Este pasado viernes se hizo público el fallo del Tribunal Supremo sobre uno de los casos más mediatizado e instrumentalizado políticamente de los últimos años: La Manada.

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Aunque los fundamentos jurídicos que han llevado al Supremo a condenar a los acusados por un delito de agresión sexual (violación) y a aumentar la pena de 9 a 15 años son aún desconocidos, la mera publicación de la parte dispositiva de la sentencia ya ha servido para evidenciar que, desde que se conoció la primera sentencia por la Audiencia Provincial de Navarra en 2016, la clase política nos ha estado mintiendo.

Se retorció y tergiversó el contenido de aquella sentencia para crear una reacción emocional en el electorado que germinase en una alarma social que pudieran rentabilizar electoralmente, a conveniencia. De súbito, políticos que habían detentado competencias legislativas en el pasado, se erigían en voluntariosos y desinteresados adalides en la defensa de las mujeres víctimas de delitos sexuales frente a un sistema legislativo y judicial hostil, sustentador de una sociedad patriarcal que procura la impunidad de los delincuentes, y del que señalaban como únicos responsables a jueces, magistrados, fiscales y, por qué no, a los abogados defensores.

Se articularon irresponsables campañas institucionales para instaurar la creencia de que el sexo no consentido no está tipificado como delito en nuestro país porque “sólo sí es sí”, insistiendo en la necesidad de reformar urgentemente el Código Penal para adaptar nuestra legislación al Convenio de Estambul y posibilitar que casos como el de La Manada pudieran en el futuro ser considerados violación.

Esta sentencia ha resultado ser un detector infalible de sus mentiras y ha evidenciado que no tienen reparos en jugar con nuestra convivencia y poner en riesgo los pilares que sustentan nuestro modelo de civilización

Se cuestionó la presunción de inocencia para estos delitos y se insinuó una posible inversión de la carga de la prueba en materia de consentimiento. E incluso se manipuló la situación procesal de los acusados, en prisión provisional a la espera de sentencia firme, para hacernos creer que sus actos habían quedado impunes, silenciando oportunamente que sobre ellos pesaba ya una condena de 9 años de prisión.

Pero, de pronto, la Sala Segunda del Tribunal Supremo acuerda, con fundamento en ese mismo Código Penal que los políticos afirmaban estaba necesitado de una reforma urgente, y con arreglo a una consolidada jurisprudencia emanada de un Tribunal supuestamente patriarcal, calificar los hechos como violación y condenar a los acusados a 15 años de prisión.

Y esos mismos políticos que durante tres años han señalado a la ley y al sistema judicial en su conjunto como responsables de todos los males, lejos de disculparse, intentan apuntarse como un éxito propio una sentencia que, hasta este pasado viernes, afirmaban que era imposible que se dictase en nuestro país. Una sentencia cuyos razonamientos ni conocen, ni entienden, ni tienen interés alguno en comprender más allá de los réditos electorales más inmediatos.

De la irresponsabilidad de crear una alarma social en torno a nuestra legislación en materia de delitos sexuales y la actuación del poder judicial frente a estos delitos, han pasado a patrimonializar la sentencia y a afirmar que la misma obedece a presiones políticas y/o callejeras sobre los tribunales.

La vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, encantada de liderar la campaña electoral socialista del patrimonialización del feminismo, llegó a afirmar en Twitter que la sentencia del Supremo reconocía la credibilidad de la víctima y se ajustaba a la reforma legal propuesta por el Gobierno, lo cual es una barbaridad jurídica de proporciones transoceánicas que, pronunciada por una doctora en Derecho Constitucional, adquiere tintes surrealistas:

primero, porque ninguna de las sentencias anteriores cuestionó la credibilidad de la víctima (de hecho, en las mismas, se hace referencia expresa a su credibilidad), y por ello se condenó a los acusados a 9 años de prisión.

Segundo, porque la verdadera cuestión jurídica que se ha dirimido en este caso es la de si los hechos debían ser calificados como agresión sexual (violación) o abuso sexual, ambas figuras jurídicas ya articuladas en el Código Penal. Hubiera resultado imposible de otro modo condenar a los miembros de La Manada por violación si dicho delito no estuviese previamente tipificado.

Efectivamente, los tribunales penales ni pueden sentenciar en base a modificaciones legislativas aún no vigentes propuestas por Gobiernos, ni pueden legislar creando tipos penales nuevos. España es un Estado de Derecho democrático y garantista, y ello implica que el ius puniendi del Estado se ejerce con sometimiento, entre otros, a los principios de legalidad y de seguridad jurídica. Que la protección y amparo a las víctimas de delitos no está reñido con la presunción de inocencia y con un proceso con todas las garantías ante un poder judicial independiente del poder político. Que la separación de poderes determina que las sentencias se dicten conforme a derecho y no obedeciendo a presiones del poder político, tanto directas como indirectas, esto es, camufladas de alarmas sociales infundadas, creadas y potenciadas por ese mismo poder político.

Todos estos principios y valores son un tesoro que los ciudadanos tenemos que esforzarnos en proteger, exigiendo a nuestros políticos que no lo utilicen ni manipulen en sus juegos electorales si quieren ser merecedores de nuestro voto. Esta sentencia ha resultado ser un detector infalible de sus mentiras y ha evidenciado que no tienen reparos en jugar con nuestra convivencia y poner en riesgo los pilares que sustentan nuestro modelo de civilización. Ahora la pelota está en nuestro tejado.

Foto: CANVALCA


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