El llamado “Gran salto adelante”, llevado a cabo por el régimen comunista chino a finales de los años 50 y principios de los 60, supuso 45 millones de muertes. Y fue una señal muy potente sobre lo letal que puede llegar a ser la ingeniería social cuando políticos, expertos y activistas acaparan el poder.
Pero ¿hemos aprendido algo de aquella catástrofe? Esta es la pregunta que deberíamos formularnos ante el auge de un ecologismo radical, entre cuyas propuestas se añade ya sin ambages la necesidad de des-democratizar Occidente para salvar, no ya a la humanidad (pues, en su opinión, la mayor parte de los seres humanos son prescindibles), sino al planeta.
¿Es exagerado establecer un paralelismo entre la masacre del “Gran salto adelante” de Mao y el nuevo “Gran salto adelante ecologista”? No, en absoluto. Cambian los protagonistas y los modelos políticos, pero ambos procesos son similares entre sí. La mayor diferencia, en todo caso, estaría en el número de muertes, que, de llevarse a cabo, será mucho mayor en el gran salto adelante de los ecologistas radicales, porque sus imposiciones políticas traerían consigo una crisis energética y alimentaria a escala global.
45 millones de muertos
En 2017 se publicó el libro La gran hambruna en la China de Mao: Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962), del historiador Frank Dikötter que durante años se ha dedicado a investigar exhaustivamente la historia rural china en el periodo que va de 1958 hasta 1962, cuando Mao Zedong, fundador de la República Popular de China, impuso el “Gran Salto Adelante”. Para ello, Dikötter tuvo un acceso sin precedentes a los archivos oficiales del Partido Comunista Chino. Y los datos que ha recopiló son abrumadores: durante ese periodo, la tortura sistemática, la brutalidad, el hambre y el asesinato de los campesinos chinos supuso al menos 45 millones de muertes. Una cifra cercana al número de muertos en todo el mundo durante la Segunda Guerra Mundial.
Antes de la investigación de Frank Dikötter, en el peor de los supuestos se estimaba que las muertes podrían haber alcanzado la cifra de 30 millones. Ahora sabemos que esa cifra, aunque también pavorosa, dista mucho de la real.
Sorprendentemente, los hallazgos de Frank Dikötter, apenas tuvieron difusión más allá de un puñado de artículos en prensa y algunas reseñas literarias. En general, los medios de masas pasaron de puntillas por encima de la revelación de una cifra antológica que convierte el “Gran salto adelante” en la mayor catástrofe humanitaria de la historia, inmediatamente detrás de la IIGM,
Como sucede en estos casos, habrá quien considere que este silencio se debe a la asimetría moral con la que se suelen juzgar determinados crímenes según sea la ideología responsable. Pero, tal vez, las razones de este silencio no sean sólo ideológicas, sino también “técnicas”, porque el Gran salto adelante es, sobre todo, una demostración incontestable de los pésimos efectos del gobierno de los “expertos” y su ingeniería social.
En realidad, el Gran salto adelante no se pensó como un ataque sistemático contra el derecho a la vida de las personas, su finalidad era justo la contraria: se ideó para superar las deficiencias seculares del modelo rural chino. Pero el plan degeneró en una catástrofe cuya verdadera magnitud ha permanecido oculta más de medio siglo.
Si China hubiera sido una democracia, en vez de un régimen comunista, el “Gran Salto Adelante” o bien no se hubiera llevado a cabo, o bien, a la vista del incipiente desastre, habría sido paralizado. Pero China es un régimen de partido único donde no existe una oposición formal al Gobierno. Si el Gobierno se equivoca sólo cabe confiar en que rectifique por sí mismo, y que lo haga, además, con la rapidez necesaria para evitar males mayores.
Pero la capacidad de rectificación y diligencia chocan frontalmente con la propia naturaleza de los sistemas de acceso restringido, donde las pugnas internas por el poder, muchas veces cruentas, son la única vía para reemplazar a unos gobernantes por otros y, ocasionalmente, cambiar las políticas.
Si el gobernante quiere sobrevivir en un régimen como el chino, la primera regla de oro consiste en establecer el principio de infalibilidad; es decir, el gobernante nunca se equivoca. Por lo tanto, la rectificación está contraindicada. Además, el cuerpo de expertos constituido alrededor del poder sabe que su supervivencia está ligada a la supervivencia del gobierno. Por lo que los expertos también tenderán a manipular la realidad.
La trampa moral del ecologismo
Ahora, hagamos un ejercicio inverso. Imaginemos un Occidente democrático en tiempos convulsos, cuestionado fuertemente por un activismo bien organizado, intenso y creciente, donde la imposición de un nuevo “Gran salto adelante” estuviera liderada no por personas corrientes ni por gobernantes, sino por personajes acreditados e influyentes, con posiciones destacadas en organismos internacionales y en las universidades más prestigiosas del mundo, fundaciones opacas, progresistas e intereses financieros.
Imaginemos que estos líderes y agentes contaran con la ayuda, además de ONG y grupos de activistas, de los medios de información, de tal suerte que sus propuestas, amplificadas por diarios, radios, televisiones y redes sociales, se propagaran con tal intensidad que cualquier crítica resultara casi inaudible, lo cual, con el tiempo, convertiría a una parte sustancial de la opinión pública en vehemente, inasequible al debate y a la indagación.
Y ahora, la pregunta: ¿podría este occidente democrático, y muy especialmente su eslabón más débil, Europa, resistirse a la imposición de un nuevo “Gran salto adelante” de peores consecuencias que el liderado por Mao? Y, en caso de hacerlo, ¿por cuánto tiempo podría resistirse?
Esto no es política ficción, sino la situación presente que David Runciman, jefe del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de Trinity Hall, Cambridge, expone en toda su crudeza con un artículo insidioso, por cuanto aprovecha la “crisis climática” para colocar en la picota los propios fundamentos democráticos.
Runciman, epitome del “experto” que aspira a imponer su idea de progreso, afirma que, en la Gran Bretaña de hoy, resulta impensable unir a los Brexiteers y Remainers, Conservadores y Laboristas. Sin embargo, dice, la activista climática y adolescente Greta Thunberg hizo precisamente eso cuando fue recibida por políticos británicos de todo el espectro político.
En su discurso al Parlamento, Thunberg dijo que hablaba por los niños que habían sido traicionados por políticos y votantes que no habían logrado prevenir el cambio climático. También afirmó que hablaba en nombre de los miles de millones de personas aún no nacidas que “sufrirán los peores episodios de un mundo que se calienta rápidamente”.
Hubiera sido necesario un político muy valiente, añade Runciman, para minimizar “la fuerza moral de este mensaje”. Ninguno de sus interlocutores británicos, desde el líder laborista Jeremy Corbyn, pasando por el conservador Michael Gove, hasta el orador de la Cámara de los Comunes, John Bercow, se atrevió a hacerlo. “Todos aceptaron los cargos presentados contra ellos” y se declararon culpables.
Como jubilosamente sentencia Runciman, la retórica empleada por Greta Thunberg establece una distinción moral entre quienes están del lado del ecologismo radical y quienes lo cuestionan, entre los buenos y los malos. Y para poner rostro a los malvados, remata: “a las generaciones mayores no les importan los intereses de los más jóvenes”.
De esta forma, establece dos falsedades relacionadas entre sí. La primera, que el inminente apocalipsis es un hecho irrefutable. Y la segunda, que sólo los jóvenes son conscientes de esta verdad.
Convertir la distinción entre promotores y críticos del ecologismo radical en una cuestión moral tiene muchas ventajas para los agitadores como Runciman. La más evidente es que se saca el debate del terreno racional, donde lo que cuenta son las evidencias, y no los pánicos morales, reduciéndolo a una sucesión de titulares de prensa donde se establece una distinción amarillista entre el Bien y el Mal. Esto permite controlar a la opinión pública mediante el sentimiento de culpa.
Se trata de una sencilla estrategia que es especialmente eficaz en Europa, porque el colapso moral del Viejo Contienete se articula precisamente mediante el remordimiento y la penitencia, que se refuerzan mutuamente. Los europeos todo lo hicieron mal. Por tanto, se sienten culpables y la penitencia es su consuelo. Por eso los políticos europeos, y no los norteamericanos o asiáticos, son las presas naturales de los discursos iluministas de los ecologistas.
El totalitarismo oculto tras un rostro juvenil
En cuanto a que serían los jóvenes quienes han puesto en marcha la cruzada para la salvación del planeta, es una evidente manipulación. El motor de esta cruzada no es el pensamiento juvenil, sino el pensamiento de los “viejos”. David Runciman no nació ayer, sino en 1967. O, por ejemplo, Dave Foreman, destacado activista del apocalipsis climático, tiene 72 años. Y así sucede, en general, con la mayoría de las mentes pensantes que alimentan la teoría del apocalipsis climático.
Son las utopías de los baby boomers las que están detrás del activismo juvenil. Especialmente, la vieja idea de que un elemento clave del Occidente moderno, su sistema económico, es responsable de los vicios humanos y, por lo tanto, de todos los males que aquejan a la sociedad. Esta suposición errónea es, en la actualidad, una verdad pavloviana para muchos académicos y legisladores que los lleva a culpar a sus propios regímenes, a su propia civilización, por la injusticia en el mundo. Y ahora, también, por apocalipsis climático. Debes dejar de comer carne, debes vivir en una casa mucho más pequeña, debes renunciar al vehículo privado, debes dejar de viajar en avión, debes…
“Mis tres objetivos principales serían reducir la población humana a 100 millones en todo el mundo, destruir la infraestructura industrial y hacer resurgir las zonas silvestres, para que sus especies al completo tomen el mundo.”
Dave Foreman
Cuando Runciman dice que el gran escollo para combatir el cambio climático es el voto de los viejos, porque no están dispuestos a renunciar a su vida, y que, por lo tanto, hay que buscar la manera de cambiar la democracia para trasladar el poder de los votantes a los expertos, en sus palabras se trasluce ese viejo totalitarismo que, hace más de medio siglo, capturó a buena parte de la humanidad, obligándola a dar grandes saltos adelante que terminaron en catástrofes humanitarias.
En realidad, el debate sobre el clima parece importarles muy poco a estos académicos y activistas; de hecho, lo han hecho desaparecer en favor de una religión obligatoria que utiliza el pánico moral como palanca para imponer un nuevo orden cuya esencia es sospechosamente vieja.
Foto: Iván Díaz.
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