Se acerca el día de la madre. Desde que existen las redes sociales se ha extendido la costumbre de poner fotos de las propias madres en nuestras publicaciones, sin importar que los “hijitos” en cuestión peinemos canas y estemos más próximos a la jubilación que a la graduación. Resulta paradójico que las redes se plaguen de panegíricos de madres a sabiendas de que las señoras agasajadas ni tienen redes sociales ni saben que se están difundiendo sus imágenes y siendo objeto de likes y alabanzas de desconocidos entregados a la causa. Cuánto bien haríamos si, en lugar de “presumir” de madre en twitter -o poner fotos nuestras con ella como excusa tanto para lucir palmito como para destacar lo buenos hijos/as que somos-, les dijéramos en persona el bien que nos hacen y lo felices que estamos de ser sus hijos. Pero ya saben, lo que no se exhibe, no existe.

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Como madre de tres hijos que soy y pese a que me considero una privilegiada en mi maternidad por los apoyos que he tenido y tengo, me sonrío todos los años cuando leo los periódicos y los telediarios dando noticias un poco naíf sobre este día. Reflexiono para mis adentros y pienso en la cantidad de imposiciones sociales y culturales que tenemos las madres. Porque ser madre es bastante difícil, salvo que te equipes de grandes dosis de resbalismo, que, a las edades en las que las mujeres nos dedicamos a procrear, no suele abundar. Es cierto que nuestras madres y abuelas lo tuvieron bastante más difícil que nosotras en muchos aspectos, ya que antes había una elevada tasa de mortalidad infantil, altas probabilidades de fallecer en el parto y mayores dificultades económicas, pero cada época tiene sus cosillas. “Cada día tiene su afán”, que dice un amigo mío aragonés con mucha gracia para los refranes.

Qué tiempos aquellos en los que en el Paleolítico se adoraba a la Venus de Willendorf, como representación de la Madre Tierra. Aquellos homínidos estaban poco evolucionados, pero tenían bastante claro dónde estaba la riqueza de su pueblo

Ser madre es algo que te meten en la cabeza desde que naces, como si no tener hijos fuera fracasar como mujer. Todo lo que rodea a la acción de procrear es como si fuera patrimonio de la humanidad. Como siempre digo entre mis amigos, una vez que te quedas embarazada y lo comunicas, tu cuerpo deja de ser tuyo para empezar a ser de tu familia, de tus vecinos y hasta de una señora que se sienta a tu lado en el metro. “No deberías hacer eso”, “siéntate, que no es bueno que camines tanto”, “come de esto que es nutritivo para el niño”… si no fuera porque el Código Penal es un poco tiquismiquis para algunas cosas, en ocasiones he estado tentada de abofetear a los desconocidos que se creen con derecho a decirte qué tienes que hacer y cómo. Eso sí: no les busques después para que te ayuden a criar al bebé o, simplemente, para que soporten sus llantos, porque, una vez que en niño nace, ya es cosa tuya y toca molestar a otra.

Deberíamos ser lo suficientemente respetuosos y evolucionados como sociedad para apoyar y respetar la decisión individual de no tener hijos sin que por ello se nos marque con carteles estereotipados igualmente lastradores, algo que no se hace con los varones, por cierto. Ser madre parece ser una obligación. Cuando comienzas la vida en pareja todo el mundo te pregunta que para cuándo el niño. Si dices que no quieres tener hijos, te darán la murga una y otra vez preguntándote por qué, mientras en corrillos privados te llamarán egoísta. Si pasado un tiempo no has tenido descendencia, sin ningún pudor te preguntarán si es que no puedes tener niños, te avisarán de que “se te va a pasar el arroz”, o las dos cosas. Si los tienes, que para cuándo el segundo. Si decides tener un tercero o cuarto, que si eres una “coneja”. Da igual lo que hagas: la decisión de ser madre es algo que socialmente parece no pertenecerte.

La naturaleza es tan cabrona, además, que otorga a las mujeres el esplendor de la fertilidad en los años en los que aún nos estamos formando o estamos tratando de encontrar una estabilidad laboral y afectiva. Salvo que seas rica, funcionaria o tengas una pareja que perciba ingresos suficientes para emprender la aventura, tener hijos joven suele ser el pasaporte hacia el descuelgue laboral. Quienes no están dispuestas a ver mermada su carrera profesional, renuncian a la maternidad o acceden a ella mucho más mayores, reduciendo así las posibilidades de tener más de un vástago. Porque esa es otra: no sólo se tienen los hijos más mayores sino que se tienen cada vez menos.

Según fuentes del Eurostat, a lo largo de los años, el número de nacidos vivos en la UE ha ido disminuyendo a un ritmo relativamente constante. Si en 2001 se registraron 4,4 millones de niños en la UE, en 2020 la cifra bajó a 4 millones. España se encuentra, junto con Italia y Malta, dentro de los tres países de la Unión con menos tasa de natalidad por habitante (1,23, frente a los 1,86 de Francia o los 1,57 de media). Además, en 2019 España ocupaba junto con Italia y Luxemburgo la tasa de madres primerizas de mayor edad de la Unión Europea (31,1 años) y somos el país de Europa con mayor porcentaje de madres mayores de 40 años (un 10% de los nacimientos).

Gracias a la población inmigrante, la tasa de crecimiento poblacional no se ha ido a pique. Pese a que decidir formar una familia y tener hijos es algo que parte de la pareja o, en su caso, de la mujer que quiere convertirse en madre, la natalidad no es cosa de dos, sino un verdadero problema social. En mi opinión, únicamente cuando asumamos como sociedad que “ser madre” es el mayor acto de solidaridad que existe, que “ser madre” es apostar por la sostenibilidad y que “ser madre” es rentable económicamente, empezarán a adoptarse verdaderas medidas que contribuyan a garantizar la igualdad real de mujeres y hombres.

Un inciso: que me disculpen los varones cuando centro el discurso en “ser madre”. Por descontado que la naturaleza exige la confluencia de un padre para cada parto, pero no creo que deba explicar a los lectores las consecuencias físicas, personales y laborales que la acción de procrear produce en unos y otras. Y se trata de ayudar a la fracción de la progenitura que peor parte se lleva en esto para que pueda decidir libremente dar el paso sin hipotecar su vida más allá de lo imprescindible.

Aunque suene estajanovista y frío, tener un hijo es aportar capital humano y riqueza. Cada bebé que nace es un futuro contribuyente, un futuro trabajador y un futuro cotizante. “Un bebé es una bendición”, que dirían las abuelas. Cuánta razón.

Ojo: los obstáculos a la maternidad no proceden solo de los empleadores. Tanto los poderes públicos como nosotros en nuestro día a día hacemos muy difícil que la situación mejore. Que se siga penalizando a las madres trabajadoras o en edad de procrear en las empresas es, además de inaceptable e injusto, de una visión empresarial cortoplacista poco práctica. Nada más rentable para una empresa que trabajadores valorados y cuidados. También hay que decir que la legislación no es suficiente para incentivar el trabajo femenino y la empleabilidad de las madres. Como he denunciado en otros foros y artículos, la igualdad de la pancarta y el lazo es barata y brillante, pero las batallas se libran en otros foros donde hay que pisar callos, gastarse dinero y ser verdaderamente audaces.

Pero no basta con echar la culpa a los poderosos. Cada vez que un bebé nos molesta en el avión, cada vez que no soportamos que correteen los niños por la sala de un restaurante o cada vez que reprobamos que una señora se saque el pecho para amamantar a su hijo, estamos dificultando nosotros también que una mujer aporte a la sociedad el medio para sostener nuestro futuro. Creo que no pido mucho, aunque me sorprende que esta visión económica de la maternidad esté tan poco extendida. Como en muchas otras cosas, nos quedamos en la superficie, idealizando ñoñamente el concepto de maternidad, desprendiéndolo de sus verdaderas implicaciones y prefiriendo la campaña de El Corte Inglés del Día de la Madre que pelear porque la maternidad sea más fácil.

Qué tiempos aquellos en los que en el Paleolítico se adoraba a la Venus de Willendorf, como representación de la Madre Tierra. Aquellos homínidos estaban poco evolucionados, pero tenían bastante claro dónde estaba la riqueza de su pueblo. Qué torpeza la nuestra.

Foto: Ana Tablas.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.