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PRÓLOGO

Nunca tres generaciones consecutivas fueron tan afortunadas. Desde los llamados Baby boomers, pasando por los Millennials, hasta la emergente Generación Z, en Occidente hemos disfrutado y seguimos disfrutando de un periodo de paz y prosperidad que, con sus altibajos, se ha mantenido en el tiempo y alcanza ya los tres cuartos de siglo. Sin embargo, cada vez parece pesarnos más el sentimiento pesimista que, combinado con un corrosivo y extraño desasosiego está propagando la creencia de que el colofón a tanta dicha sólo puede ser un desenlace apocalíptico. La Organización Mundial de la Salud estima que en breve la pérdida de la autoestima y el sentimiento de culpabilidad, esto es, la depresión moderna, se convertirán en la segunda causa de discapacidad. Llama la atención el término “moderna”, porque incide en una tipología de la depresión que sería, a lo que parece, exclusiva no ya de nuestro tiempo sino de las sociedades más desarrolladas y que tienen un mayor índice de bienestar.

Paradójicamente, en la República Centroafricana, por ejemplo, no hay margen para la depresión. En este país, donde más de 10.000 niños han sido reclutados como niños soldado, trabajadores forzosos o esclavos sexuales, y donde los homicidios, acceso a armas, crímenes violentos, inestabilidad política y número de personas desplazadas lo sitúan en el top 10 de los países más peligrosos del mundo, la depresión sería un lujo tan inaccesible como pudiera serlo disfrutar de un SUV premium mediante un flexible sistema de renting que tan habitual es en nuestro entorno.

La República Centro africana no es el único lugar del mundo donde la depresión no tendría cabida. A vuelapluma, podríamos citar Sudán, Siria, Irak, Venezuela, Libia, Somalia e, incluso, en la propia Europa, Ucrania, que tiene parte de su territorio afectado por un conflicto bélico alentado desde Rusia. Salvo las excepciones de Venezuela y Ucrania, el denominador común de estos territorios, y otros muchos, asolados por la violencia, la inseguridad y los conflictos es en buena medida la impermeabilidad a la civilización Occidental. Mientras que otros, aparentemente mucho más prósperos y desarrollados, pero que sólo han asimilado de Occidente el desarrollo tecnológico y económico, como es el caso de China, ocultan al mundo los abusos de poder de sus sistemas políticos de acceso restringido. De esta forma, mientras los occidentales se sumen en un pesimismo recalcitrante, proyectando furibundas enmiendas a la totalidad de lo que son e, incluso, asumiendo como propios los desmanes de las sociedades más atrasadas, el discurso político que subterráneamente fluye a través de las potencias emergentes es que “Occidente quiere imponer su sistema en el mundo, sus valores. Quiere hacerlo también en China. Por eso pretende imponer su agenda, con el diálogo siempre vinculado a los derechos humanos. Pero nosotros nos preguntamos por qué. Quizá deberíamos mantener nuestros sistemas, porque el sistema occidental está ya caducado”.

De esta forma, quienes aspiran, desde dentro y desde fuera, a convertirse en el nuevo motor de la Historia, legitiman que las principales leyes o constituciones no salvaguarden los derechos individuales, porque esos derechos serían expresiones discutibles de una forma de ser y hacer que toca a su fin. Y aquí cabe preguntarse qué ocurrirá si la tecnología y la economía se convierten no ya en los valores supremos, sino en los únicos valores vigentes en el futuro. Pero también qué podría suceder si el mundo se sumiera en un esencialismo militante. Porque el empeño en acabar con Occidente como referencia universal no es una expresión unívoca, se ha constituido en una combinación de ideas contradictorias, donde la prosperidad económica y el avance tecnológico sin democracia que abandera China ha de convivir con otras visiones no democráticas antagónicas a cualquier idea de progreso y libertad. Se trata de una alianza de pura necesidad que convierte en compañeros de viaje no sólo a vendedores de crecepelo, sino a países tan distintos como China, Rusia, Turquía, Venezuela o Irán, a los que une el empeño de neutralizar a Occidente, pero que desconfían unos de otros e incluso se tienen por íntimos enemigos. Lo cual hace que, según Occidente se debilita, gravite sobre el futuro de la paz mundial una inquietante incertidumbre.

Entretanto se resuelve el enigma de si nuestra paz será perpetua, estos personajes y potencias, que se muestran convenientemente condescendientes con la ética occidental en los organismos internacionales, pero no la incorporan a sus respectivos dominios, convierten nuestro sentimiento de culpa en un escalpelo con el que agrandan la herida de nuestra autoestima. Así, desde la ONU, por ejemplo, se proyecta una idea de justicia social que adopta diferentes formas y que, curiosamente, hace de los países occidentales su campo de batalla preferente, mientras que las naciones totalitarias quedan sospechosamente al margen. Sin embargo, en este intento de demoler Occidente, y también en el propio milenarismo que hace presa en el ánimo de nuestras sociedades, hay un error de fondo. Nuestra hegemonía civilizatoria ni surgió de forma abrupta, ni se desvanecerá con un sonoro trueno. Es el producto de un espíritu crítico que animó transformaciones laboriosas y complejas, cuyas raíces son más profundas y consistentes de lo que a primera vista parece, incluso a nosotros mismos.

Hasta hace poco los historiadores ordenaban este proceso de transformación en edades, en partes separadas como los capítulos de una novela o las obras que componen una trilogía. Pero, como es el caso de Rodney Stark y su The Victory of Reason (2005), algunos comienzan a sentirse cada vez más disconformes con esta forma de entender nuestra historia y sostienen que la historia medieval europea no es un capítulo; mucho menos un periodo oscuro situado en medio de nada. En realidad, fue el nacimiento de una nueva civilización que tendría una característica insólita: ser dos civilizaciones en una, el Viejo Occidente y el Occidente Moderno. Paradójicamente, calificar la llamada Edad Media como “edad oscura” no fue sólo consecuencia de la falta de información sino también de una percepción equivocada fruto del espíritu crítico intrínseco a Occidente… pero más concretamente de la nostalgia de Francesco Petrarca (1304-1374), precursor del humanismo, que, llevado por la añoranza de la grandeza del Impero Romano, intentó armonizar el legado grecolatino con las ideas del cristianismo haciendo una elipsis de mil años.

Es evidente, sin embargo, que Europa no permaneció mil años atrapada en la oscuridad. Al contrario, ahora sabemos que durante ese largo periodo se forjó el Viejo Occidente cristiano y poco materialista que expresaba una fuerte tensión creadora entre la razón y la fe, y que, al revés de lo que se ha venido sosteniendo, protagonizó grandes avances mediante la razón práctica, pues es en esa llamada edad oscura, y no en el Renacimiento, cuando se plantean por primera vez las grandes cuestiones éticas de la servidumbre y la esclavitud. Y también cuando se crean las primeras universidades, de las que surgirá la ciencia, los primeros parlamentos y otros muchos hallazgos. De ahí emergerá más tarde el Occidente Moderno antitradicionalista, igualitarista, subjetivista y materialista que llega hasta nuestra era. Y aunque pueda parecer contradictorio, cuando rechazamos el legado del Viejo Occidente, por considerarlo equivocadamente contrario a los ideales del racionalismo y la Ilustración, quebramos ese frágil proceso por el que los nuevos descubrimientos se van incorporando paulatinamente al acervo cultural y cada generación toma el legado de la anterior, sus enseñanzas, adaptándolo a los nuevos tiempos.

Quizá fue durante el periodo que va desde el final de la Gran Guerra hasta los años 60 cuando definitivamente disolvimos en el éter una de las principales cualidades de nuestra civilización: la aceptación crítica del pasado, una cultura en permanente evolución, en constante revisión, una sociedad que tomaba lo existente como punto de partida para incorporar elementos nuevos, superando los obsoletos. Desde el momento en que decidimos que la sociedad se construiría partiendo de cero, creyendo que éramos ya lo suficientemente sabios como para recrear el mundo, nos anclamos en un presente continuo, sin pasado ni futuro, sin trascendencia alguna, y caímos en el adanismo y la depresión que marcan a fuego nuestra época.

Y sobre ese adanismo y esa depresión hacen presa quienes aspiran a repartirse el botín de un mundo libre de los ideales occidentales. Sin embargo, existe margen para el optimismo. La tensión y la polarización que padecemos tienen sin duda una lectura muy negativa, pero también demuestran que aún queda energía para el inconformismo, aunque ciertamente muchos no sepan dónde les aprieta el zapato, circunstancia que los planificadores y también los agitadores de masas aprovechan para promocionar determinadas mutaciones ideológicas.

A ratos, cuando los extremos se hacen demasiado grotescos, y el encono entre el Viejo Occidente y el Moderno se vuelve insoportable, detrás de tanta intransigencia parece despuntar el deseo inconsciente del reencuentro. Quizá lo que nos hace falta sean personas sensatas y valientes, dispuestas a conciliar el pasado y el presente, y convertir este deprimente milenarismo en una mirada esperanzada y serena hacia el futuro.

* * *

PARTE I

Transformación

1. La ideología invisible

Resulta cada vez más evidente que la Corrección Política se ha convertido en la mayor amenaza para la libertad desde la eclosión de las ideologías totalitarias en el pasado siglo XX. Sin embargo, se tiende a reducir esta grave amenaza para la sociedad abierta a una convencional confrontación ideológica, donde la Corrección Política sería lo que se ha dado en llamar “marxismo cultural”, estableciéndose así una nítida división izquierda-derecha que tiende a simplificar un fenómeno complejo y entreverado que, como la Hidra, tiene numerosas cabezas. Lo cierto es que el embrión de la Corrección Política no surge de un propósito consciente e ideológico, ni tampoco se puede ubicar su aparición de forma exclusiva entre los años 60 y 70 del anterior siglo, aunque sea a partir de ese periodo cuando se proyecte con fuerza y se convierta —entonces sí— en un fenómeno del que se servirán especialmente determinados agentes políticos para patrimonializar la democracia.

La Corrección Política en su forma más primitiva, como antitradicionalismo militante, negación del pasado y entronización del relativismo, es producto de un trauma que nos conduce más atrás en el tiempo, concretamente al final de la Primera Guerra Mundial. Desde esta nueva ubicación la Corrección Política se nos presenta como una reacción contracultural desordenada, en la que desde el primer momento la deconstrucción de la sexualidad fue uno de sus principales signos distintivos. Para comprobarlo, podemos recurrir a Max Hastings y su libro 1914. El año de la catástrofe (2013) y hacernos una idea de cómo eran las sociedades europeas prebélicas en la década de 1910

“Los jóvenes con bigotes y pipas humeantes, tocados con el inevitable sombrero de paja, impulsando bateas en compañía de chicas de cabello de paje y cuello alto, hacen pensar en un idilio antes de la tormenta. En los círculos de la buena sociedad, incluso el lenguaje estaba terriblemente encorsetado: expresiones como «maldita sea» o «puñetero» eran intolerables, y no se oían voces más fuertes entre hombres ni mujeres, salvo en un contexto muy personal. «Decente» era un elogio de primer orden; «desvergonzado» representaba una condena inapelable.”

A continuación, si recurrimos a Stefan Zweig y su libro El mundo de ayer (1942), descubriremos el ambiente transgresor en el que se había sumido la juventud vienesa de la posguerra tan sólo una década después. Un ambiente que se reproducía de manera similar en otras ciudades europeas

“Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias.”    

Esta reacción de rechazo a lo tradicional, a las convenciones de un mundo preexistente, no tiene un origen ideológico marxista. Su naturaleza es emocional, psicológica, casi instintiva: incapaces de superar el trauma de la guerra, los jóvenes reusaron asumir cualquier responsabilidad en lo sucedido y decidieron endosarla íntegra a sus mayores. Una decisión controvertida, habida cuenta de que uno de los catalizadores del conflicto fue el exceso de confianza de la juventud acomodada y burguesa que, deseosa de demostrar su valía, alentó el conflicto con exaltadas demostraciones de patriotismo, e incluso amenazó con amotinarse si sus gobiernos se comportaban de forma pusilánime.

La renuncia a la responsabilidad

Como explica Frank Furedi en First World War: Still No End in Sight (2014), una característica única de este conflicto fue el entusiasmo generalizado con el que el público saludó su aparición. Que tantos ciudadanos europeos se sintieran compelidos a impulsar a sus naciones hacia la guerra es algo estrechamente relacionado con el espíritu de la época. Las sociedades europeas estaban impregnadas de la vaga percepción de una vida carente de dirección y propósito. El anhelo de significado por parte de millones de personas distanciadas del mundo que habitaban llevó a muchos a considerar la guerra como un medio a través del cual su vida podría afirmarse. La causa que abrazaron fue la de una «forma de vida», razón por la cual la propaganda alemana se refirió a ella como una «guerra de culturas». Esta necesidad de reafirmación se manifestó con especial intensidad en buena parte de la juventud europea que, llevada por un irreflexivo entusiasmo, vio la guerra como un suceso dinamizador y purificador, el acontecimiento que daría sentido y finalidad a su existencia.

La juventud europea de la década de 1910 era beneficiaria de un periodo de creciente prosperidad y de relativa paz, muchos sólo conocían la guerra por referencias literarias o por noticias sobre conflictos fronterizos o por guerras coloniales, donde el poder de los ejércitos europeos resultaba incontestable y sus victorias se celebraban como triunfos deportivos. Demasiado lejanas para ellos las cruentas campañas napoleónicas de principios del siglo XIX, las guerras continentales sobre las que tenían un conocimiento más cercano habían sido enfrentamientos que no llegaron a prolongarse más de un año, como la Guerra franco-prusiana, que se libró del 19 de julio de 1870 al 10 de mayo de 1871, y que careció de los medios para la aniquilación a gran escala que la Revolución Industrial iba a proporcionar a los ejércitos del siglo XX. Los hijos de la pujante burguesía europea tenían una visión romántica y festiva de la guerra. Daban por supuesto que el nuevo conflicto consistiría en un vistoso desfile militar, una oportunidad para demostrar su valía y realizar hazañas dignas de ser noveladas. Pero, sobre todo, estaban convencidos de que la guerra no se prolongaría más allá de unos pocos meses. Cuando se declaró formalmente el 28 de julio de 1914, creían firmemente que estarían de vuelta para celebrar la Navidad cuatro meses más tarde. Existen numerosas referencias que así lo apuntan, como esta del sociólogo y escritor Jean Echenoz, en la que se combina el ambiente festivo en el que se inició la guerra con la creencia de que ésta sería muy breve

“Sombreros, bufandas, ramilletes, pañuelos, se agitaban en todas direcciones, algunos introducían cestas de comida por las ventanillas de los vagones, otros estrechaban en sus brazos a sus retoños, los ancianos y las parejas se abrazaban, las lágrimas inundaban los estribos, como puede apreciarse actualmente en París en el vasto fresco de Albert Herter, en el vestíbulo Alsace de la gare de l’Est. Pero en general la gente sonreía confiada, pues a todas luces aquello duraría poco, regresarían enseguida”

Pero la Gran guerra ni fue breve ni fue un jubiloso paseo militar. Concluyó, en efecto, a tiempo para celebrar la Navidad, concretamente el 11 de noviembre… pero cuatro años más tarde, en 1918. El músculo desarrollado por las potencias europeas durante el largo periodo de paz y prosperidad que precedió a la guerra, los avances tecnológicos y la nueva capacidad industrial convirtieron aquel conflicto bélico en una larga y colosal matanza. Cuando finalizó, los eufóricos jóvenes que lograron regresar vivos lo hicieron prematuramente envejecidos. Afectados por una profunda depresión, se mostraron incapaces de sobreponerse al trauma de la guerra y concluyeron que habían sido engañados y llevados al matadero por un “mundo viejo” gobernado por ancianos.

Esta perentoria necesidad de encontrar un culpable y tranquilizar sus conciencias está en el origen de la reacción contracultural, embrión de la Corrección Política, que siguió al armisticio. La incapacidad para asimilar lo sucedido se tradujo en estupefacción y amnesia selectiva. Olvidaron la euforia prebélica, la exaltación del patriotismo y de las propias virtudes con las que anticiparon el derroche de valor que, creían, asombraría al mundo. Entonces se habían mostrado dispuestos a pagar cualquier precio con tal de ganarse su lugar en la historia, su momento de gloria. Pero cuando se desencadenó el cataclismo y la realidad se lo cobró puntualmente, hasta la última gota de sangre, olvidaron sus promesas y se erigieron en víctimas. A lo sumo, reconocieron haber pecado de ingenuos, de haberse dejado embaucar por unos gobiernos insaciables, pero rechazaron de plano asumir las consecuencias de su propia vehemencia. De repente, ellos, que se habían postulado como héroes y reclamado su sitio en la mesa de los adultos, que por propia voluntad no sólo se comprometieron al sacrificio, sino que lo instigaron sin medida, lo negaron todo. Esta renuncia a asumir las consecuencias de sus actos y su rechazo de última hora a la amarga madurez que antes habían reclamado con furia constituye el primer episodio de una afección exclusiva de Occidente que es consustancial a la Corrección Política: la infantilización. Décadas más tarde, en los años 60, la infantilización se convertirá en una afección característica de las sociedades desarrolladas que alcanzará niveles críticos en el presente.

Gramsci y la Escuela de Fráncfort

Uno de los mitos que contribuye a ocultar el origen de la Corrección Política es el construido alrededor de la figura de Antonio Gramsci. Un personaje al que tanto los marxistas, necesitados de nuevos referentes, como algunos conservadores, han otorgado una relevancia excesiva. En general, la memoria colectiva tiende a simplificar los grandes sucesos, adjudicando todo el mérito a unos pocos nombres propios. Así, por ejemplo, a lo largo de la historia muchos guerreros y jefes militares han pasado a ser recordados como infalibles estrategas, atribuyendo sólo a sus brillantes planes las más espectaculares victorias. Sin embargo, hasta los más deslumbrantes éxitos tienen un fuerte componente de azar y oportunismo.

Del mismo modo que sucede con estos personajes, se atribuye a Antonio Gramsci el mérito del surgimiento de la Corrección Política entendida como marxismo cultural. Se argumenta para ello que sus ideas penetraron en las universidades durante la década de los 60 y que fue un referente del Eurocomunismo de 1970. Pero el hallazgo relevante de Gramsci, colocar las instituciones culturales en la diana de la agenda revolucionaria, es una idea que nace separada de la Corrección Política, ésta última hunde sus raíces en el trauma de la Primera Guerra Mundial. Gramsci era un marxista esencialmente ortodoxo, siempre estuvo muy lejos de descubrir la verdadera contribución de la Corrección Política a la izquierda: la sustitución de la conciencia de clase por la de la identidad. Lo que sí puso en evidencia el político italiano es el oportunismo marxista, la habilidad de sus ideólogos para adaptarse a las circunstancias e instrumentalizar los fenómenos sociales del presente para alcanzar el poder, una tradición que inauguró Vladimir Ilyich Lenin con la Revolución Rusa, como explica Paul Johnson en Tiempos modernos (1983). En realidad, cuando Gramsci propone la creación de una élite de intelectuales que aúnen la teoría y la práctica, lo que anima, aun sin saberlo, es la constitución de un núcleo de pensadores cuya misión será convertir las contingencias y fenómenos sociales en oportunidades para ganar el poder. Esta estrategia de adaptación al medio será asumida por el Eurocomunismo que, para infiltrarse en las instituciones democráticas, irá arrumbando los viejos dogmas marxistas e incorporando otros nuevos.

Además de Gramsci, otro de los mitos que sirven para reducir la Corrección Política a marxismo cultural es el de la Escuela de Fráncfort, un título que equivocadamente se ha asociado a una línea de pensamiento monolítica y sin discontinuidad. Es cierto que esta institución fue la primera institución académica de Alemania que abrazó sin tapujos las ideas marxistas, pero no menos cierto es que sus miembros provenían de ámbitos y tendencias muy dispares y que las discrepancias entre ellos eran una constante. A la leyenda de la Escuela de Fráncfort contribuye el hecho de que la mayoría de sus miembros de origen judío tuviera que abandonar Alemania y emigrar a los Estados Unidos durante el régimen nazi, circunstancia que ha servido para establecer la idea de que el llamado marxismo cultural fue exportado de Europa a los Estados Unidos y que, más tarde, fue devuelto al Viejo Continente corregido y aumentado. Sin embargo, la reacción contracultural norteamericana, al igual que la europea, tiene su origen en otro trauma bélico: la Guerra de Vietnam. Este conflicto fue el catalizador de movimientos contestatarios que, en poco tiempo, degeneraron en furiosas reacciones contraculturales.

En la década crítica de los años 60, cuando la Corrección Política se manifiesta en la forma que hoy la conocemos, de los exponentes de la Escuela de Fráncfort fueron Herbert Marcuse y Erich Fromm quienes intentaron dar un sentido profundo al nuevo estado de ánimo que parecía emerger en la sociedad. Tanto El hombre unidimensional, de Marcuse, (1964) como Del tener al ser, de Fromm, (1976) eran, en efecto, textos en línea con la creciente agitación social, pero no fueron sus guías. Aunque se trataba de teorías brillantes, no eran la génesis de la Corrección Política: surgieron en paralelo, tratando de otorgar sentido y finalidad, de dar fundamento y, quizá, utilidad a fenómenos que en realidad eran preexistentes. Marcuse se convirtió en el héroe de los activistas universitarios no porque liderara sus reivindicaciones, sino porque les otorgaba un sentido profundo del que en realidad carecían en su origen. Eros y la civilización, publicado en 1955, y El hombre unidimensional, publicado en 1964, fueron la cámara de eco del movimiento estudiantil. Su disposición a hablar en las protestas estudiantiles le supuso ser reconocido como «El padre de la Nueva Izquierda», sin embargo, nunca se sintió conforme con este papel.

Otros integrantes de la Escuela de Fráncfort, como Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, se mantuvieron alejados de las reivindicaciones juveniles de la época. Como explica Mario Farina en Adorno Teoría crítica y pensamiento negativo (2016), para Adorno, el modo violento en que el movimiento estudiantil se enfrentaba a las instituciones universitarias, junto con el carácter frecuentemente libertario y burgués de sus reivindicaciones, era inaceptable. En su opinión, las consignas de los estudiantes remitían a una cultura libertaria, originariamente enraizada en el liberalismo, pero escindida en los años 40, que invocaba la libertad de expresión y perseguía la destrucción de las instituciones. Que Adorno fuera marxista no significaba que fuera estúpido: advirtió que desmantelar la tradición sin sustituirla por algo mejor, sin crear un círculo virtuoso de la cultura, conduciría al caos. No obstante, para algunos el acoso al que sometieron a Adorno las feministas, con acciones como desnudarse de cintura para arriba y mostrar sus senos en sus clases (Busenaktion), fue una suerte de justicia poética: la metáfora del creador devorado por su propia criatura. Pero es una interpretación equivocada. La Corrección Política nunca fue una criatura de Adorno, como tampoco lo fue de Gramsci, Marcuse, Fromm o Horkheimer. Ninguno de ellos fue su padre. En algunos casos, a lo sumo, actuaron como sus encofradores, embelleciendo un entramado de pulsiones que carecía de finalidad más allá de demoler el orden social.

Una ideología con vida propia

Además de quienes tienden a reducir la Corrección Política a marxismo cultural, existen también los que relativizan su importancia, afirmando que la Corrección Política siempre ha existido. Aluden al puritanismo y los tabúes del pasado, estableciendo una falsa continuidad histórica con un fenómeno que en realidad es relativamente nuevo y que poco tiene que ver con la forma en que las sociedades occidentales habían venido evolucionando. En el pasado los tabúes y convenciones se construían con el tiempo, de manera lenta y laboriosa. Según las sociedades avanzaban y cambiaban, las reglas desaparecían de forma gradual, dando paso a nuevas convenciones que previamente debían demostrar una cierta utilidad. Estas reglas, mejores o peores, resultaban claras, previsibles y estables. No cambiaban bruscamente ni se desechaban alegremente, tampoco se desdoblaban en nuevas reglas incompatibles unas con otras. Por el contrario, la Corrección Política es intrínsecamente incoherente, genera de manera constante nuevas reglas contradictorias entre sí, cuya utilidad es cuestionable, cuando no inexistente. Estas reglas, lejos de desaparecer gradualmente, se dividen y multiplican en un proceso de mutación sobre el que la sociedad apenas tiene control. Tampoco lo tienen las élites ni los partidos políticos, aunque pueda parecerlo. Estos se limitan o bien a instrumentalizar la Corrección Política, para obtener beneficios y alcanzar el poder o, en su defecto, siguen su estela para sobrevivir a sus vertiginosos cambios y reglas draconianas.

La cualidad de mutación de la Corrección Política se puede apreciar con extraordinaria nitidez en la revolución feminista de principios de la década de 1960, un proceso que rápidamente escapó al control de sus ideólogos. Ya en los años 70 se produjo la primera mutación. El feminismo se dividió en dos grupos antagónicos: el feminismo radical (Radfem) y el feminismo liberal (Libfem), esto es, el feminismo de la igualdad y el de la diferencia. Más tarde surgió el transfeminismo (Transfem), que entiende el género como un sistema de poder que produce, controla y limita los cuerpos. A su vez, este transfeminismo dio lugar a la aparición del feminismo radical y transexclusivista (Terf, en sus siglas en inglés) que es su antagonista. Así, además de la misoginia, aparece también la transmisoginia, es decir, feministas transfóbas que rechazan a las mujeres transgénero. Así, paso a paso, mutación a mutación, la revolución feminista ha derivado en un proceso caótico, donde las sucesivas identidades se desdoblan a su vez en otras nuevas que resultan antagónicas.

La deconstrucción de la izquierda

Al identificar la Corrección Política como una criatura creada y dominada por la izquierda lo que se consigue es que los cada vez más numerosos grupos que la promueven puedan asociar su rechazo a la traición ideológica. De esta forma convierten a la izquierda clásica en una caricatura y en rehén de sus intereses. Quienes desde la izquierda critiquen cualquiera de los dogmas políticamente correctos son acusados de no ser verdaderos progresistas y, en consecuencia, señalados y perseguidos, lo que disuade cualquier reacción desde la propia izquierda. Lo estamos comprobando con aquellos casos en los que sus víctimas no son personajes conservadores o de derechas, sino de izquierdas.

El fenómeno de la Corrección Política es extremadamente complejo y cada cual puede tener su propia idea sobre su origen y naturaleza, sin embargo, limitarse a etiquetar de marxismo cultural este enrevesado proceso de control social, del que hoy se aprovechan indistintamente el poder económico y el poder político, mercantilistas y colectivistas, gobiernos progresistas y presuntamente conservadores, no parece tener demasiado sentido, incluso puede resultar contraproducente porque coloca el foco exclusivamente en el viejo marxismo, en la tradicional confrontación izquierda-derecha que ya no se expresa con la claridad de antaño, dejando todo lo demás entre tinieblas. Como fenómeno tiene características novedosas e inquietantes, como su cualidad de mutación y la capacidad de distorsionar la realidad. Lo cierto es que la Corrección Política es como un virus que se propaga por y desde todas partes, también desde posiciones a priori sustitutivas del marxismo, como intentaré demostrar en el siguiente capítulo.

Así pues, nos enfrentamos a un nuevo y temible totalitarismo, una ideología invisible, líquida y polimórfica que desborda las tradicionales fronteras ideológicas. Un monstruo con vida propia que apela a las emociones y no a la razón, a las ensoñaciones y no a la realidad, que promete proporcionar aquello que cada uno desee, aunque sea una identidad imposible. Incrustado dentro del propio poder, compra voluntades, proporciona prebendas a quienes son sus cómplices… y castiga con la muerte civil a quienes lo desafían.

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Foto: La tregua navideña de la Primera Guerra Mundial. Soldados británicos y alemanes en Ploegsteert, Bélgica.