El gran hallazgo al que llegó la izquierda transformadora, que así se han hecho llamar, han sido las “microutopías”. El mecanismo es bien sencillo: desechada la posibilidad de conseguir de golpe la Gran Utopía vinculada a los partidos políticos, la izquierda se decidió a cambiar el mundo a través de pequeñas utopías ligadas al feminismo, el ecologismo, el antimaquinismo, el anticapitalismo de bajo intensidad o de cercanía, a cargo de los movimientos sociales. Repasemos el proceso para saber cómo se ha inoculado en la vida política.
El derrumbe por ruina humana y económica del universo soviético en 1991, lo que venía siendo la Gran Utopía, el paraíso sobre la Tierra de esa religión sustitutiva que siempre fue el comunismo, dio al traste con la posibilidad de cambiar el orden al viejo estilo. Lenin y Trotski habían aprendido la experiencia francesa de Robespierre, del error de Babeuf y de la estrategia de August Blanqui en 1848 y 1871. Idearon un buen mecanismo: aprovechar la debilidad estatal, la parálisis del gobierno y el Zeitgeist revolucionario para dar un golpe de Estado en nombre del pueblo, e imponer una dictadura que desatara la guerra de clases para laminar al enemigo a través de una liquidación selectiva o una guerra civil.
La generación del 68 creyó verdaderamente que su futuro se jugaba en Vietnam, en África o en el “patio trasero de América”
Ese entramado leninista, esa estrategia casi perfecta para alcanzar y conservar el Poder, se vino abajo entre la izquierda en la década de 1960 tras los episodios de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Es cierto que la New Left estaba formada por burgueses mantenidos, literatos románticos, profesores con ínfulas y periodistas de café, tal y como había sido en 1917. Sin embargo, ese nuevo izquierdismo que pregonaba aquello de “otro mundo es posible”, el altermundismo más naif, todavía estaba sujeto a la idea de la transformación general.
Esto se debía a que la labor propagandista de las potencias comunistas en las sociedades occidentales, siguiendo el modelo del estalinista Willi Münzenberg, que convencía o compraba a la élite cultural, hacía una buena labor. La generación del 68 creyó verdaderamente que su futuro se jugaba en Vietnam, en África o en el “patio trasero de América”, a diferencia de los sindicatos de la época, que sabían que su presente se jugaba en su empresa y con su gobierno. Aquellos izquierdistas creían que había una “lucha global” contra el imperialismo capitalista.
Ese reverdecimiento de la utopía, muy cargada de flower power y de violencia -no hay más que leer a Fanon o a Malcolm X-, llevaba, no obstante, el germen de su parcelación. El fenómeno estalló, como decía más arriba, en 1989. Los socialistas se buscaron así mismos en el pasado de una ilusión, que escribió Furet, y rebuscaron nuevos proyectos. El asunto era grave, ya que el comunismo solo funciona si el partido, que eso es tal idea y no otra cosa, como indica Jiménez Losantos en su último ensayo, presenta una utopía que sea capaz de movilizar a la gente, de exigir el sacrificio de la militancia, y procurar la obediencia y la jerarquía en pro de “la causa”. Sin “causa”, no hay nada que mantenga el partido. Por eso todos los PC se hundieron.
Se podían resucitar las aspiraciones «flower power» de los sesenta si se las politizaba, porque la clave era convertir en cuestión de lucha política cualquier cuestión
Dicha búsqueda rastreó en los viejos pensadores socialistas, como Fourier, Cabet y Proudhon, en Owen o Saint-Simon, a los que habían motejado de “utópicos” frente al “cientificismo” de los análisis marxistas. Pero también se podían resucitar las aspiraciones flower power de los sesenta si se las politizaba, porque la clave era convertir en cuestión de lucha política cualquier cuestión. Y más aún: que no fuera un partido político, gran generador de “oligarcas y colaboracionistas del Capital”, sino los movimientos sociales. Este nuevo actor tenía varios beneficios frente a un partido: siempre tenía a la prensa de su lado, al tiempo que podía funcionar con pocos recursos y conseguir grandes resultados.
El Foro Social de Porto Alegre, en 2001, fue la culminación de esa estrategia izquierdista para cambiar el mundo a través de microutopías. Se señalaron los grandes males del mundo: la globalización y el neoliberalismo, que venía a ser la fórmula rediviva del imperialismo como última fase del capitalismo que escribió Lenin. Las potencias habían impuesto una única fórmula política y económica, la democracia liberal, que ponía los mercados locales, a la gente, al servicio de sus intereses.
En aquella ciudad brasileña gobernada por una coalición de izquierdas en manos del Partido de los Trabajadores, se dieron cita sindicalistas, ecologistas, intelectuales, partidarios de la tasa Tobin, feministas, miembros de ONGs, indigenistas, y otros “desterrados” del bienestar. Debatieron cómo repartir la riqueza, combatir las desigualdades, potenciar la vuelta a la economía local y al desarrollo sostenible, al pequeño mercado, a las labores artesanales y gremiales, como medio de librarse de las condiciones de vida a las que “condena el capitalismo salvaje”. Esa era la nueva democracia, la social, la igualadora, la que devolvía “el poder al pueblo”, la que repudiaba a las grandes empresas y premiaba el colectivismo y la autarquía.
Los medios de lucha no debían ser violentos, pues con ello se perdía la batalla de la comunicación, algo que se había aprendido de las grandes manifestaciones por los derechos civiles en EEUU en la década de 1960
Los medios de lucha no debían ser violentos, pues con ello se perdía la batalla de la comunicación, algo que se había aprendido de las grandes manifestaciones por los derechos civiles en EEUU en la década de 1960. Las formas de luchar debían combinar supuesta espontaneidad, con espectáculo y bonhomía; es decir, debía parece ante las cámaras que delante había personas que sufrían de verdad, ejemplo de grandes valores y con ganas de aumentar el bienestar común contra los poderosos. Eran los instrumentos de los movimientos sociales desde la década de 1980: sentadas, carteles, disfraces, performances, invasiones “inocentes” -por ejemplo, unas chicas desnudas reivindicando respeto para la mujer-, pasacalles y asambleas. Demasiado atractivo para que los medios de información, casi siempre en manos de personas formadas en Universidades tomadas por la progresía, lo dejaran pasar.
Entre unos y otros instalaron en la agenda política las “microutopías”. Era el regreso de la izquierda reaccionaria, que escribió Horacio Vázquez Rial, para “otro mundo es posible” -como rezaban los de Porto Alegre-, pero poco a poco, conquistando conciencias, con políticas públicas, con la instalación de la verdad oficial.
Nunca hay suficientes carriles bici, ni zonas verdes, ni hay bastante igualdad entre géneros, ni están suficientemente fiscalizadas las grandes empresas, ni se cobra lo justo, ni la riqueza está bien repartida
Lo han conseguido. Nunca hay suficientes carriles bici, ni zonas verdes, ni hay bastante igualdad entre géneros, ni están suficientemente fiscalizadas las grandes empresas, ni se cobra lo justo, ni la riqueza está bien repartida, ni la economía es bien sostenible, ni las minorías étnicas están respetadas, o la diversidad sexual está bien visibilizada. Cualquier cosa es poco porque… o es todo, o no es nada.
El mecanismo sociológico ha triunfado. No hay partido que no lo lleve de una manera u otra en su programa, o cargo público de primera línea que se atreva a contradecir la necesidad de ir cumpliendo esas microutopías. No es baladí, porque esa parcelación de la Gran Utopía cambia la geografía urbana, el modelo económico, las instituciones, y la cosmovisión de la gente; es decir, el modo con el que se interpreta la Historia, el Progreso, el ser humano, la sociedad, la cultura, la civilización y sus valores.
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