivo de interacciones, del que podremos salir exitosos si competimos mejor que aquellos que quieren el mismo recurso o colaboramos más eficientemente si fuera posible, con otros para obtener recursos conjuntamente.

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Sin embargo, preferimos dejar de lado la proactividad necesaria para la mejora continua del planeta en favor de una dejadez bisoña y pueril. Los adultos que deben salir a ganarse el pan van poco a poco siendo reemplazados por pedigüeños preadolescentes que ya pasan de los cuarenta y que necesitan que alguien les dé de comer y les diga qué pensar.

Una situación de este calibre no se alcanza por una única razón. Son muchos los hechos históricos y los personajes con cierto peso que ponen su granito de arena para que las cosas funcionen tan mal como lo hacen últimamente. La Historia es cíclica, la estabilidad fluctúa, los tiempos buenos suceden a los malos y viceversa, al contrario que la ciencia que sigue un camino ascendente. Ahora mismo parece claro pensar que nos hallamos en los años bajos del ciclo, donde esa misma ciencia tiende a ralentizarse mientras muchos hombres débiles y emotivos ponen palos en sus ruedas.

Muchos de los jóvenes de hoy son –somos– herederos de esa creencia en la magnificencia omnipotente del Estado, pues desde la más tierna infancia nos glosaban sus bondades

Si atendemos a lo que nos dice la Historia no existe escapatoria. De esta caterva de hombres débiles e inermes, en algún momento, surgirán seres humanos notables que, guiados por su inteligencia, pero sobre todo por la necesidad, construirán mejores tiempos y el ciclo comenzará de nuevo a ascender. Todas las generaciones cuentan con líderes que de alguna manera dejan su impronta, para mal o para bien.

Pese a todo, cada época tiene sus particularidades y el último periodo ascendente ha traído consigo ciertas mejoras que nos pueden inducir a pensar que, aunque sea complicado romper una rutina que parece ser consustancial a la propia humanidad, sí pueden ayudar a suavizar los picos y los valles. Desde la Revolución Industrial, donde comenzaron a ponerse realmente en práctica muchas de las teorías que desde la Ilustración o el Renacimiento iban pergeñándose, hasta nuestros días, hemos invertido los números de la pobreza. Crecen la esperanza de vida y la salud de la población mundial. Son el comercio y la creatividad los promotores de una riqueza que, junto con la mejora exponencial de la tecnología, consigue mantener al 90% de la gente por encima del umbral de la pobreza. Siempre cabe la mejora, sin duda, pero desde luego que cualquier tiempo pasado no fue mejor.

El niñato medio actual desconoce tanto la Historia como el impacto del saber en la sociedad. No sabe distinguir una opinión de un hecho. No tiene el más mínimo espíritu crítico. Carece de la formación necesaria para poder observar la realidad y aplicarle un análisis mínimamente objetivo, siquiera alejado de su propia subjetividad y emotividad. Siente, grita y llora, pero no piensa ni razona, jamás argumenta y no es capaz de presentar razones que no sean las de sus propios sentimientos.

El caso es que nadie nace sabiendo. Las aptitudes innatas de cada uno se pueden trabajar durante los primeros años de nuestras vidas y aun durante toda la duración de la misma, puliendo aquello que nos sobra y aprendiendo muchas cosas de las que carecemos. Dudar de cualquier afirmación, rebatirla o apoyarla, es un ejercicio que requiere de práctica y unas mínimas bases de conocimiento. Ser capaz de seguir un razonamiento puramente abstracto o matemático es un imposible si se carece de las mínimas herramientas de conocimiento que permiten dar los saltos deductivos o inductivos que van de un enunciado al siguiente.

Tradicionalmente es en la escuela donde se trabajaban estos conocimientos. También dentro de las familias, desde luego. La familia de cada uno, si me permiten, la dejaremos en el ámbito privado, pero sobre la educación en las escuelas, que es un aspecto transversal y mollar de la vida en sociedad, caben algunas reflexiones que no quiero dejar pasar por alto.

La educación en las escuelas, conforme la entendemos, es un concepto relativamente novedoso. Los prusianos la hicieron obligatoria a principios del siglo XVIII y cobró vital importancia un siglo después tras la batalla de Jena, donde salieron derrotados en las Guerras Napoleónicas. Su función no era otra que la de crear ciudadanos útiles para el Estado – prusiano en este caso – según sus creadores declaraban. No se trataba de producir librepensadores o eruditos si no de que los ciudadanos fueran útiles en la guerra o en el servicio a la nación.

Contra lo que puedan creer algunos, muchos de sus principios originarios no han desaparecido y así en la escuela prusiana ya se educaba a la vez a grupos numerosos de individuos en lugares cerrados o aulas. Se les evaluaba con pruebas estandarizadas y nunca individualizadas, dependiendo de las edades, en las que se obtenía una calificación y en base a ella un premio o un castigo. Se seguía un horario como hoy en día y había de estar quieto en el pupitre “aprendiendo”, bajo una cierta disciplina que había que obedecer. Seguro que a muchos de los lectores esto les trae muchos recuerdos, porque, aunque podamos discutir sobre el significado de la palabra disciplina, el resto no ha variado prácticamente nada en más de tres siglos. Ingeniería – social – alemana.

No nos paramos a pensar si el sistema es adecuado para producir hombres fuertes, líderes, que sean capaces de traer buenos tiempos. Hace ya mucho que nos quedamos en el eso se ha hecho así toda la vida, sin llegar a percatarnos de que el sistema educativo se pensó para crear ovejas fáciles de pastorear y prestas a defender a su pastor. Los contenidos son dictaros por burócratas bajo un sistema que premia a los que sigan la raya sin protestar demasiado o castigo para el que replica.

Las costuras parecen saltar, no obstante. La proliferación de la telebasura y el crecimiento de internet, hace tiempo que demuestran que obtener buenas calificaciones en el sistema educativo estatalizado no es garantía de éxito profesional. Ya lo comentaba Sabina en “El blues de lo que pasa en mi escalera” y la férrea disciplina que era necesaria hace unos lustros, hoy desaparece necesariamente ante los ojos de los que ven que el sistema no cumple sus promesas y un título no es garantía de nada. ¿Para qué esforzarse entonces?

Por desgracia el poso queda. Muchos de los jóvenes de hoy son –somos– herederos de esa creencia en la magnificencia omnipotente del Estado, pues desde la más tierna infancia nos glosaban sus bondades. Todos visitamos al alcalde que nos explicaba el importante trabajo que se hace en el ayuntamiento. Hace más de 300 años que el sistema se retroalimenta y como desde pequeños estamos inmersos en él, es tremendamente difícil darse cuenta. ¿Cómo el burócrata alimentado por el Estado va a desarrollar contenidos que duden de las bondades del propio Estado? ¿Cómo va a permitir contenidos que critiquen la propia creación de esos contenidos? Así se entiende que muchos se pregunten qué hace el Estado por ellos en lugar de preguntarse sobre qué pueden hacer por ellos mismos.

Como ya he mencionado, no es la única razón, pero si una de tantas y, en mi opinión una de las que más pronto puede revertir la situación. El adoctrinamiento en las escuelas parece funcionar a todas luces de forma espeluznantemente maravillosa, por lo que arrebatar al Estado la educación escolar y devolverla a la sociedad civil parece un sólido punto de partida para componer una comunidad de hombres fuertes y libres.

No se trata de que el burócrata esté en Madrid o en Cantabria. Eso se lleva probando siglos. Y aquí estamos. Se trata de eliminar al burócrata.