La razón última que ha llevado al pensamiento liberal-conservador a la irrelevancia en el campo de las ideas se encuentra en su incapacidad para haber identificado el nuevo campo de batalla ideológico que se ha planteado al menos desde la segunda mitad del siglo XX. Para la derecha, que todavía no ha visto surgir en su seno un Gramsci liberal-conservador, la lucha política se sigue dirimiendo en el ámbito institucional. Las campañas electorales, los debates parlamentarios o el balance de la gestión política siguen constituyendo para ésta la medida del éxito o del fracaso de sus políticas. Sin embargo, desde el auge de los desarrollos teóricos del llamado marxismo occidental y sus epígonos de la llamada Escuela de Frankfurt la lucha de las ideas se libra en un campo de batalla que no es institucional sino puramente cultural.

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Lo que llamamos cultura, uno de los conceptos más esquivos para la antropología, se ha venido convirtiendo desde mediados del siglo XX en el patrimonio casi exclusivo del llamado pensamiento progresista. En 1964 en la ciudad de  Birmingham se fundaba el  Birmingham center for contemporary cultural studies como una institución universitaria de estudios de post-grado con un marcado sesgo progresista cuya finalidad no era otra que la de llevar a cabo una relectura del patrimonio cultural occidental a fin de eliminar de él elementos burgueses, capitalistas y reaccionarios. Aquellos que dificultaban la hegemonía de las ideas progresistas en el medio social. Inicialmente bajo la dirección de Richard Hoggart y Stuart Hall se desarrolló el llamado currículo de los llamados estudios culturales, un acervo de estudios interdisciplinarios relativos a cuestiones de los llamados mass-media y en general todo lo relativo a lo que se denominó en el seno de dicha institución la cultura popular. Esta se entendió como el ámbito donde podía germinar una resistencia a los modos de producción capitalista cuyo sustento teórico se encontraba en formas culturales moldeadas según unos parámetros que habían permitido el desarrollo hegemónico de unas formas de pensamiento favorables a la libre iniciativa individual, el libre mercado o el llamado canon cultural occidental. La principal novedad que aportaba dicho instituto no radicaba tanto en la crítica de las instituciones políticas y económicas del capitalismo, algo habitual en las diferentes escuelas del marxismo, sino en el hecho de que centrara sus críticas en la noción de cultura como suelo nutricio a partir de la cual podían surgir valores contraculturales que hicieran posible el fin de los desarrollos capitalistas políticos y económicos.

Cuando políticos liberal-conservadores abrazan acríticamente todos y cada uno de los dogmas culturales que marca la agenda progresista contribuyen, sin percatarse de ello, a que en el futuro las ideas que dieron lugar a sus formaciones políticas se conviertan en cada vez más irrelevantes en la sociedad, lo que dificultará cada vez más su acceso al poder político

Una de las nociones que primero fueron blanco de sus críticas fue la de que existiera un canon cultural, entendido como un conjunto de valores estéticos universales traducidos en una serie de obras artísticas sobre las cuales se habría erigido la propia civilización occidental. Los llamados estudios culturales pusieron sobre la mesa la idea de que la propia noción de canon cultural escondía la naturaleza plural del hecho cultural, con sus diversas manifestaciones todas ellas igualmente válidas. De forma que la Gioconda, por poner un ejemplo, dejaba de constituir parte de un canon estético universal para conformar una manifestación cultural de un determinado tipo de sociedad, la renacentista que marca el comienzo del auge de la burguesía, y unas determinadas relaciones de poder. Por otro lado la noción de canon suponía la institucionalización de una forma de invisibilización de otras formas de expresión cultural propias de aquellos grupos (gente de color, mujeres, proletariado) que no encajaban dentro de los estereotipos culturales predominantes. En general los llamados estudios culturales sirvieron para realzar la importancia de los nuevos fenómenos contra-culturales de los años 60, inicialmente percibidos como formas de arte degenerado por algunos conspicuos miembros del marxismo como Adorno, como mecanismo para ganar influencia en la cultura popular, considerada fundamentalmente burguesa hasta entonces. No obstante la mayoría de los compañeros de Adorno en la llamada Escuela de Frankfurt no compartieron una visión tan negativa sobre las formas de expresión artística contra-culturales y las vieron como una de las pocas formas de resistencia posible contra el hegemómico capitalismo. Junto  a un análisis propiamente estético del arte introdujeron consideraciones sociológicas y políticas que permitieron moldear la conciencia cultural de las generaciones venideras. El asalto primero a las instituciones culturales, predominantemente las cátedras universitarias, crearon las condiciones para ejercer una enorme influencia en la sociedad que luego ha permitido el desarrollo de cambios políticos cuyos efectos ahora comenzamos a vislumbrar ahora, más de 50 años después de su implementación.

El gran error de la derecha, como teóricos conservadores como Raymond Aron o Roger Scruton pusieron de manifiesto, ha consistido en no percatarse de estos cambios. El aceptar que estos cambios de paradigma cultural, por utilizar la terminología de la filosofía de la ciencia de Thomas Kuhn, han sido el fruto del libre y espontáneo desarrollo de la sociedad cuando en realidad han sido cambios operados desde instituciones determinadas comandadas por determinados intelectuales. Cuando políticos liberal-conservadores abrazan acríticamente todos y cada uno de los dogmas culturales que marca la agenda progresista contribuyen, sin percatarse de ello, a que en el futuro las ideas que dieron lugar a sus formaciones políticas se conviertan en cada vez más irrelevantes en la sociedad, lo que dificultará cada vez más su acceso al poder político.

No es de extrañar por lo tanto la virulencia que se desata desde los medios de comunicación y las instituciones culturales contra aquellos intelectuales o partidos, tipo VOX, FIDESZ húngaro o el partido polaco Ley y Justicia, que desafían la hegemonía cultural del mal llamado progresismo. Estos partidos desempeñan un papel capital en la lucha contra la hegemonía cultural izquierdista hoy globalmente mayoritaria. Su papel se asemeja al de los 300 espartanos que bajo la dirección del rey agíada espartano Leónidas I lograron bloquear temporalmente el avance del ejército persa de Xerjes e hicieron posible la formación de una gran coalición helénica que salvó Grecia de su orientalización despótica e hizo posible el nacimiento de la civilización occidental.

Hoy la llamada guerra cultural, que se libra en las redes sociales, en las presentaciones de las escasas publicaciones que cuestionan los dogmas progresistas, en los pocos medios de comunicación libres que quedan en el mundo o en las escasísimas aulas universitarias donde algunos docentes intentan desmontar los falsos mitos de la llamada Teoría crítica, es una exigencia ineludible si la derecha pretende volver a ejercer algún tipo de influencia en el ámbito social. Lejos de constituir ese caricatura de proto-fascismo y de epítome de la intolerancia con la que la presentan sus críticos progresistas, la llamada guerra cultural se erige en el último baluarte de una civilización moribunda, la occidental, a punto de sucumbir bajo la égida de una nueva forma de totalitarismo silencioso que amenaza con ahogar nuestro más preciado bien: la libertad.

Foto: Oskaras Verbickas


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