Escuchar atentamente las explicaciones de los sindicalistas de clase, como solían llamarse ellos, puede ser un ejercicio fascinante. El nivel de desajuste entre sus razonamientos y la realidad es muy similar al de los nacionalistas exacerbados, y, tal vez por eso, los jefes de CCOO y UGT en Cataluña sean tan complacientes con los supremacistas que se han hecho con el poder político a base de una mezcla de sofismas y supuestos agravios.

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Lo que más llama la atención en todas sus intervenciones es la más absoluta carencia de sentido crítico, una tacha que, todo hay que decirlo, es demasiado común entre el personal político que se ha dejado llevar por la falsa idea de que cualquier política puede reducirse a propaganda y que cualquier propaganda eficaz exige carecer por completo del menor atisbo de duda y, por supuesto, no profesar ningún respeto a la verdad. Los políticos, al menos, procuran ganar los votos de sus adeptos y de vez en cuando tratan de parecer modernos, pero los sindicalistas, con muy escasas excepciones que están en la mente de todos, siguen erre que erre con su manual de quejas y su prontuario de soluciones milagrosas. La realidad les importa un pito.

Esta semana he asistido pasmado a dos apariciones sindicales a cuál más surrealista. El ahora jefe de CCOO ha atribuido la protesta de los agricultores y ganaderos extremeños a la derecha cavernícola, lo que ha resultado tan hilarante que hasta este personaje ha tenido que retractarse, por descontado que con la boca pequeña. Pero lo que ha colmado mi paciencia ante la insolente repetición de medias verdades ha sido una disertación de CCOO en Asturias advirtiendo de lo mal que está el patio laboral, en especial para los jóvenes.

Exigir a toda hora un incremento de derechos y salarios puede ser muy atractivo y engañar a los que crean en la sopa boba, pero cualquiera que haya salido un par de veces de su cueva sabe que el mundo se mueve conforme a competencia y resultados, y que socavarlos con una demanda insistente de mejoras, puede resultar rentable a corto plazo, pero letal a la larga

Para empezar, la constatación llega con alguna década de retraso porque Asturias, que ha sido una de las regiones de mayor influencia sindical de toda España, lleva un ritmo de decrecimiento, despoblación y destrucción de empleo sin apenas parangón. Asturias es la autonomía cuyo PIB ha crecido menos desde la transición (menos de la mitad que el resto de España), ha perdido el 60% de su población (que en España ha crecido casi un 30%) y tiene un 5% menos de puestos de trabajo que a finales de los setenta. Ahora aparece CCOO y dice que la situación es de verdadera emergencia, pero ni se le pasa por la cabeza poner en relación estos hechos con otras causas que las que placen al sindicalismo y que siempre tiene que ver con culpas ajenas.

Cuesta trabajo entender que personas con una cierta formación, como son las que hacen esta clase de estudios para las centrales sindicales, sean incapaces de preguntarse si las políticas que han impulsado los sindicatos, en Asturias y en otras partes, tienen algo que ver con la crisis económica. Absurdo sería cargar la crisis en las exclusivas espaldas de los trabajadores, pero resulta insoportable ver cómo tanto sindicalista solo sabe hablar mal de los empresarios, y de la creación de riqueza, sin reparar ni por un momento en las prácticas sindicales que contribuyen a que las empresas tengan problemas que no tienen cuando en lugar de las centrales sindicales las negociaciones con la patronal las llevan los sindicatos de empresa.

Exigir a toda hora un incremento de derechos y salarios puede ser muy atractivo y engañar a los que crean en la sopa boba, pero cualquiera que haya salido un par de veces de su cueva sabe que el mundo se mueve conforme a competencia y resultados, y que socavarlos con una demanda insistente de mejoras, puede resultar rentable a corto plazo, pero letal a la larga. Una paradoja adicional es que está claro por completo que se consigue un mayor nivel de bienestar, de imperio de la ley y de libertades efectivas si se deja operar al capitalismo y a los mercados que si se encomienda la gestión económica a los Castro y los Maduro de cada lugar, una gente siempre muy dispuesta a controlarlo todo, pero esas verdades suelen estimarse como propaganda imperialista por los listos que dirigen los cotarros sindicales.

Hay que reconocer que los sindicatos españoles han ido moderándose en la práctica, pero parece que en sus análisis no son capaces de renunciar a la retórica igualitarista y absurda que sigue creyendo en la maldad del capital y en la infinita bondad del padrecito Stalin y sus numerosos deudos. En realidad, lo que sucede es que los sindicatos siguen enfeudados en la izquierda política (o al revés) y hasta se contaminan de sus causas más torpes y atropelladas. La gran paradoja es que ese compromiso histórico les va muy bien a sus dirigentes, pero no tanto a aquellos a los que se supone han de defender.

En esto Asturias es también un caso ejemplar, abundan los sindicalistas que ha hecho fortuna y muchos están envueltos en juicios por corrupción muy similares a los ERE andaluces, o por apañar con diversas artimañas dineros destinados a otros menesteres, pero a sus supuestos protegidos no les va demasiado bien, porque hasta CCOO reconoce que 7 de cada 10 jóvenes no encuentran empleo y que existe un éxodo laboral ininterrumpido hacia otras partes de España y, menos, al extranjero.

Cualquiera que no fuese sindicalista tendría que preguntarse lo que esto puede tener que ver con el gran poder que los sindicatos han tenido en Asturias (basándose en una minería que siempre hubo de ser protegida por improductiva) y que ha dado lugar a un fenómeno que es una rareza mundial, a saber, que a medida que se reducía el número de mineros (ahora ya no quedan), aumentaba el poder político de los sindicatos.

La lógica sindical tiende a estar basada en un modelo de suma cero y debiera de adaptarse a esquemas más abiertos, aunque eso suponga renunciar a parte de los privilegios que los supuestos defensores de oficio de los trabajadores sacan de los presupuestos públicos, claro que esto exige trabajar y esforzarse y muchos de nuestros sindicalistas parecen convencidos de que trabajar en lo que sea es, en realidad, una condena, un abuso por parte de los explotadores del que solo saben librarse los más despabilados.

Foto: Comisiones Obreras


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web