El pasado 17 de marzo miles de personas salieron a las calles en España para reclamar unas “pensiones dignas” y todos los convocantes lo hicieron, con mayor o menor prominencia, desde la doctrina de la justicia social. Evidentemente, la mayoría de los defensores de un sistema de pensiones socialmente equitativo y justo lo hacen siguiendo un impulso positivo. Sin embargo, considero bastante probable que la discusión sobre pensiones, en los términos en los que está planteada, desemboque en medidas políticas que reducirán el nivel general de prosperidad y que, por lo tanto, termine aumentando el nivel de vulnerabilidad social y económica de los pensionistas.
En cualquier discurso generado desde el llamado progresismo y basado en la justicia social ya no se trata de cambiar la sociedad en su conjunto para mejor. El único objetivo hoy es el ajuste del statu quo a través de la redistribución. Así, la justicia social esencialmente consiste en un intento de absorber la incertidumbre y los riesgos causados por los procesos de cambio social a través de la seguridad económica y existencial proporcionada por el Estado. Por lo tanto, la demanda de justicia social simplemente equivale a la expansión de «derechos» de todo tipo; ya no es un llamamiento para aumentar la riqueza y el bienestar de todos, se trata únicamente de la redistribución de la riqueza y el bienestar existentes. Como si de la administración de un algo finito se tratase.
Los partidarios de la justicia social y las medidas redistributivas asumen que los ingresos brutos de una nación son una cifra X, independientemente de su distribución
Los partidarios de la justicia social y las medidas redistributivas asumen que los ingresos brutos de una nación son una cifra X, independientemente de su distribución. Es por esta razón que un grupo social sólo puede aumentar sus ingresos en la misma medida que disminuyen los de otro grupo social. Según esta hipótesis, las ganancias de los beneficiarios de las medidas de redistribución son simétricas a las pérdidas de los perjudicados por esas mismas medidas. “Grava al rico para que mejore la situación del no-rico”.
El término «justicia social» tal y como lo entendemos hoy fue utilizado por primera vez en 1840 por el sacerdote siciliano Luigi Taparelli d’Azeglio, según nos cuentan en “La Constitutione Civile Secondo la Giustizia Sociale”, un folleto de Antonio Rosmini-Serbati publicado en 1848. 13 años después, John Stuart Mill en su famoso libro “Utilitarismo” le brindó un prestigio casi canónico para los pensadores modernos:
«La sociedad debería de tratar igualmente bien a los que se lo merecen, es decir, a los que se merecen absolutamente ser tratados igualmente. Este es el más elevado estándar abstracto de justicia social y distributiva; hacia el que todas las instituciones, y los esfuerzos de todos los ciudadanos virtuosos, deberían ser llevadas a convergir en el mayor grado posible«.
Probablemente se trate de la primera vez que aparecen juntos los conceptos de justicia social y justicia redistributiva. Sin duda es loable el afán de Mill, nacido de su concepción de “hombre virtuoso”, que actúa justamente desde su ética y moralidad, tal y como ya definía Aristóteles en su “Ética a Nicómaco”, pero abre las puertas a cualquier forma de economía dirigida y planificada. Pasadas estas ideas de virtuosidad social e individual por el tamiz de la dialéctica materialista comunista ha cristalizado un concepto de justicia social basado en dos ideas motor:
- que la gente está guiada por directivas externas específicas en vez de por reglas de conducta interiorizadas sobre lo que es justo;
- que ningún individuo debe ser considerado responsable por su posición en la sociedad. Afirmar que es responsable sería «echarle la culpa a la víctima». En realidad, la función del concepto de justicia social es echarle la culpa a otro, echarle la culpa «al sistema», echarle la culpa a los que (míticamente) «lo controlan».
A la sombra de la rémora socialista, en la urgencia de encontrar nuevos campos en los que hacer efectivas las máximas marxistas de igualitarismo, control del individuo, colectivismo y justicia social surgen nuevas formas de vasallaje
Y así es como ninguno de los teóricos y políticos del “bienestar social” actuales ha sido capaz de despedirse de sus queridas estructuras mentales, apenas desenmohecidas con los elixires homeopáticos del 68. A la sombra de la rémora socialista, en la urgencia de encontrar nuevos campos en los que hacer efectivas las máximas marxistas de igualitarismo, control del individuo, colectivismo y justicia social, y ante la imposibilidad de volverse de nuevo contra los ricos – aquí casi todos los somos – surgen nuevas formas de vasallaje no menos liberticidas.
La redistribución de riquezas no se logra hoy mediante embargos y asesinatos de estado, basta una política impositiva que permita controlar un número cada vez mayor de individuos y grupos subvencionados, atrapados en la trampa de una solidaridad fingida en tanto que obligatoria. El beneficiado cae ingenuo en el ardid, deja de ser dueño de su destino para convertirse en marioneta de las agencias de trabajo, cifra en las estadísticas de los centros de salud, número en los ministerios de interior y hacienda. Olvida el orgullo y el amor propio para alinearse en la cola de los que esperan, derrotados, la limosna mensual del estado.
El estado es quien decide quién cobra más, quién menos, quién por trabajar y quién por no hacerlo
Ya no son su trabajo, ni su talento, ni su mérito los que otorgan valor a su vida. El estado es quien decide quién cobra más, quién menos, quién por trabajar y quién por no hacerlo. Y si tiene la osadía de ahorrar, tampoco podrá decidir quiénes son beneficiarios de su ahorro cuando fallezca: el estado se encarga, vía impuesto de sucesiones, de designar a los agraciados, mayormente él mismo y su aparato.
En realidad, el tamaño total de la renta nacional sí depende de cómo está distribuida. Cuanto mayores sean los ingresos de un grupo de personas, mayor será su tasa de ahorro con la que financiar nuevas inversiones, de las cuales a su vez depende el stock de capital del sistema económico. La creación de empleos productivos requiere alta inversión, que sólo será posible si existe a disposición el capital requerido para ello.
Por otro lado, la mayor parte del capital generado de los ingresos más bajos se dedica generalmente al consumo. Si el estado redistribuye los ahorros de los “ricos” hacia las carteras de los “no-ricos”, lo que está haciendo es disminuir el ahorro y limitar la capacidad de inversión, al tiempo que favorece el consumo. Pero la capacidad del sistema económico para convertirse en sistema productivo de géneros de consumo depende exclusivamente de su poder inversor. Sólo podemos consumir lo que hemos producido antes.
se aseguran un fondo de votantes alejados de la prosperidad, imposibilitados para alcanzarla, pero que continuarán respondiendo con pancartas, movilizaciones y votos a las llamadas en nombre de la “justicia social”
Aquí encontramos un error fundamental de razonamiento: no es que el crecimiento económico se encuentre desbocado, lo que realmente obstaculiza el desarrollo de la prosperidad general y, en particular, las oportunidades de los trabajadores de bajos salarios para mejorar su nivel de vida, es el crecimiento económico demasiado lento. Los esfuerzos redistributivos de los ingenieros sociales y sus guerreros de la justicia social únicamente contribuyen a frenar el crecimiento económico y reducir considerablemente la capacidad inversora de una sociedad. Un crecimiento económico dinámico es impulsado principalmente por la inversión en investigación y desarrollo y la introducción de nuevos productos y procesos. Los innovadores mejoran la productividad laboral al ofrecer productos nuevos o mejorados a un precio más competitivo. Por lo tanto, la prosperidad general aumenta con precios más bajos lo que a su vez incrementa el poder adquisitivo de los asalariados. Además, el crecimiento impulsado por la inversión crea puestos de trabajo adicionales, lo que puede aumentar el potencial de ingresos… desde los que sería posible diseñar un plan de ahorro más eficiente para los años “plateados” tras el fin de nuestra vida laboral.
Y es precisamente en este contexto, desde el que entendemos por qué las elites políticas están tan interesadas en la «justicia social». En lugar de abordar resueltamente los desafíos económicos reales, prefieren establecerse en una zona cómoda de la microgestión tecnocrática de desigualdades. Dado que la proposición de medidas dirigidas a favorecer a determinados grupos también es muy popular entre muchos votantes, encuentran en esas políticas una forma muy atractiva y escasamente costosa de alcanzar poder. Y mantenerse en él: congelando o dificultando el crecimiento económico vía políticas de redistribución y desde los principios de una muy mal entendida “sostenibilidad” se aseguran un fondo de votantes alejados de la prosperidad, imposibilitados para alcanzarla, pero que continuarán respondiendo con pancartas, movilizaciones y votos a las llamadas en nombre de la “justicia social”, ésa que, como vemos, no es justa, pues no nace de ni anima a la virtud, ni social: impide la prosperidad de grandes grupos sociales.
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