Se oye y se dice con frecuencia que son una generación blanda, no acostumbrada al esfuerzo, que ni estudia ni trabaja. Que es la mejor preparada, con una trayectoria académica repleta de estudios universitarios y de posgrado. Lo cierto es que se les prometió que estudiaran, se formaran a ser posible con un grado universitario, y después con un máster, y que aprendieran idiomas, pero el 40% está en el paro.

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La diversidad es una de esas palabras que forman la jerga del momento, canon del pensamiento actual, con la diversidad de género en su imparable listado de categorías y formatos, y la diversidad de culturas, hoy banderas del nuevo orden. Pero esta diversidad no tiene cabida cuando de la juventud se trata, que se presenta como un todo compacto y homogéneo, un “colectivo” marcado por unos medios de comunicación, una educación y una sociedad.

Confieso que he estado haciendo unas cuantas búsquedas para encontrar documentación sobre “diversidad y jóvenes”, pero salirse de la “diversidad sexual y diversidad cultural” ha sido una heroica tarea, sin apenas resultados. Es fácil de entender las diferencias individuales entre los niños y los adultos, como para no comprender que los jóvenes también son individuos y por tanto diferentes, como personas y como sujetos que piensan y deciden por sí mismos.

La enseñanza no ofrece ni lo que los jóvenes necesitan ni lo que la realidad exige. Unos padres que protegen a sus hijos ante cualquier eventualidad o posible frustración, una escuela que ajena a lo que la realidad demanda y la vida reclama, ha diseñado una burbuja donde estar bien y sentirse a gusto es lo principal

Los jóvenes, a pesar de su evidente diversidad, han sido doblemente engañados, en su casa y en la escuela. Muchos padres entienden que sus hijos no tienen ni deben de pasar por las dificultades que ellos pasaron, que la vida ya les exigirá cuando llegue la ocasión, que son sus hijos, particularmente vulnerables y necesitados de apoyo y bienestar. Y lo más importante, que se tienen que sentir felices.

Por otro lado, la escuela, el instituto, la universidad ya son espacios seguros, en los que la igualdad es el mantra que rige los programas, los contenidos, la enseñanza. Con estándares mínimos de trabajo y esfuerzo, con un sinfín de actividades que sustituyen el tiempo para pensar y aprender, en el que con mucha frecuencia existe un diseño con un carrusel de emociones donde lo divertido desplaza a lo aprendido.

Con la LOGSE empezó la pendiente

Sabemos que el sistema educativo es un sistema fallido, no porque la última ley de educación sea un “dibuja, pinta y colorea”, eso sí, sin salirte de las líneas marcadas, como me señalaba David Cerdá en una conversación tuitera, sino porque ya son décadas de una educación convertida en un todo vale, cuyo justo mérito lo tiene la LOGSE, de triste memoria, como describe con bastante detalle “El fracaso de España es el fracaso de su Educación”.

El anterior sistema de bachillerato, con tres años de B.U.P. y uno de C.O.U, ya fue una rebaja del anterior bachillerato, que distinguía entre “elemental” y “superior”. Las universidades de los 70 y 80 pudieron reclutar a jóvenes y preparados profesores que habían conseguido un alto nivel en sus institutos, lugares de disciplina y esfuerzo. Con la LOGSE el Bachillerato quedó reducido a dos años previos a su entrada en la Universidad. En el sector se conocen las instrucciones de los inspectores de educación y la administración educativa para reducir el número de suspensos, hinchar las notas y permitir numerosos suspensos para pasar la ESO. Un sustancial logro diseñado por una abultado puñado de burócratas: generaciones y generaciones de analfabetos funcionales con un título de graduado.

Paralelamente se untaba cada asignatura, y todas ellas con la llamada transversalidad, recuerden las célebres “cajas rojas”, con educación sexual, educación para la paz, educación para la salud, vial… y así hasta ocho. Con una seguimiento en tutorías, que marcaba el tú a tú de la llamada educación en valores. Estaba instaurado el discurso progre, el que alimentaba y era alimentado por los Marchesi, Coll, Tiana y el séquito de buro-tecnocrátas en la cosa de la enseñanza. A golpe de decreto vertical “de arriba-abajo” se impusieron cientos de horas de cursos y cursillos a todo profesor viviente, no para que enseñara su asignatura, sino para especular sobre las pedagogías del no saber y en eso de cómo motivar para aprender.

Este fracasado modelo, con mucha ideología y poca ciencia tuvo su derivación legal en la LOMCE cargada de “marías”. La LOGSE y sus actuales derivados son un insulto a la calidad conceptual, a toda disciplina intelectual. La obsesión por llenar el aula de cacharrería inútil llamadas nuevas tecnologías, subrayan el horror a la teoría, al saber cultural , con su pleitesía al último artilugio digital.

Aún así, claro que hay estudiantes excelentes, educados, inquietos intelectualmente. Con espíritu de sacrificio y preocupados por su educación. Que han sabido y podido sobrevivir en medio de un ambiente escolar profundamente deteriorado, donde la falta de autoridad y respeto han sido la costumbre. Los modelos de la sociedad adultas son persistentes en la infantilización de la juventud, con un proteccionismo inútil, acompañado del fácil consentimiento sin límites aunque con consecuencias.

Por esto existe una poderosa y necesaria razón para no colocar el foco en los jóvenes como víctimas o como problema, sino como protagonistas. Donde la figura del padre, profesor, educador, tutor y mentor sean referencias en el camino, en el que los jóvenes, aunque no lo pidan ni tan siquiera lo expresen, necesitan y agradecen ese acompañamiento.

Suele ser una constante que la generación siguiente culpabilice a la anterior, que las generaciones más veteranas acaricien la nostálgica tentación de agarrarse al pasado como algo que siempre fue mejor. Lo cómodo y fácil es echar balones fuera, culpar a los jóvenes de lo que son y de lo que no quieren ser. Exigimos como adultos lo que ni damos, ni permitimos. Muchos padres siguen enrocados en que solo quieren lo mejor para sus hijos y que se sientan muy felices. La enseñanza no ofrece ni lo que los jóvenes necesitan ni lo que la realidad exige. Unos padres que protegen a sus hijos ante cualquier eventualidad o posible frustración, una escuela que ajena a lo que la realidad demanda y la vida reclama, ha diseñado una burbuja donde estar bien y sentirse a gusto es lo principal. 

La realidad, una vez más debería marcar lo que debiera ser la escuela, el instituto, la universidad, la familia. Un problema particular de España como recoge el Informe juventud España 2020 es la tasa de jóvenes que abandonan de modo anticipado la educación, (16%), dato que asciende al 20,2%, atención, en el caso de los jóvenes varones, muy por encima de los países de nuestro entorno, como se encarga de señalar la EPA, 2020. Estos datos verifican la brecha que existe entre la sociedad que promete la escuela y la escuela que necesita la sociedad. Sobran títulos, grados, posgrados y universidades que producen oleadas de jóvenes que ocupan puestos de trabajo por debajo de su nivel formativo, y falta incrementar, pero con consistencia y pragmatismo, no con propaganda, una Formación Profesional ajustada a la demanda industrial y económica.

Mientras tanto el paro juvenil supera el 40%, y el futuro inmediato no es prometedor. No hay facilidades para emanciparse, bien porque hay poco trabajo o porque el trabajo que hay no da para marcharse de casa. Desde luego que la respuesta que necesitan los jóvenes no solo está en la familia y en la educación, pero son estas dos referencias las que permiten la construcción de los vínculos necesarios para que los jóvenes afronten su presente con compromiso, y los adultos no lo impidamos.

Foto: Hudson Hintze.


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