Morirse es una costumbre que sabe tener la gente, escribió Borges, y no he tenido otro remedio que acordarme de esa sentencia a propósito de la discretísima muerte de Jorge, que murió sin que apenas nos enterásemos los que casi cada día hablábamos con él en un enorme chat que construyó con sus amigos. Cuando le animé porque parecía ir mejor nos escribió: “¿y sabes por qué tengo tantas ganas de vivir? Pues porque tengo asumida, con respeto y curiosidad, la muerte, el paso a esa otra cosa de la que tantas veces había hablado con nuestro querido Eugenio (su hermano el filósofo Eugenio Trías). La fe y la constancia, como tú dices, son esenciales”. Nosotros animándole a vivir y con esperanzas en su recuperación y él muy consciente de que se iba para siempre.
Jorge Trías ha sido un catalán ejemplar y, a fuer de ello, uno de los españoles más admirables que haya tenido el honor y el placer de tratar. Era un hombre extraordinario con una mezcla exclusiva de cualidades por lo ordinario contrarias, valiente y cauteloso, culto y sencillo, polémico y comprensivo, austero y cariñoso. No me cansaría de alabar sus virtudes, su muy singular personalidad tan atractiva.
Cuando se atrevió a facilitar la publicación de papeles muy comprometedores para el Partido Popular fue muy consciente de que habría de pagar un alto precio, pero la verdad de Dios es que el mundo es mejor de lo que era gracias a esa acción casi insensata que nunca se le agradecerá bastante
A lo largo de su vida se empeñó en muchas aventuras quijotescas, en el más noble sentido de la expresión, en defender causas difíciles y en atreverse a llevar la contraria cuando su insobornable ética personal se lo demandaba. No quiero dedicar estas líneas en su memoria a comentar lo que hizo, porque he tenido la suerte de conocer quién era, y eso es más importante que lo que las circunstancias y la necesidad nos lleven a hacer. Jorge era, por encima de todo, un idealista, un hombre comprometido con la verdad y el deber, un patriota y un liberal genuino y consecuente.
Como abogado que fue es probable que tuviese que defender a personas que no le gustaban porque estaba convencido de que cualquiera merece una defensa profesional e inteligente, pero en las causas que escogió como suyas fue radical y muy exigente, sin detenerse jamás por el perjuicio que eso pudiera ocasionarle. Cuando se atrevió a facilitar la publicación de papeles muy comprometedores para el Partido Popular fue muy consciente de que habría de pagar un alto precio, pero la verdad de Dios es que el mundo es mejor de lo que era gracias a esa acción casi insensata que nunca se le agradecerá bastante. Si la honestidad ha de ser la norma en política no hay otro remedio que combatir la moral mafiosa siempre que se pueda, pero son pocos los que tienen el valor suficiente para hacerlo. Si al fin y a la postre acabasen por desaparecer algunas prácticas corruptas se deberá en buena medida a esa ingenua insensatez de un hombre valiente de verdad.
Pero he dicho que no quería hablar de lo que hizo, sino de lo que era, aunque eso que hizo muestra muy bien la pasta de la que estaba hecho. Seguro que muchos de los que, en el fondo, le han agradecido su arrojo y reconocen el bien que se ha derivado de ello, no han estado ni estarán dispuestos a hacer nada semejante porque la moral del rebaño es siempre muy persuasiva, pero Jorge era un exquisito solista.
En estos meses tan duros he visto marcharse a varios amigos y de todos conservo un recuerdo vivo, pero lo de Jorge ha sido distinto, no sé bien por qué. Tal vez porque no consigo olvidar ni una sola de las ocasiones que hemos compartido, tampoco han sido muchas, en último término, pero, sobre todo, porque no se me va de la cabeza su tono de voz, su manera de hablar con ese deje catalán que se hacía tan musical, o por su indesmayable propensión al buen humor, a la burla de lo solemne y lo campanudo.
Jorge Trías ha sido conocido como muchas cosas, abogado brillante, político independiente y valeroso, buen articulista y ciudadano ejemplar, pero los que le tratamos un poco más a fondo sabemos que era un artista, un hombre de sensibilidad exquisita, que ha dejado, además, unos excelentes poemarios Desde la incertidumbre y Donde el amor habita en los que se puede tocar esa luz de esperanza e ingenuidad que siempre llevó con él.
Cuando, con la voz fatigada por su enfermedad, nos hizo un último recitado del retrato machadiano le comenté con cariño que no me pegaba mucho lo de que no hubiese sido un seductor, pero no supe ver que tomaba la palabra del poeta para decirnos adiós:
“Y cuando llegue el día del último viaje, /
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, /
me encontraréis a bordo ligero de equipaje, /
casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Gracias a Jorge conocí a su hermano Eugenio, que era para mí una especie de mito, y juntos hicimos un pesado viaje por instituciones madrileñas para ver si conseguíamos poner en píe una fundación dedicada a la obra del filósofo, no tuvimos éxito porque comprobamos, una vez más, que los necios confunden valor y precio, que la “poca” fama de Eugenio servía para discutir su interés público. Fue decepcionante, pero Jorge no se desanimó, estaba seguro de que la obra de su hermano no necesitaba el apoyo de memos poderosos. Si lo hubiésemos conseguido lo mejor sería que esos señorones no serían tan memos, ellos se lo perdieron.
Jorge compartía con su hermano Eugenio lo que imagino un don familiar, un gran interés por la vida del espíritu, y la esperanza por lo que pueda haber más allá del gran viaje, lo que daba lugar a una religiosidad honda y amplia, esa piedad que, como decía John Clerk Maxwell, no tiene ningún olfato para las herejías. Tal vez a ello se deba su enorme aptitud para la amistad.
Todos sus afectos estamos de llanto porque se nos ha acabado un lujo de amigo, una de esas personas que hacen cierta la afirmación del filósofo sobre que la amistad es lo más necesario de la vida, una virtud para la que es obvio que Jorge estaba superdotado. Para las personas normales, los amigos se pueden contar con los dedos de una mano, Jorge los tenía a docenas, y, por lo que he podido comprobar, de lo más heteróclito que se pueda imaginar.
No pude asistir a su funeral porque vivo muy lejos de Barcelona, pero me contaron que su hija Georgina leyó su salmo preferido (David, Eclesiastés 23) “El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque vaya por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada… lealtad y dicha me acompañan todos los días de mi vida; habitaré en la casa del Señor por siempre jamás», un buen resumen de una vida vivida con pasión, con amor, sin miedo y con decencia verdadera.