Siempre me han encantado las películas de terror. Era tal mi gusto que siendo bastante pequeño trataba de ver algún clásico que televisasen; era un comportamiento contradictorio, pues sufría como un masoquista viendo aquello que me generaba una curiosidad tremenda. Ver para no ver. Así pasaba, que Pesadilla en Elm Street, Viernes 13La matanza de Texas o El día de la bestia se compaginaban chistosamente con series como DoraemonWilly Fog o Los mosqueperros. Me fascinaba el espectáculo del terror, cómo estabas tan tranquilo y después de ver una película de miedo esa noche no pegabas ojo. Observaba esas películas desde abajo hacia arriba, como el niño que era (y la estatura remarcaba). Era lo desconocido y peligroso lo que movía mis entrañas, y esos monstruos cinematográficos eran semejantes a ídolos con los que identificaba una parte de mi personalidad infantil que absolutizaba: desconocimiento y miedo a un mundo que no controlaba. Para curiosos, sigo viendo películas de terror, pero me resultan insoportables los telediarios: es terror del malo.

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Las personas estamos constantemente buscando ídolos por la simple imitación. El crecimiento de la televisión y el cine favoreció la explosión de ese comportamiento; si antes se vendían seres humanos en la esclavitud ahora se venden personas en el espectáculo. Nos resulta muy sencillo ver a cada individuo con la misma monotonía que escuchar un abecedario, tantas caras en la calle y ninguna a la vez. Pero lo difícil es ver a una persona destacar, sujetar a pulso una palabra que posee y domina (bellezainteligenciadinero) lo que genera admiración y ganas de emular o atraer. Creamos así alternativas a lo real, posibilidades de no ser como somos realmente hoy y ser otra cosa que en verdad somos y lo demostraremos mañana, y nos autoengañamos en ese sentido de cambio, viendo quiénes podemos ser.

No podemos ser quienes somos si siempre imitamos a los demás; no podemos ser quienes somos si nuestra identidad se fusiona en un colectivo. O como una vez escuché en boca de una madre, «si te juntas con idiotas dejas de ser mi hijo»

Woody Allen, en su película Zelig (1983), interpreta a un hombre que imita la personalidad de otros para esconderse y huir de él mismo. La película reincide mucho en esta idea, de modo que cuando el protagonista está con gordos, Woody Allen es gordo; cuando está con médicos, él es médico; cuando está con negros, él es negro; cuando está con judíos, es judío. Es su superpoder, transformarse; con razón se llama Zelig, que en yiddish significa bendito. Es ese superpoder lo que le permitirá llevar a cabo una hazaña que logrará hacerle famoso y que su país le vitoree. Zelig es un espectáculo, un ídolo, se transforma en una palabra exitosa y las masas se transforman con él.

La sobreexposición de internet es un espectáculo más, y los ídolos abundan. El principal inconveniente es que esa admiración masificada elimina una de las pocas “esencias” nuestras: somos sujetos limitados, y eso pasa tanto con el admirado (cumplimiento de expectativas) como con quien admira (necesidad de reflejo). No podemos ser quienes somos si siempre imitamos a los demás; no podemos ser quienes somos si nuestra identidad se fusiona en un colectivo. O como una vez escuché en boca de una madre, si te juntas con idiotas dejas de ser mi hijo. Acabamos, como Zelig, siendo algo que no somos.

De pequeño veía películas de terror y me gustaban no porque yo fuese un asesino y tramase delitos (o al menos no hay pruebas de ello), sino porque creo que quería exponerme a mí mismo, mis inseguridades y yo. Pasaba un miedo de mil diablos, pero esa falta de control lo solucionaba buscando yo mismo formas de gestión de esa falta, y si no podía entonces esa noche dormía con mis padres, a quienes pedía ayuda. Siempre será eso preferible a exponer nuestras inseguridades a otros que no nos conocen; un conocimiento que requiere tiempo y prácticamente amistad, y pocos nos darán las dos.

La mentira del ídolo y el espectáculo es un comportamiento habitual y necesario, lleno de máscaras y autoengaños, tan fundamental para buscarnos a nosotros mismos en medio de las expectativas, el deseo y la supervivencia, exponiendo una identidad nuestra que tiene que calibrar primero su inseguridad fuera de los focos y el teatro social.

Foto: Richard Ciraulo.


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