La meritocracia siempre se ha considerado una de las señas distintivas de las sociedades capitalistas avanzadas como la norteamericana. Autores como Tocqueville o Sombart ponían el énfasis en la diferencia entre la vieja Europa, edificada sobre la base de una sociedad basada en el privilegio, y el nuevo mundo, representado por los Estados Unidos, donde el mérito y la capacidad constituían los principales ejes de dinamización de la sociedad. Cualquier americano que reuniera en su haber talento y capacidad de trabajo podía ascender en el escalafón social hasta alcanzar los lugares de privilegio que en la sociedad europea estaban reservados a los descendientes de determinados linajes aristocráticos.
Esta idea bastante común en los análisis sociológicos acerca de la sociedad americana ha entrado en crisis. Recientemente el profesor de derecho de la universidad de Yale, Daniel Markovits, publicaba un polémico libro donde denunciaba el mito de la meritocracia americana. Un falso paradigma que, según la interpretación del profesor de Yale, sirve para eludir la responsabilidad de la sociedad en la generación de desigualdades, en la reciente destrucción de la clase media americana o en la generación de una sociedad hiper competitiva que produce altos niveles de infelicidad y frustración en los individuos. La meritocracia es por lo tanto un mito al servicio de un status quo que beneficia a una minoría, una nueva aristocracia económica que busca una legitimación teórica a una situación de dominación puramente fáctica.
No es casual que nuestros medios comunicación presenten valores asociados a la cultura del esfuerzo como algo pernicioso para el cuerpo social o que directamente defiendan mecanismos coactivos y verticales para asignar los recursos al margen del talento y del propio trabajo
Michael Sandel, filósofo y profesor de la universidad de Harvard, sostiene una visión similar acerca de la llamada meritocracia. Aunque reconoce que las sociedades liberales de mercado libre permiten una distribución más equitativa de las oportunidades, la existencia de una desigual atribución de facultades y dones entre los individuos hace que no todos estemos en igual situación de partida a la hora de poder aprovechar las oportunidades que la vida nos ofrece. La argumentación de Sandel es bastante cercana a la de los postulados socialdemócratas, sólo que para remediar esta desigualdad de partida, el filósofo de Harvard no propone la consabida receta de la discriminación positiva (affirmative action) sino una solución colectivista. Según él, dado que las aptitudes y las facultades que poseemos y que nos permiten aprovechar mejor las oportunidades no nos las hemos ganado con nuestro propio mérito, es menester que los resultados que se obtienen con ellas se repartan entre todos los individuos de la sociedad, especialmente entre aquellos que no han tenido la fortuna de ser bendecidos por la naturaleza con dichas facultades que les hubieran podido permitir alcanzar mejores resultados en la vida de haber dispuesto de unas mayores y mejores capacidades. Sandel no propone un igualitarismo utópico y natural, a la manera de un Rousseau o un Rancière con su comunismo de las inteligencias. Propone una asignación equitativa de los resultados del trabajo que no dependan de algo tan aleatorio como las capacidades naturales, tan desigualmente repartidas.
El gran problema que radica en la argumentación de Sandel es que su definición de lo que entiende por aptitudes y capacidades naturales se ensancha hasta incluir el propio trabajo personal del individuo. Para Sandel que un individuo sea más trabajador, más resilente ante la frustración o que sea más constante en la persecución de sus objetivos no depende de una decisión exclusivamente personal, sino que es el resultado de haber crecido en un determinado ambiente. Para Sandel, por ejemplo, aquellos afroamericanos que nacen en comunidades social y económicamente deprimidas tienen menos posibilidades de desarrollar aptitudes como las mencionadas anteriormente. Es por ello que se deduce que el esfuerzo personal no es tal sino que es una derivada de estructuras sociales y culturales en las que se inserta el individuo. Sandel, un filósofo de tradición analítica, acaba por llegar a análisis cercanos a los de la tradición filosófica continental representada por filósofos de la sospecha como Nietzsche o Foucault. Al final la subjetividad y todo lo que la conforma no es el resultado de decisiones libres y conscientes del individuo sino de instancias ajenas a éste que lo determinan sin que medie el concurso de su propia voluntad.
Como muy bien apuntara otro filósofo analítico Nozick, en su crítica a los postulados de Rawls muy cercanos a las tesis de Sandel, el gran error que cometen los socio-liberales es presentar una visión colectivista de los talentos y de las habilidades naturales, como algo que no le pertenece al individuo sino a la colectividad y que se han repartido arbitrariamente entre los individuos. Como bien pone de manifiesto Nozick, los talentos naturales, por ejemplo el poseer una buena vista o una buena capacidad para el cálculo, no son algo que se pueda repartir de modo equitativo entre los diversos individuos, pues se trata de algo que distingue y separa a los individuos, los conforma con seres irrepetibles. La postura de estos liberales sociales como Rawls o Sandel es por lo tanto contradictoria con uno de los postulados básicos de la cultura liberal: la defensa del individuo como algo previo y legitimador de lo colectivo. Precisamente en los socio- liberales hay una inversión de este postulado; lo individual es algo derivado y subordinado a lo colectivo.
Por otro lado los críticos de la meritocracia argumentan la idea de que la distribución de los recursos en la sociedad basada en los principios del mérito y de la capacidad no es algo que sea evidente por sí mismo. Una conclusión a la que espontáneamente pueda llegar cualquier individuo a través de un ejercicio reflexivo, sino que se trata de una noción socialmente inducida en nosotros a través de la difusión del valor de la competitividad en las sociedades capitalistas. Estos autores no reparan en que quizás el rechazo de la idea de la meritocracia obedezca a un mecanismo de defensa psicológico de tipo inconsciente ante la ansiedad que se origina en nosotros como consecuencia de la frustración que sentimos al no poder alcanzar aquello que deseamos. El mecanismo de la proyección ha sido ampliamente estudiado en el seno de la psicología y que consiste en una distorsión cognitiva que lleva al individuo a diluir su propia responsabilidad ante sus fracasos, atribuyéndole la responsabilidad de los mismos a factores externos.
Como pusieran de manifiesto autores como Baudrillard o Virilo, vivimos en sociedades donde los medios de comunicación crean la propia realidad que percibimos. En esta suerte de ontología virtual en la que estamos instalados, nuestra percepción, condicionada por el influjo de los medios, crea la propia realidad. Hasta el punto de que el hombre se configura en una suerte de subjetividad–cyborg, como pone de manifiesto Juan Manuel Aragüés, cuyo conocimiento de la realidad viene determinado por lo que la pequeña pantalla determina como verdadero. En esta ontología virtual, dominada por la visiones conflictuales de lo social que maneja la nueva izquierda, la noción de meritocracia es presentada como sinónima de injusticia. El resultado del esfuerzo y de la responsabilidad individual es presentado como una suerte de latrocinio de aquello que sólo pertenece a la colectividad. No es casual que nuestros medios comunicación presenten valores asociados a la cultura del esfuerzo como algo pernicioso para el cuerpo social o que directamente defiendan mecanismos coactivos y verticales para asignar los recursos al margen del talento y del propio trabajo.
Foto: Morning Brew