Ciertos intelectuales, bastante mediáticos, sostienen que la diferencia entre el patriotismo español y el de otras democracias (de EEUU a Finlandia) es que en éstas el patriotismo implica Orgullo y Vergüenza de lo que hacen tus compatriotas. Y que en España sólo practicamos el patriotismo del Orgullo y no el de la Vergüenza; por tanto, es necesario mantener este sentimiento a raya.

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Pero lo cierto es que en España existe un temor reverencial a cualquier expresión patriótica, un complejo relativamente reciente que comienza con la Transición política de los años 70. No es necesario ser muy perspicaz para percatarse de que, al contrario de lo que sostienen esos intelectuales, lo que se ha impuesto entre los españoles es el patriotismo de la Vergüenza. La mera palabra “España” está fuertemente sujeta a censura o autocensura y su expresión como nación ha constituido uno de los tabúes más terribles… hasta el momento.

Es habitual que muchos intelectuales, artistas, actores, políticos y periodistas españoles hagan desprecio de España

Ha sido habitual que muchos intelectuales, artistas, actores, políticos y periodistas españoles hagan desprecio de España. Unas veces de forma sutil y otras ostentosa. Expresiones tan sonoras como «España de mierda» o «Puta España» son pronunciadas, no por personas corrientes en la intimidad de sus hogares, sino por personajes públicos ante los micrófonos y las cámaras, algo impensable en democracias donde existe un sano patriotismo.

El episodio más reciente lo protagonizaron los cantantes Amaia y Alfred, que representaron a España en el festival de Eurovisión 2018. Amaia aseguró entre risas en una entrevista llevarse al festival el libro titulado ‘España de mierda‘, que le había regalado su pareja. Una chiquillada, seguramente forzada por las expectativas de un entorno donde manda el patriotismo de la Vergüenza; es decir, el antipatriotismo.

Años antes, el ya fallecido actor Pepe Rubianes, en una entrevista en la televisión pública catalana TV3 profirió una frase tan ingeniosa y educada como: «que se metan a España en el puto culo, a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando del campanario; que vayan a cagar a la puta playa con la puta España, que llevo desde que nací con la puta España, vayan a la mierda ya con el país ese y dejen de tocar los cojones«, siendo celebrada por los presentadores del programa.

También el director de cine Fernando Trueba tuvo un «recuerdo» para esa España que le galardonaba con el Premio Nacional de Cinematografía en 2015: «Nunca me he sentido español. Ni cinco minutos de mi vida«, declaró tras recoger el premio y embolsarse los correspondientes 30.000 euros.

Estos son sólo algunos ejemplos extremos. Lo más habitual no es el deprecio o el insulto explícito, sino los sutiles eufemismos con los que se evita pronunciar la palabra España. Así, se suele decir «este país» o «el estado español«, incluso la Selección Española de Fútbol ha pasado a ser «la roja», probablemente para evitar el nombre maldito. Porque desde hace décadas, el concepto de España y sus símbolos, se han convertido en tabú, en elementos políticamente incorrectos, un fenómeno casi imposible de explicar a cualquier extranjero.

Por consiguiente, la corriente de opinión que justifica la represión del patriotismo por asociarlo a un peligroso y falso orgullo se equivoca, no por un pequeño margen de error, sino groseramente. Y yerra especialmente al limitar el patriotismo a esos dos aspectos pues existe un tercero, mucho más racional y fundamental, que en origen otorga sentido a la nación como comunidad de valores e intereses compartidos: el patriotismo de la Ejemplaridad.

El Patriotismo de la Ejemplaridad

Los chimpancés comparten el 99 por 100 del ADN con los seres humanos y son la única especie de primate que realiza incursiones en territorio enemigo, da muerte a los machos y se apropia de las hembras y del territorio. Sin embargo, al contrario que los humanos, un chimpancé no regresa para ayudar a un compañero que está siendo golpeado hasta morir sino que huye.

Según explica Sebastian Junger en War (2011), el valor es un rasgo exclusivo del ser humano, y tiene un sentido evolutivo al traducirse en una recompensa social. Pero la valentía solo aparece tras desarrollarse la capacidad lingüística: los actos de valor de un chimpancé, al igual que los actos de cobardía jamás podrán ser recordados en su grupo.

Cuando nuestros antepasados aprendieron a hablar, comenzaron a relatar historias que convertirían a las personas en responsables de sus actos y que otorgaban al valor una recompensa social

Cuando nuestros antepasados aprendieron a hablar, comenzaron a relatar historias que convertirían a las personas en responsables de sus actos y que otorgaban al valor una recompensa social. Lo que uno hiciera o dejase de hacer ya no sería olvidado, los actos trascenderían el presente, creando un poderoso incentivo para no darse la vuelta y huir mientras otros afrontaban el peligro. Mejor asumir el riesgo de la lucha que exponerse al desprecio y la segregación.

Cuando las comunidades eran pequeñas, cualquier acto de valor se recordaba fácilmente en las reuniones tribales alrededor de una hoguera. Conforme las comunidades se hicieron más amplias e impersonales, las proezas debían ser mayores para trascender los entornos personales. Incluso, en ocasiones, se magnificaban. Pero el fin siguió siendo el mismo: no tanto el reconocimiento o la exaltación del valiente como el ejemplo, la guía para los más jóvenes. Surgió así el patriotismo.

Hasta hace unos sesenta o setenta años, la gloria adjudicada a los héroes era la razón por la que los jóvenes se sentían compelidos a acudir voluntariamente a la guerra o a luchar con entusiasmo si eran enviados involuntariamente. Conforme las sociedades se volvieron más seguras y prósperas, y los ejércitos se especializaron y profesionalizaron, el heroísmo en el combate dejó de servir de inspiración.

Sin embargo, la ejemplaridad permaneció como un valor crucial asociado al patriotismo. Ya no era necesario jugarse la vida para obtener el reconocimiento de la comunidad. Otras cualidades ocuparon su lugar, como el altruismo, la honradez, el esfuerzo y la capacidad de iniciativa. Los salones de la fama se vaciaron de héroes militares y se llenaron de grandes científicos, empresarios, artistas, literatos. Pero el verdadero patriotismo preservó su esencia: no se trataba de que el ciudadano sin méritos hiciera suya la gloria de otros (patriotismo del Orgullo), sino de que se sintiera estimulado a obrar de manera justa y altruista siguiendo el ejemplo de sus más destacados compatriotas .

España como excepción

Este patriotismo de la ejemplaridad, aunque tienda a languidecer, sigue vigente en la mayoría de las sociedades desarrolladas. Sin embargo, en España, lejos de entenderse como un valor positivo, el patriotismo ha tendido a asociarse con aspectos deplorables, salvo cuando se aplica a los nacionalismos regionales: entonces no sólo es aceptable y políticamente correcto sino que se toleran sus formas más extremas, excluyentes y xenófobas.

Todo este despropósito comenzó en la Transición Política que culminó en la Constitución de 1978, proceso en el que Adolfo Suarez y sus camaradas cedieron a cuantos deseos y reivindicaciones planteaban los nacionalistas regionales, con tal de que aceptasen la Monarquía y al rey Juan Carlos. Surgió así un Sistema Autonómico disparatado en el que la idea de España no sólo desapareció en lugares como Cataluña o el País Vasco, oficialmente fue borrándose también en el resto de España mientras se entregaba el poder a oligarquías locales corruptas, que pretendían trocear el territorio y la ciudadanía para engullirlos con mayor facilidad.

La desatinada propaganda de la Transición no tuvo mejor ocurrencia que identificar autonomía territorial con democracia, relegando la palabra España, y sus supuestas connotaciones centralistas, al purgatorio de lo políticamente incorrecto. Se llegó al extremo de que en algunas autonomías ya no es posible para los niños realizar sus estudios en español y en otras es cada vez más difícil.

Mientras los separatismos proliferaban en un caldo de cultivo especialmente propicio, los partidarios de la unidad de España reaccionaron durante décadas de manera acomplejada, sin atreverse a romper el tabú de lo políticamente correcto

Apaño tras apaño, cambalache tras cambalache, al final hemos desembocado en el caos actual, con un independentismo absolutamente descabellado en Cataluña. Los secesionistas no hicieron más que aprovechar todo el impulso disgregador que, sin freno alguno, proporcionaba el marco constitucional.

Pero, y aquí estuvo el tremendo error, mientras los separatismos proliferaban en un caldo de cultivo especialmente propicio, los partidarios de la unidad de España reaccionaron durante décadas de manera acomplejada, sin atreverse a romper el tabú de lo políticamente correcto. En lugar de reivindicar la idea de España, el patriotismo, se declararon defensores de la Constitución.

Muchos de los contrarios al nacionalismo disgregador dieron en llamarse constitucionalistas, defensores del marco legal e institucional, una desafortunada metonimia dirigida a esquivar el término prohibido. Así, durante años, el vocablo Constitución ejerció de sustituto de la palabra tabú: España. Pero la identificación de España con su marco institucional, de la nación con la Constitución, de la comunidad con un marco legal contingente y transitorio, condujo a un falso silogismo de consecuencias demoledoras: percibir como fracaso de España como nación lo que no era más que el descalabro de un disparatado diseño Constitucional.

Cuando la nación cultural es un tabú y la nación política está en manos de oligarquías y grupos de intereses, se produce un vacío, una orfandad que es aprovechada por los nacionalismos regionales. La necesidad que tienen las personas de sentir su pertenencia a un ámbito social más amplio, de encontrar esa ejemplaridad positiva, es entonces aprovechada por los nacionalismos, que rellenaron el vacío creado por la renuncia a España con una nueva identidad. No fue la afirmación de la nación española sino su negación lo que habilitó y exacerbó el secesionismo regional.

La nación Española ha existido durante siglos, aun con todas las diversidades que se quiera. Y sigue existiendo pese al contumaz empeño por llevarla al limbo

Pero la nación Española ha existido durante siglos, aun con todas las diversidades que se quiera. Y sigue existiendo pese al contumaz empeño por llevarla al limbo para, una vez allí, permitir que sea desguazada lentamente. Tal como se ha demostrado con la intentona secesionista en Cataluña: no han sido los políticos sino la gente corriente la que ha recuperado la bandera de España y sus símbolos a pesar del tabú y la autocensura que pesaban sobre ellos.

El sano patriotismo no es ese nacionalismo que vocifera, que afirma la superioridad sobre sus vecinos, que excluye a quien no pertenece a la tribu, que otorga mérito tan sólo por ser o pertenecer. Es aquel que impulsa a aceptar la propia comunidad, a tratar de emular los actos nobles, el que no genera desprecio hacia el extraño. El verdadero patriotismo es generoso, altruista, induce a los ciudadanos a actuar en bien de los demás, de la comunidad, siguiendo el ejemplo de aquellos cuyo comportamiento estuvo marcado por elevadas dosis de valentía y tesón. Lo definió muy bien John F. Kennedy: «no preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregúntate lo que tú puedes hacer por tu país«.


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