La denegación del Tribunal Regional de Schleswig-Holstein de la entrega a España del prófugo Carlos Puigdemont por el delito de rebelión (alta traición en Alemania) al entender que “la violencia admitida por el detenido que tuvo lugar el día del referéndum…de acuerdo con su naturaleza, alcance y efecto, no fue adecuada para obligar al Gobierno a rendirse a los reclamos de los perpetradores de la misma” vuelve a situar el debate de la crisis que padece Cataluña, y por extensión España, en su punto de origen: la política.
En los últimos días se han publicado excelentes análisis de especialistas en Derecho (los catedráticos Jorge de Esteban y Enrique Gimbernat en “El Mundo”) donde coinciden en que el Tribunal alemán se ha excedido en sus facultades, de acuerdo con lo estipulado en la normativa que regula la Orden de Detención Europea, la conocida popularmente como “Euroorden”, ya que según la Unión Europea los jueces y tribunales que se ven obligados a tramitar este mecanismo no pueden realizar una instrucción propia sobre un asunto que es reclamado por otro país. En nuestro caso, esta labor le compete exclusivamente al juez del Tribunal Supremo Español, Pablo Llarena.
La normativa europea descansa sobre el principio de “confianza judicial” entre los Estados miembros y establece que ni los jueces a los que se les reclama un detenido pueden instruir ni sus gobiernos pueden decidir en última instancia sobre su entrega. Es un sistema contrario, por tanto, a lo que se sigue aplicando en los procedimientos clásicos de extradición que continúan vigentes con otros países. En teoría, la “Euroorden” es un procedimiento judicial, de competencia exclusiva de los jueces y basado en la confianza mutua. Un juez pide y otro juez debe entregar.
Ahora, parece ser, que el contencioso creado entre la justicia española y la alemana, por la no ejecución completa de la Orden de Detención sobre Puigdemont, ha derivado a La Haya, donde se encuentra la sede de la Eurojust (órgano europeo dedicado a la cooperación judicial), en búsqueda de una solución satisfactoria para nuestro país. Pero suceda lo que suceda finalmente con este incidente, vemos, al igual que con otros muchos casos que se han producido durante los últimos años, como los “euroburócratas” de Bruselas legislan, mientras la realidad de la política se impone en sentido contrario.
Y esto es así, porque lo que se esconde detrás de esta polémica es un debate que ha estado presente desde sus orígenes en la historia de la filosofía política y llega hasta nuestros días: la discusión respecto a la prevalencia de lo jurídico sobre lo político o, en sentido contrario, el predominio del soberano sobre la norma.
El Régimen del 78 y la propagación de la mentira
Ocurre que, en el régimen español del 78, la propagación de la mentira ha llegado a tales extremos que la contaminación del cuerpo social, institucional y de los medios de comunicación lo confunde todo. Así, por ejemplo, se insiste en que el Estado de Derecho, o el Estado Constitucional (para los que quieren quedar más políticamente correctos), tiene instrumentos suficientes para imponerse sobre quienes quieren violentarlo aplicando toda la fuerza de la ley. Pero, al mismo tiempo, nunca se descarta paliar estos mismos problemas realizando concesiones políticas primero, y cesiones a los separatistas insurrectos después. Esto es: claudicar ante los causantes de la quiebra de la legalidad. Imperio de la ley pero cesión ante los que la incumplen. Todo en el mismo paquete y al mismo tiempo.
La insistencia de Rajoy de arbitrar medidas exclusivamente jurídicas problema político es una de las causas de todo lo que ha ocurrido después
La insistencia del Gobierno de Mariano Rajoy de arbitrar medidas exclusivamente jurídicas y de forma, a un problema eminentemente político y de fondo, como es la crisis separatista catalana (en particular) y la crisis del Estado de las Autonomías (en general), es una de las causas de todo lo que ha ocurrido después. Así, hemos tenido que convivir, durante años, con afirmaciones rimbombantes de los responsables del Gobierno de la nación respecto a que todas las decisiones que adoptaban los miembros de la Generalidad catalana correspondían a una “realidad no jurídica” frente a la cual no se podía responder.
Y que los reiterados anuncios, consultas y declaraciones separatistas que se realizaron desde el gobierno o el parlamento catalán fueron “meras manifestaciones de intenciones sin trascendencia jurídica alguna” sobre las cuales “el Estado de Derecho no podía ni debía actuar”. Por asombroso que pueda parecer ahora, hemos llegado a escuchar a toda una vicepresidenta del Gobierno afirmar que el Estado tenía instrumentos suficientes para impedir el referéndum de independencia “en 24 horas”. Después de la jornada del 1 de octubre, asistimos a su declaración surrealista de que el citado acto ilegal “no había tenido lugar”.
Sobre estas bases y con estos antecedentes, no es de extrañar que los jueces alemanes no se aclaren. Ahí están las declaraciones de la embajadora de España en Alemania, María Victoria Morera, respecto a que “al alemán le es difícil entender la ilegalidad sistemática de los separatistas”. Cuestión que se responde con la sencilla explicación de que en Alemania los partidos separatistas son ilegales. Tampoco los independentistas alemanes podrían acceder a puestos de responsabilidad institucional y, mucho menos, podrían recibir dinero público aquellos que quieren hacer desaparecer la nación alemana.
En Alemania, como es lo lógico, la decisión política está por encima de los instrumentos jurídicos que son los que, posteriormente, pueden hacerla efectiva. En Alemania la unidad de la nación es un valor en sí mismo: primero político y después jurídico. En España, en cambio, la decisión política fue el pacto de régimen que suscribieron los herederos del franquismo, con el rey Juan Carlos a la cabeza, con los nacionalistas regionales y que se articuló posteriormente en la Constitución del 78. Dentro de ella se estableció jurídicamente el Estado Autonómico que ya había sido decidido políticamente con anterioridad por el Gobierno de Adolfo Suárez y desarrollado normativamente mediante los Decretos Leyes que reconocieron la Generalidad provisional y el Consejo General Vasco.
Como se ve, en el caso español, primero fue el pacto político entre el rey Juan Carlos con el presidente Adolfo Suárez, y los nacionalistas Josep Tarradellas y José Antonio Aguirre, y luego la configuración jurídica de lo negociado. El objetivo era: “integrar a los nacionalistas definitivamente dentro del Estado”. El fracaso de esta decisión política ha quedado constado con lo ocurrido en los últimos meses.
Lo político es anterior al derecho
El profesor Dalmacio Negro en su libro “Historia de las formas del Estado” aclara que “el Estado no es lo político, sino una forma de lo Político” siendo “lo Político lo que está detrás del Estado”. A lo largo de la historia de la humanidad se han dado muchas formas de organización políticas, no todas ellas han sido estatales. Incluso el filósofo y jurista alemán Carl Schmitt, presagió como posible la desaparición del Estado en un futuro próximo, tal y como lo conocemos actualmente. Si esto sucedió con el Estado, más aún con el Derecho. Para el profesor Negro lo Jurídico “era la forma a través de la cual lo Político cuidaba y hacía mantener la unidad de la comunidad”. Por tanto, lo Político es anterior al Estado y al Derecho. Y así continúa siendo, también, en la actualidad.
Los fundamentos del actual Estado moderno nacen en la obra de Thomas Hobbes El Leviatán, resumidos en su conocida sentencia del capítulo XXVI de que es “la autoridad, y no la verdad, quien hace la ley”. A partir de este momento todo evoluciona, siendo la idea de Hobbes esencial para entender lo que viene después: el Estado absolutista y la razón de Estado; la “voluntad general” de Rousseau que sustituye a la voluntad absoluta del monarca; el Estado entendido como “entidad moral” por Kant; el Estado racional y ético de Hegel, y, finalmente, las corrientes neokantianas representadas por el jurista austriaco Hans Kelsen estructuradas bajo la fórmula de que “nada podía estar por encima de la ley”.
Es la famosa Teoría Pura del Derecho de Kelsen, donde el Estado es únicamente un orden legal en sí mismo. La jerarquía normativa fluye desde el vértice de una pirámide legislativa coronada por la Constitución y baja, escalón a escalón, hasta los aspectos normativos más elementales. Para los positivistas, fuera de la Constitución y del Estado de Derecho no existe nada.
Esta argumentación normativista fue la triunfante en la mayoría de los regímenes políticos constitucionales del siglo XX europeo, incluido el español. Y se quiere establecer en la Unión Europea con toda su hiper-legislación. También sigue siendo predominante en la mayoría de las cátedras universitarias. Es, por tanto, la bandera flamante actual del pensamiento correcto constitucional.
Esto no quiere decir que, desde sus orígenes, este positivismo jurídico no haya sido duramente cuestionado. El principal motivo de esta crítica surge porque el normativismo, al eliminar cualquier aspecto extra-jurídico a lo puramente legal, a lo regulado estrictamente en el Estado de Derecho, abandona otras realidades jurídicas y políticas que ocurren sistemáticamente, como son, entre otras, la creación de un nuevo orden político, la legitimidad de ese nuevo orden jurídico-constitucional y la finalidad o efectos que producen esas nuevas situaciones políticas y legales en la sociedad.
Y fue, precisamente, con el planteamiento de la llamada “situación de emergencia” o “estado de excepción” cuando la arquitectura perfecta del positivismo como “ciencia pura” comenzó a resquebrajarse. Los críticos del normativismo, con Carl Schmitt a la cabeza, plantearon que “un ordenamiento legal prescriptivo, no puede abarcar una excepción total, por consiguiente la decisión de que existe realmente una excepción no puede ser derivada anteriormente de esta norma”.
La respuesta de los positivistas fue aplicar el piñón fijo de su pensamiento. Esto es, afirmar que no existía ninguna laguna en el “Estado Formal de Derecho” ya que la solución a esa posible grieta vendría por regular y legislar constitucionalmente los llamados “estados de excepción”. Es en este contexto teórico cuando se aprueba la Constitución de la República de Weimar (1919-1933), con su famoso artículo 48, donde se regulaba la llamada “ejecución federal” (“guerra civil constitucional” en palabras de Carl Schmitt) antecedente tanto del actual artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn como de nuestro peculiar artículo 155 de la Constitución.
En el caso español, la reciente aplicación del artículo 155 de la Constitución vino precedida, primero, por la negación por parte del Gobierno respecto a lo sucedido (celebración de un referéndum ilegal de independencia en Cataluña), y, después, por la alocución del 3 de octubre de 2017 del rey Felipe VI donde, ante la posición indecisa de Mariano Rajoy, responsabilizó directamente a las autoridades catalanas de incumplir sistemáticamente la ley, haciendo un llamamiento explícito a todos los poderes del Estado para asegurar el orden constitucional.
La decisión política del Rey, Felipe VI, aun no regulada en la Constitución, estuvo por delante de la decisión jurídica de jueces y fiscales
Esto es, la decisión política del jefe del Estado, no regulada como tal en la Constitución, estuvo por delante de la decisión jurídica de los jueces y fiscales (días después vendría la querella del Fiscal General del Estado y su admisión a trámite por el Tribunal Supremo) y de la decisión constitucional del Gobierno del Partido Popular de aplicar el 155, luego matizada en su respaldo por el Partido Socialista Obrero Español y Ciudadanos.
Fue, en este momento, con la actuación de Felipe VI como rey del disenso, cuando se hizo verdad el principio schmittiano de que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. En nuestro caso, fue la acción del monarca, respaldada por el conjunto de la población, lo que marcó momentáneamente el triunfo de la nación española sobre los separatistas. Pero, desgraciadamente, la crisis no ha terminado.
Los vacíos de poder no existen. El soberano siempre está ahí. En palabras de Schimitt “siempre emerge en situaciones de excepción”. La ausencia o el abandono de unos, siempre es sustituida por la presencia y la toma de poder de otros. Si no hacemos política, lo harán otros por nosotros. Lo anterior se hace más que evidente en la situación parlamentaria catalana y en la deriva judicial y personal de Puigdemont.
Si el Gobierno de Mariano Rajoy piensa que la crisis, tanto en su vertiente nacional como internacional, se va a solucionar sin política y con la actuación exclusiva de los jueces y tribunales, está muy equivocado. Su inacción ya está dañando los intereses de la nación española. El objetivo de la decisión política, la decisión soberana, no es únicamente la preservación de una normalidad jurídica amenazada o violentada. En ocasiones, el soberano emerge para crear un nuevo orden político.
Ese es el camino que habría que recorrer en España: decidir política y democráticamente un nuevo orden jurídico y constitucional. Resultaría paradójico que, ante la pasividad política de nuestro Gobierno, emergieran como soberanos los separatistas catalanes. En realidad, y tal como estamos, solamente haría falta que ellos se lo creyeran o que leyeran con atención a Carl Schmitt.
Si este artículo le ha parecido un contenido de calidad, puede ayudarnos a seguir trabajando para ofrecerle más y mejores piezas convirtiéndose en suscriptor voluntario de Disidentia haciendo clic en este banner:
–
Debe estar conectado para enviar un comentario.