A nadie se le escapa en todo el espectro político que el modelo territorial español, al menos desde las reformas estatutarias intentadas y realizadas en tiempos del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, está agotado o en crisis. Pero ¿en qué consiste dicho agotamiento o crisis?

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Para empezar, me gustaría señalar que la redacción aprobada y refrendada de la Constitución de 1978 es muy deficiente y mejorable. El texto refleja los complejos de la corrección política de ese equilibrio de incapacidades e impotencias que fue la tan cacareada Transición. Y claro, muchos de nuestros problemas actuales ya están en potencia en este texto deficitario por el que nos regimos.

El mismo artículo 2 cae en un dialogismo imperdonable al proclamar a un tiempo “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” y el reconocimiento de “nacionalidades”. Se podía haber usado alguna otra fórmula como “identidad cultural propia”, idiosincrasia, o “región con lengua vernácula propia” o “entidad regional histórica” como aparece en el artículo 143.1, pero el innecesario gesto hacia los nacionalistas vascos y catalanes permitió una cuña en una identidad política nacional que debería ser única para todo el Estado. Si la nación es una, el vínculo jurídico de cada ciudadano con esa nación política debe ser igualmente solo uno como viene descrito en el artículo 11.

La acepción nacionalidad, tal y como se usa en la Constitución es doble y ambigua

Los españoles no pueden tener varias nacionalidades españolas. La acepción nacionalidad, tal y como se usa en la Constitución es doble y ambigua, pues la acepción del artículo 143.1, que tantos problemas nos está dando en Cataluña hoy día, es una acepción inventada ad hoc en 1978. Esta acepción es parte de la creatividad lingüística de nuestros padres constituyentes para no decir “nación” y una ambigüedad innecesaria sobre el término nacionalidad que, hasta entonces, tenía una definición muy clara y unívoca.

Con la acepción inventada de nacionalidad se nos coló el cacareado concepto de “nación de naciones” por el que a los españoles se nos hurtó la posibilidad de ser una verdadera nación política de ciudadanos libres para ser solo una nación de rebaños pastoreados. Lamentablemente ese artículo nos divide a los españoles entre los de las “nacionalidades históricas” de los “hechos diferenciales” y los de las regiones, lo que rompe en potencia y, luego, con el desarrollo autonómico, de facto, la igualdad ante la ley proclamada en el artículo 14. Como si Asturias, León, Castilla, Extremadura y Murcia no tuvieran historia o hechos diferenciales propios. Al final Cánovas del Castillo tuvo razón al decir aquello de que solo son españoles los que no pueden ser otra cosa. Así queda descrito con otras palabras, igualmente infames, en nuestra Constitución de 1978.

Que en el artículo 3 se llame a la lengua común “castellano” es otro error imperdonable. El castellano es, o bien el origen histórico del español o bien un dialecto actual del español. En Andalucía y Canarias no se habla castellano, sino andaluz o canario, dialectos del español como puedan serlo el argentino o el mexicano. Es falso que el castellano sea la única norma lingüística del español en España. De hecho tenemos, desde un punto de vista lingüístico, al menos dos normas, más o menos asimilables a la castellana que pronuncia la z interdental y otra más o menos asimilable a la andaluza que sesea. El nombre de la lengua común es y debe ser “español”, que es como se conoce en el mundo entero. Castellano es solo el español que se habla en las Castillas y regiones que siguen su norma. De ahí a considerar el español o “castellano” una lengua extranjera como ocurre en muchas autonomías hoy día solo hay un paso. Un paso que ya se ha dado, por desgracia.

Lo que describe y prescribe la Constitución con respecto a las Comunidades autónomas no es una constitución, sino la apertura un proceso constituyente territorial

Con todo, lo peor en cuanto al modelo territorial no está en el Título I, sino en el Título VIII. El capítulo tercero de este título describe, usando el futuro, un “proceso autonómico” (Art. 143). Es decir, lo que describe y prescribe la Constitución con respecto a las Comunidades autónomas está lejos de ser un factum, o un faciendum. Es un facturus. Es decir no es una constitución, sino la apertura un proceso constituyente territorial. El resultado ya lo conocemos, el desarrollo del llamado “Estado de las Autonomías”, que es una descentralización regional estatógena, una metástasis del tejido de la administración pública, asimétrica, improvisada, desordenada, donde no hay una uniformidad en la denominación de los entes autonómicos -Juntas, Xuntas, Generalidades, Gobiernos autonómicos, etc.-, ni de las competencias transferidas.

El efecto ha sido un desorden territorial costosísimo, que mantiene estructuras de orden territorial heredadas -Diputaciones, Cabildos, Senado- duplicadas con otras nuevas estructuras paraestatales de la Administración que no tienen reconocimiento explícito en la Constitución, ni participación como parte integral del Estado, ni representación en una cámara territorial para todo el Estado, el Senado. Sustituimos el centralismo madrileño por una decena y media nuevos centralismos igualmente tóxicos, como el de Santiago de Compostela, el de Valladolid, el de Mérida, el de Sevilla, el de Toledo, el de Valencia, el de Zaragoza, etc. Enormes máquinas de creación de déficit, emisión de deuda y gastos públicos, pero que no recaudan la mayoría de los impuestos que se gastan. Ni siquiera todo el territorio nacional está bajo un mismo sistema de financiación autonómico: las provincias forales de Navarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa tienen sus propios Convenios y Conciertos económicos con los que gestionan sus propios impuestos y una hacienda propia.

Pero ya no queda más cera que pueda arder: no se pueden realizar más transferencias de competencias de gasto a las autonomías sin poner en riesgo la mera existencia del Estado integral, de España. Urge una reforma constitucional, un reordenamiento de lo que hay, pero ¿cuál?

Muchos podríamos mirar el modelo francés, jacobino, como un modelo deseable. Pero la realidad histórica es que nunca funcionó en nuestro territorio, que tuvo que enfrentar guerras de secesión colonial y varias guerras civiles en los dos últimos siglos. Y aunque ese fuera el deseo de una mayoría de españoles, no hay forma de implementar un modelo centralista sin generar una reacción y división social equivalente por la autonomía o la secesión. Personalmente, no lo creo viable.

Se pueden federar los Estados de Europa, pero no se pueden federar autonomías asimétricas en un Estado con integridad territorial

Otros están proponiendo crear una estructura federal. Pero, por definición, un sistema federal es la unión de territorios que están separados. Se pueden federar los Estados de Europa, pero no se pueden federar autonomías asimétricas en un Estado con integridad territorial.

Se llame o no federación, sí cabría realizar algunas reformas como eliminar la representación provincial del Senado y promover la creación de un Senado compuesto de representantes autonómicos; habría que igualar por arriba a todas las autonomías en sus competencias y reconocer que todas las autonomías, después de casi cuarenta años ya son todas igualmente históricas, igualmente diferenciadas, igualmente responsables y adultas para tomarse aquel café para todos, sin descafeinar. Pero sin duda, lo más importante sería igualar la capacidad de gasto público con la capacidad de ingresos fiscales. Quizás se pueda sustituir el principio de solidaridad interregional por el de libre competencia fiscal interregional que permita que el interior rural, pobre y despoblado pudiera hacer dumping fiscal a Madrid y a la costa. ¿Por qué no un pequeño Silicon Valley en Soria, Teruel o Cáceres?

Demos a todas las autonomías lo que está pidiendo la Cataluña nacionalista y ya tiene País Vasco y Navarra: libertad fiscal para competir con otros territorios junto con los riesgos aparejados de quebrar la administración pública autonómica por gasto excesivo. Y dejemos consecuentemente votar a los ciudadanos, a los capitales y a las empresas con los pies y el bolsillo. Puede ser la oportunidad de lograr atraer inversiones a aquellos lugares con más bajos impuestos y mayor seguridad jurídica. Las empresas y capitales que se han fugado de Cataluña lo han tenido claro. Volverán en cuanto las condiciones sean comparativamente mejores.

Lo sucedido en Cataluña desde el año pasado nos debería marcar el camino: no solo por la fuga de capitales, personas y empresas, sino también por la organización del movimiento por Tabarnia. Aunque sea una parodia política, por el momento, Tabarnia nos marca la necesidad que existe en toda España de una segunda descentralización comarcal o municipal.

Basta ya de la tiranía del centralismo autonómico en cada comunidad: ¿por qué la educación o la sanidad debe gestionarla una consejería autonómica? ¿Por qué no devolver al municipio o al ciudadano la libertad de financiar estos servicios públicos mediante cheques o vouchers escolares o sanitarios? ¿Por qué no dejar a los centros y a los padres que tienen a sus hijos escolarizados en ellos que puedan elegir democráticamente y autónomamente la lengua vehicular y el currículo de enseñanza? ¿Por qué asumir un gasto elefantiásico en unos sistemas públicos de salud que pueden privatizarse y hacerse más eficientes en su gestión? ¿Por qué no garantizar la universalidad del acceso a este sistema privado con cheques dados a los ciudadanos que no puedan pagarse un seguro privado? Las mareas y confluencias podemitas que han ganado ayuntamientos están marcando esta tendencia municipalista con una agenda ideológica de izquierdas muy concreta. ¿Para cuándo la organización de candidaturas municipalistas independientes que puedan poner en la mesa preocupaciones de una mayoría de ciudadanos que creen en otro tipo de soluciones políticas diferentes a las de la izquierda?