Uno de los debates recurrentes en nuestra historia contemporánea –aunque en rigor viene de más lejos en el tiempo- es el relativo a qué tipo de nación queremos ser. De hecho, lo que Laín Entralgo llamaba el “problema de España” y algún tiempo antes los noventayochistas y regeneracionistas denominaban el “ser de España”, no era otra cosa que la elección del modelo de país. Permítaseme la esquematización inevitable: había que elegir entre el modelo de la España imperial, la España de Trento, martillo de herejes o la España inserta en el contexto europeo occidental, pragmática y tolerante. Si se quiere, en términos todavía más contundentes, el dilema era casticismo o europeísmo.

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Me dirán, con toda la razón, que las cosas eran más complejas y la propia disyuntiva no tan radical, pero la simplificación resulta aquí indispensable para llegar raudos al meollo de mi reflexión. También Ortega acudió a la síntesis esclarecedora cuando estableció el lema que marcaría el rumbo del devenir hispano a lo largo de todo el siglo XX: si España era el problema, Europa constituía la solución. Ni siquiera las aproximadamente cuatro décadas de dictadura franquista socavaron la fuerza de ese desiderátum. Nada más recuperar la democracia, la aspiración que agavilló a los españoles, con independencia de su credo político, fue la plena integración en la comunidad europea.

Conseguido este secular anhelo, cambiaron las coordenadas del debate: en términos nuevamente simplificados pero que calaron en el análisis historiográfico, nos habíamos convertido en un país “normal”, por contraste con la “excepcionalidad” que mantuvo o fomentó el franquismo (Spain is different). Esta controversia presentaba ribetes un tanto absurdos pero ello no impidió que tuviera una derivación ideológica que impregnó la mentalidad colectiva: habíamos accedido culturalmente a la modernidad y hasta dábamos lecciones al mundo. Desde nuestra modélica transición a las transgresiones de Almodóvar, España deslumbraba. Los fastos de 1992 constituyeron el punto culminante de esta ola.

Para el magma constituido por podemitas, comunistas y populistas la crisis se presenta como una oportunidad de oro para dinamitar el denostado régimen del 78

A escala internacional, la corrupción rampante y las secuelas de la crisis de 2008 –con España pendiente de un rescate europeo que solo se produjo en parte- socavaron esa imagen, sin llegar a deshacerla. España pasó a ser por la fuerza de los hechos y por (de)méritos propios un socio intermedio del club europeo, ni tan potente como para codearse con los grandes ni tan débil como para que no interesara su suerte. Como pasa en tantas cosas en la vida, individuales y colectivas, el tiempo termina poniendo casi todo en su sitio: España recobró una autoestima más realista, tan lejana del lamento y la conmiseración –el españolito de Machado- como del subidón o la euforia de somos los mejores.

Ahora bien, en contra de lo que cree mucha gente, la historia no es un lujo superfluo del que pueda prescindirse a voluntad. Nuestra sociedad tiende al presentismo y, en todo caso, si levanta la mirada más allá de la inmediatez, es para dirigir sus ojos al futuro, no al pasado. Pero, para bien o para mal, el pasado está ahí para algo más que para recordarnos de donde venimos. El pasado pesa, como una carga de la que no es fácil deshacerse. A pesar de que nos hemos convertido en una democracia formalmente homologable con los estándares occidentales, determinadas lacras e insuficiencias que vienen de nuestro pasado siguen gravitando hoy y condicionan nuestro futuro.

Nuestra democracia se resiente del modo en que se hizo la transición, no -en mi opinión- por culpa directa de esta sino porque las patentes insuficiencias del proceso –se hizo entonces lo que se pudo- no fueron subsanadas en los decenios siguientes. Antes al contrario, se intensificaron los males que estaban en germen, como las tendencias centrífugas que se revelaron como cargas de profundidad con espoleta retardada. Por otro lado, se improvisaron partidos, organismos e instituciones diversas con desigual resultado. En particular, los partidos políticos derivaron pronto en banderías o partidas, o sea, grupos cerrados de estructura piramidal que rendían obediencia ciega al líder y se mantenían ajenos a la sociedad que decían servir o representar.

Como resultado de ello, en nuestra sociedad observamos una peculiar aplicación del principio darwiniano de selección natural: sobreviven los más pillos. En el entramado político, entendido en su más amplio sentido, prosperan los oportunistas y los individuos con menos escrúpulos y al amparo de estos, los serviles y demagogos. Renunciamos hace tiempo a exigirles a nuestros gobernantes una ética del poder: ahora ya no les pedimos ni la capacidad intelectual que esperaríamos de un jefe de sección. Esto ya de por sí es un grave problema en tiempos estables pero ante una crisis de dimensiones planetarias, como la que hoy nos acongoja, resulta una catástrofe de proporciones impredecibles.

De ahí que lo que debía ser un debate pragmático sobre las medidas profilácticas para salir de la crisis sanitaria y las iniciativas concretas para la recuperación económica, adquiera en nuestro país unos tonos agónicos, como ya sucedió en tiempos pretéritos. Para una buena parte del conglomerado de grupos que apoyan al gobierno actual esta crisis es una gran oportunidad para la consecución de sus fines últimos, no siempre coincidentes. Así, para los nacionalistas de toda laya es el momento de romper de una vez por todas la unidad nacional para construir una suerte de abierta confederación ibérica o aun ni eso, acceder a la mera independencia de sus respectivos territorios. Conseguida esta –piensan ellos- ya se verá.

Por su parte, para el magma constituido por podemitas, comunistas y populistas la crisis se presenta como una oportunidad de oro para dinamitar el denostado régimen del 78. Sobre sus escombros se construiría una República popular y se pondrían las bases de una nueva estructura económica que situaría a España más cerca del modelo bolivariano o peronista -¡en el mejor de los casos!- que de Francia o Alemania: tras socavar los fundamentos mismos del libre mercado, un Estado hipertrofiado mantendría un entramado de subsidios y prestaciones cuasi universales, con una población cautiva de varios millones de españoles dependientes de las dádivas de un gobierno fuertemente intervencionista.

Los supuestos balbuceos, incoherencias y contradicciones del ejecutivo en el momento actual podían así verse bajo una nueva luz. Los daños infligidos a numerosos colectivos –autónomos y otros empresarios, trabajadores del pequeño comercio, etc.-, la destrucción del tejido industrial, el sabotaje del turismo, el socavamiento de instituciones esenciales –empezando por la Justicia- o las maneras que apuntan a un ejecutivo tan opaco como dictatorial no serían tan solo lo más evidente, las expresiones de un gobierno de incompetentes, incapaz de sacar a España de la crisis: pasarían a constituir las primeras manifestaciones de un nuevo modelo de Estado y un nuevo tipo de estructura económica.

Estamos una vez más en la trayectoria histórica de España ante una coyuntura crítica, con perfiles insólitos en el contexto occidental. No por casualidad las fuerzas políticas que defienden una salida plenamente constitucional a la crisis se muestran con fuerzas menguadas, sin liderazgo, sin proyecto y sin capacidad para ofrecer un relato coherente. Han sido muchos años de dejación, de políticas meramente pragmáticas y tecnocráticas por parte de esos sectores. Ahora, alarmados, solo podemos poner nuestras esperanzas en que nos salve Europa. ¡Qué sería de nosotros si blindásemos las fronteras y el Banco de España –manejado naturalmente por los políticos- pudiera emitir de nuevo pesetas! Con intervención o con cualquier otra fórmula, solo Europa nos puede salvar de nosotros mismos. Forges lo decía con una sola palabra: ¡País!


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).