La opinión pública lleva un largo mes entre entretenida y amoscada con la situación anómala que denuncian las flamantes campeonas del mundo de fútbol. La dinámica de la reivindicación planteada ha sido la siguiente: se sabía que ha habido conflictos mal resueltos antes del Mundial, hubo un escándalo con la actuación del presidente de la RFEF, que celebraba el mundial femenino como si lo hubiese ganado él en persona y que se resistió a dimitir por no considerar congruente tal pena con su delito, pero el plante de las futbolistas y la presión social y política ha sido de tal nivel que ha acabado en la calle y denunciado por acoso sexual en la Audiencia Nacional. En este punto queda por ver si habrá encontrado un juez capaz de resistir las iras feministas ante tamaño agravio.
Volvamos con las futbolistas. Apeado del sitial el presidente de la RFEF, las iras de las chicas agraviadas no encontraron contento y fueron adquiriendo dimensiones más globales y metafísicas bajo las cuales la escena del beso y sus celebraciones pasaron a ser sin más la última muestra de una serie de vejaciones que las campeonas (todas en la veintena como mucho) habían venido soportando “durante décadas”, según manifestó en rueda de prensa una de las campeonas más activas y reivindicativas. Dicho con claridad, de las reivindicaciones deportivas se pasó al radicalismo feminista que mostró su hartazgo por las continuas muestras de desprecio que, al parecer, había venido dando todo, o casi todo, el estamento federativo, como se dice por esos pagos, cosa que no tiene nada de extraño porque el fútbol ha venido siendo considerado como uno de los baluartes más populares e inatacables del machismo, hasta ahora.
Si los futbolistas hubieran hecho algo similar lo más probable es que no habría habido nadie que les prometiese librarse de sanciones si se dispusieran a saltarse claramente ciertas reglas de juego
En este momento procesal se manifestaron dos fenómenos bastante interesantes que no sé si han sido objeto de atención suficiente. El primero de ellos fue la entrada en el campo de batalla de un gobierno que, hasta el penúltimo minuto, había venido protegiendo contra viento y marea bastantes actuaciones muy polémicas extrañas y arbitrarias del hasta ahora presidente de la RFEF. El señor Rubiales dejó de ser, de pronto, “uno de los nuestros”, que lo era, para convertirse en un blanco perfecto y mostrar el feminismo incondicional de Sánchez y los suyos.
El segundo fenómeno es que las futbolistas comenzaron a sacar partido del arsenal de sus sentimientos y su dignidad ofendida para exigir unas y otras cosas que habría que ver sin son exigibles y/o razonables. Se han cobrado varias piezas de importancia y aún siguen demandando, pero sus pretensiones merecerían, al menos un par de reflexiones que pueden parecer bastante intempestivas, pero que tienen alguna lógica.
La primera es que, en las sociedades civilizadas, los agravios se combaten no con venganzas ni ejecuciones sumarias sino mediante reglas, es decir que no cabe suponer que sea razonable restaurar una ley del talión en la que, además, el ojo por ojo y el diente por diente quede determinado por la víctima que, de este modo, habría alcanzado una posición de poder absoluto que es la condición a la que, si no se está atento, aspira todo poder.
La segunda consideración es que la RFEF contra la que las futbolistas dirigen sus reclamaciones de satisfacción mediante corte de cabezas es un organismo que no pertenece en exclusiva a estas futbolistas, sino que se ocupa, bien o mal, de las cosas relacionadas con el fútbol masculino que, hoy por hoy, parece mucho más extendido y pujante que el de las féminas. Pero, al satisfacer las demandas de las futbolistas ofendidas, sean o no lógicas y congruentes con lo que reclaman, se puede poner en la calle a personajes que hayan hecho cosas de cierto mérito con el otro fútbol. Basta pensar en lo que podría ocurrir, en caso contrario, si un equipo de hombres la tomase, con razón o sin ella, con alguna directiva, o directivo, del particular agrado de las mujeres del balompié.
Parece necesario, por tanto, pasar del absolutismo a un cierto relativismo. Es obvio que las futbolistas están descontentas y se han sentido ofendidas, y, en este sentido, tienen razón, pero dista mucho de ser evidente que eso les otorgue derecho para “cortar por lo sano” y disponer del futuro profesional y moral de personajes que trabajan para ellas pero no sólo para ellas, porque desempeñan funciones que afectan también al fútbol de los hombres. Cuando se pasa de unas relaciones basadas en reglas a unas relaciones regidas por la conveniencia y las demandas del poder algo se pierde, y si no que se lo pregunten a Rubiales que se sentía apoyado por un poder que, de repente, se le ha vuelto contrario a él y a las reglas porque le ha convenido apuntarse al bando de las demandantes.
Las futbolistas han obrado como lo han hecho porque se han sentido poderosas, se han visto con el viento de popa, no solo por haber ganado un mundial, cosa que de nada le ha servido al varón que las entrenaba al parecer sin mérito alguno, sino porque el feminismo político ha visto en ellas una ocasión perfecta para dar otra vuelta de rosca en busca de la “igualdad” que demanda y que, como se ha visto ya en varios casos, acaba por consistir en algo así como “las mujeres siempre tienen razón aunque cualquier otro en ese mismo caso la tendría o no”, es decir por puro poder.
Se trata de un fenómeno de nuestro tiempo, a no dudarlo, de uno de los más sólidos soportes políticos del progresismo en su forma actual, y no cabe otra que reconocer el caso, pero no sería lógico pedir que el resto de los seres humanos perdamos el derecho a ser tratados, en la práctica, no como iguales sino como culpables mientras no se demuestre lo contrario, o sea, con el principio liberal de presunción de inocencia puesto del revés.
En un terreno en el que habría que proceder con prudencia, las recientes campeonas del mundo están corriendo el riesgo de pasarse de rosca, de cansar. La condición de víctima se lleva muy mal con la arrogancia y la cultura de la queja le puede acabar pasando factura a ciertos feminismos a la violeta, en especial si persisten en una protesta inagotable como es la de acusar sin señalar, quejarse sin explicar bien el motivo o hacer de sindicalistas cuando se está en un ámbito laboral muy excepcional. Las futbolistas se han quejado amargamente de sufrir intolerables coacciones, pero han mostrado habilidades muy desarrolladas a la hora de coaccionar, hasta el punto de negarse a acudir a la selección que les ha dado su gloria, se han quejado de su debilidad, pero han sabido ser implacables con sus proclamados enemigos.
Si los futbolistas hubieran hecho algo similar lo más probable es que no habría habido nadie que les prometiese librarse de sanciones si se dispusieran a saltarse claramente ciertas reglas de juego. Igualdad para todas y para todos, pero en ninguna parte está escrito que las futbolistas tengan que ser más iguales que los demás y ahora están jugando a serlo en un ambiente políticamente complaciente ya que quien manda está muy dispuesto a sacar tajada, y eso es, al parecer, lo único que importa.