Aunque parece estar bastante de moda pontificar sobre el declive de las democracias frente a, por ejemplo, el modelo chino, o ante a la sempiterna cantinela de los antisistema, cualquiera que piense, a la manera de Churchill, que la democracia es el peor sistema de gobierno excluidos todos los demás, debería preguntarse por las causas de que nuestras democracias tengan tantos fallos, aunque eso pudiera servir, al menos en apariencia, para suministrar munición a sus pertinaces rivales autoritarios. Debe quedar claro que esa manera crepuscular de considerar a las democracias dista de ser reciente: entre los centenares de libros no demasiado interesantes que atesoro figura Le Suicide des démocraties, de Claude Julien, director a la sazón de Le Monde, la remonda, de 1972, nada menos. La edad de ciertas modas pasa ya de la cincuentena.
Para hablar de la incompetencia política sin participar en ningún funeral hipócrita convendría partir de dos premisas, la primera es que si la gente quiere progresar y no hay progresos reales es que algo va mal y la segunda es que, si los gobiernos lo hacen mal, o muy mal, y las alternativas no acaban de gozar de apoyo mayoritario… algo falla. Estas dos premisas sirven para sostener con claridad que no conviene confundir los defectos de las políticas, la incompetencia política, con supuestas carencias básicas de las democracias liberales. Como ha dicho alguna vez Fernando Savater no es conveniente juzgar al fútbol a partir de las patadas.
La oposición que solo atiende a crecer en agresividad está dando muestras de su incapacidad para seducir, de que sabe que solo puede llegar a donde quiere a base de poner a los electores entre la espada y la pared, de amenazarles con que si no van al frente serán fusilados (a esto se le llama en ocasiones voto útil)
Es imposible reducir el análisis de las incapacidades políticas a unos cuantos párrafos, de forma que aquí solo se sugieren algunos criterios para calibrar la calidad de las políticas. Es probable que el defecto principal de cualesquiera políticas resida en la capacidad de subversión que conservan los instrumentos con que se ejecutan, en especial, los partidos, las instituciones y la legislación. Como las democracias suponen un potente sistema de legitimación de los poderes que configuran, el principal riesgo aparece cuando estos dejan de estar sometidos a control y se convierten en formas de dominación casi despótica.
La ausencia de control es posible por una doble razón, en primer lugar por el exceso de confianza de los ciudadanos y su escasa capacidad de articular instituciones civiles que puedan ejercer un contrapeso a las tendencias oligárquicas de los líderes políticos y, al tiempo, porque quienes son designados para realizar las funciones de gobierno y/o de control, los representantes políticos, tienden por encima de todo a conservar el estatus que han adquirido y se olvidan con inaudita rapidez de su condición de servidores públicos. Figuras constitucionales como, por ejemplo, la capacidad de adelantar elecciones o la moción de censura pueden perder su legitimidad cuando se emplean por mero interés partidista y se pierde de vista cualquier valor relacionado con el interés general, tal como acaba de señalar Francesc de Carreras. El llamado patriotismo de partido constituye, tal vez, el ejemplo más acabado de esta clase de vicios.
Otro factor decisivo que determina la incapacidad política es dejar de ver el conjunto de las políticas como un instrumento de convivencia para convertirlas en formas camufladas de conflagración, de una guerra de todos contra todos. Cuando la ideología de cada cual se convierte en un dogma que hay que defender no se tarda mucho en procurar la aniquilación del adversario y se olvida que la política es una superación de la guerra, es decir, no puede ser una batalla sin cuartel apenas disimulada en virtud del qué dirán. La oposición que solo atiende a crecer en agresividad está dando muestras de su incapacidad para seducir, de que sabe que solo puede llegar a donde quiere a base de poner a los electores entre la espada y la pared, de amenazarles con que si no van al frente serán fusilados (a esto se le llama en ocasiones voto útil).
La base de este proceso degenerativo está en que los poderes legítimos puedan ejercerse sin un sistema efectivo de rendición de cuentas. En los sistemas de bienestar esta rendición de cuentas ha desaparecido casi por completo y se ha pretendido sustituir por un incremento continuado de la capacidad de gasto público, en la confianza de que muchos electores verán en ese crecimiento una recompensa suficiente a su voto: algo tan absurdo como si los accionistas de una empresa se olvidasen del dividendo o del valor de las acciones y se conformaran con la caja de bombones que se reparten en las juntas generales de accionistas, o con recibir una felicitación personalizada por Navidad.
Cuando se alcanza ese estado de boba confianza del elector, cuyo criterio se ha visto secuestrado por el virus ideológico/partidista, los políticos profesionales pueden empezar a prestar atención preferente a dos asuntos de gran importancia para ellos y de nulo interés para los demás: su posición personal en la pirámide del poder y el provecho económico, suyo y de sus amigos, que pueden sacar del caso. En situaciones de crisis, que hoy son lo habitual, es fácil llegar al extremo de que los poderosos no tengan el menor empacho en hacer lo contrario de lo que prometieron, pues muy pocos y muy raros van a ser quienes alcancen a reprochárselo. Esta es la forma en que la virtud de la política se transmuta en el vicio del camelo.
La consecuencia más grave de este estado de cosas es que los políticos dejan de aprender y las políticas no pueden mejorar. No se aprende de las crisis verdaderas, como la reciente pandemia, que se vuelven a presentar y dan lugar a idénticos errores, y se pierde cualquier capacidad de pensar y realizar proyectos y reformas razonables. En su ausencia, se asiste a una verdadera eclosión de relatos y de eslóganes, pasto para crédulos que, no muy a la larga, se traduce en flatulencias populistas. Los programas se convierten en mentiras sin el menor cálculo y se sugiere que los males de la patria no tienen remedio, de forma que conviene disimular y mirar para otro lado, a las batallas culturales, por ejemplo, escuelas de arribistas, cátedras de necios y demagogos de la peor laya.
El grado superior de incompetencia se produce cuando en los partidos se consagra como único sistema de ascenso el curriculum de militancia, desde la más tierna edad a la cumbre. Quienes proceden de sistemas que favorecen semejante disparate tienden a confundir por completo el instrumento con el problema, su partido con la realidad y así se preocupan, ante todo, de asentar su poder orgánico, descuidando casi por entero cualquier relación con la realidad social que no pase por el tamiz de las decenas de pajes que, a su vez, aspiran a vivir de los réditos de la cercanía y de las esperanzas de sustitución. El clima interno que así se crea es propicio a la intriga, el enredo y la traición, a los odios africanos que, desde fuera, la multitud ingenua es incapaz de comprender, nada que tenga que ver con el mundo ordinario que la política debiera preocuparse de analizar, transformar y perfeccionar.
A la suma de la incompetencia se llega, pues, actuando con cautela y astucia, trepando por la cucaña sin mirar al exterior porque puede producir mareo. Esta clase de lacras puede llegar a corroer el sistema, pero lleva tiempo hacerlo y siempre cabe confiar en que, en medio de semejantes ejercicios de petulancia incompetente, algún ramalazo de realismo desbarate el retablo de maravillas, pero tampoco es fácil, no nos confundamos.
Foto: Khashayar Kouchpeydeh.