Lo ideal es que todos tengamos una rama en la que acurrucarnos, una banana que mordisquear y un complemento sexual competente que asegure la transmisión de la herencia genética. Todo el mundo aspira a ello. Ocurre que, si eres un mono gordo, las ramas pequeñas de la zona exterior del árbol, esas que permiten las mejores vistas, no soportan tu peso.
Es evidente que sólo los/las primates mejor dotados física e intelectualmente pueden permitirse el lujo de comer bananas, sentados en la mejor rama, a sabiendas de que podrán facilitar su digestión quemando calorías a base de orgasmos. ¿Y los demás? Tendrán que conformarse con menos y menos apetecibles socios sexuales, las ramas que nadie quiere y las mondas de las bananas.
Por supuesto que en el caso de los humanos esto no es así. En el caso de los humanos llevamos milenios esforzándonos por aprender y cultivar cosas como la generosidad, la caridad, el respeto y el amor al prójimo. Pero también la avaricia, la manipulación, el engaño y el abuso del poder. Tan es así que, de forma cíclica, el número de los sinbanana, sinrama y sinpareja crece sin parar hasta que la situación estalla. ¡Revolución!
Nos dicen algunos filósofos bienintencionados que en una sociedad de ambiciosos libres tales situaciones se traducirían en un aumento radical de virtudes como el afán, el trabajo, el aprendizaje y la innovación. Apenas si hemos tenido ocasión de observar este fenómeno, pues a las sociedades humanas, en general, les ha faltado siempre el segundo apellido: libres. Por ello aparecen antes que los ambiciosos los rebeldes, consiguiendo vía revolución un cambio en las estructuras, pero sobre todo en los protagonistas del poder. ¿Cuántos años necesita una sociedad revolucionada para volver a convertirse en una sociedad clasista? ¿Cuántos para sofocar la ambición de nuevo cuño?
La psicología nos enseña que son precisamente aquellos que tienen menos competencia para desarrollar una determinada tarea quienes, mayoritariamente, tienden a sobreestimarse a sí mismos
Desgraciadamente, la evolución nos ha dotado de una “cualidad” que complementa perfectamente a la rebeldía en situaciones de no libertad: la envidia. La envidia tiene muchas ventajas, pero la principal es que no me obliga a ser como el biendotado, sólo me obliga a tener lo que él tiene. Y, además, me permite conformarme con menos si el biendotado tiene lo mismo que yo. Y, por último, la agresividad que genera se sacia con la ilusión igualitarista. El ambicioso es insaciable, y por ello menos manejable. Denle al envidioso un Estado que redistribuya mediante el uso de la violencia y la amenaza los bienes de los biendotados y tendrán una sociedad de envidiosos sólo atentos a que ningún biendotado deje de pagar su óbolo y con el sambenito preparado para demonizar al ambicioso, por ambicioso.
La envidia no es más que el intento de cargar la responsabilidad de las propias insatisfacciones sobre cualquier cosa (o persona) que nos sea ajena. El envidioso detrae el éxito de los demás porque cree que ellos no lo merecen, ya que él también lo hubiese merecido. Es una creencia que sirve para proteger la imagen que uno tiene de sí mismo. Siempre deseamos pertenecer al grupo de los mejores, aunque apenas seamos mediocres. Por ello intentamos relativizar, incluso demonizar, el éxito de otros.
Los caminos de la envidia son diversos y en no pocos casos divertidos. Todos conocemos el dicho popular “el dinero no da la felicidad”, evidentemente sólo significante y reconfortante para quienes se sienten desplazados por el éxito financiero de otros. “Vale, sí. Tú tendrás mucha pasta, PERO feliz…”. Y resulta que sí, que el dinero ayuda a ser feliz, aunque otras cosas como la amistad o la familia sean mucho más importantes. Si la superioridad de los demás es demasiado obvia, uno trata de cambiar el campo de juego mediante mentiras de poca profundidad. Lo divertido es que la superioridad (o igualdad) del envidioso en ese nuevo campo de juego sólo existe en su imaginación. Lo grave y preocupante es que, para mantener viva esa fantasía, el envidioso necesita de otros envidiosos que se refuerzan mutuamente desde su imaginación pequeñoburguesa.
La psicología nos enseña que son precisamente aquellos que tienen menos competencia para desarrollar una determinada tarea quienes, mayoritariamente, tienden a sobreestimarse a sí mismos. Se trata del llamado efecto Dunning-Kruger. Se caracteriza, entre otras cosas, por la incapacidad del sujeto para reconocer las habilidades superiores de los otros. Una persona con baja competencia para lograr las metas en su vida se encontrará siempre ante la situación en la que otros, a quienes consideraba iguales, tienen mucho más éxito que él. Es comprensible que estas personas a menudo se sientan discriminadas y no quieran reconocer el éxito de los demás.
Un paso lógico en esta situación es no buscar la causa del éxito o el fracaso en las propias acciones, sino autoafirmarse en la creencia de que el éxito (de otros) es producto de la casualidad o de malvadas maquinaciones. El envidioso, en lugar de reconocer que debe ser más activo en la búsqueda de, por ejemplo, una pareja, prefiere arroparse en creencias como “las mujeres guapas los prefieren malvados y ricos” o algo similar. Es típico de los envidiosos no tener ni idea de cómo obtener el éxito deseado. Menosprecian o difaman el éxito financiero o social de otros, pero son incapaces de asumir ellos los riesgos y problemas necesarios para lograr ese éxito. Peor: ni siquiera son conscientes de que los riesgos y el esfuerzo son cruciales para obtener cualquier éxito.
Lo verdaderamente destructivo, yo diría que trágico, en todo envidioso es que su envidia le distrae de las cosas realmente importantes. Que otros tengan más éxito, no le dificulta en absoluto tener éxito en su vida. Lo importante es ser capaz de ponerse manos a la obra en la consecución de la propia felicidad, no limitarse a denostar la de los otros.
El día que entendemos cómo podemos diseñar nuestras vidas de acuerdo a nuestras ideas, necesidades y sueños y nos ponemos a trabajar en su consecución desde nuestras propias capacidades, ese día deja de ser relevante envidiar a otros por su éxito.
Foto: Jonathan Francisca
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