Decía George Orwell que el periodismo consiste en publicar noticias que incomodan a quienes preferirían que no se publicasen. Lo contrario, decía el genial escritor inglés, son puras relaciones públicas. En esta frase se sintetiza una de las características esenciales que debe atesorar todo buen periodista: la independencia. En buena parte de la prensa se confunde línea editorial, independencia y espíritu crítico. Generalmente los medios sólo practican la independencia respecto de aquellos asuntos o ideas que no contradicen en lo esencial su línea editorial. La ideología se convierte en la última barricada que la independencia periodística no puede traspasar. Un medio liberal siempre tenderá a ocultar el enésimo abuso laboral de la multinacional de turno con la finalidad de no dañar la reputación del libre mercado. El medio de izquierda minimizará la corrupción del sindicato institucional para no erosionar la lucha sindical. En definitiva, cada medio, según su adscripción ideológica, hará dejación de su labor informativa cuando ésta colisione con las creencias profundamente arraigadas en su editor.

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Siendo la servidumbre ideológica una de las grandes carencias de la sociedad de la información, no es ni mucho menos la única amenaza que se cierne sobre el derecho a recibir una información veraz. En este artículo me propongo desglosar algunas de las principales carencias que he observado en la profesión periodística a lo largo de los años.

Una de las grandes amenazas que hoy tiene una opinión pública libre reside en la confusión reinante entre opinión e información. Tradicionalmente esta frontera se establecía en los medios al uso situando la opinión en la línea editorial y en las columnas de los colaboradores. Hoy en día muchos titulares y encabezamientos de noticias contienen juicios de valor que buscan condicionar la manera en que el lector puede afrontar la lectura de una noticia. Las cabeceras de los grandes medios de comunicación sintetizan en muchas ocasiones las líneas maestras de lo que la opinión pública debe retener como criterio hermenéutico para interpretar una noticia. El “enfoque de género” o el eufemismo a la hora de tratar temas como el cáncer o el suicidio en los medios son claros ejemplos de ello. No hay mayor perversión para la profesión periodística que estos nuevos cuadernos de estilo, políticamente correcto por supuesto, en los que los nuevos periodistas de la democracia posmoderna son formados en las facultades de ciencias de la información. Los medios así dejan de conformar una opinión pública libre para contribuir, junto a la educación posmoderna, a adoctrinar a ciudadanos cada vez más dóciles y sometidos en lo que ciertos grupos de interés determinan como de obligado pensamiento.

El que cree lo que The New York Times o The Washington Post dice sobre las presuntas maldades de Trump, o el que cree que la llamada violencia de género es el principal problema de las sociedades hace lo que se espera de él

En tiempos de menguantes ingresos publicitarios, los medios se han acostumbrado a sobrevivir sobre la base de la publicidad institucional contratada por las administraciones públicas. En muchas ocasiones esta publicidad institucional se convierte en la coartada perfecta para clientelizar medios y convertirlos en afines a los partidos políticos que controlan las administraciones. De esta manera los medios dejan de cumplir su misión de contribuir a la creación de una opinión pública libre para convertirse en defensores del político o partido de turno que paga las nóminas de su plantilla a final de mes. En otras ocasiones, algo que suele suceder con los medios de alcance regional o local, el medio se dedica a informar sobre aspectos insustanciales o banales que en casi nada interesan a la opinión pública. De esta forma el medio de comunicación acaba haciendo las veces de “hoja parroquial” que informa de eventos, actividades culturales o es simple crónica social sin ninguna relevancia. El medio se transforma en una pantalla, que a la manera de la caverna de Platón, mantiene a las personas entretenidas y distraídas de los asuntos que de verdad importan.

Otro de los grandes hándicaps de la profesión periodística radica en su déficit formativo. El periodista del siglo XXI, egresado en alguna de las innumerables facultades de periodismo que han florecido en los últimos años, tiene un nivel cultural ínfimo, está profundamente adoctrinado y sesgado ideológicamente, de forma que carece de los conocimientos necesarios para poder ejercer una verdadera labor que sea útil para la sociedad. El caso español es especialmente sangrante. La Ley General de Educación de 1970, impulsada por el aparato burocrático del franquismo, vino a sustituir a la oficialista Escuela Oficial del Periodismo, con la finalidad por un lado de elevar la categoría intelectual de la formación periodística, y por otro de fomentar una  cierta independencia de la profesión periodística al albur de la nueva Ley de Prensa, 14/1966, que pretendía liberalizar el derecho a la información, hasta ese momento monopolizado por la censura franquista.

Lejos de elevar la categoría intelectual de la profesión periodística, la constitución del periodismo como unos estudios de nivel formativo superior, contribuyó justo lo contrario. En la tremendamente politizada universidad española, dicha medida sirvió para dotar de un sesgo ideológico muy claro a la profesión. Por otro lado el deterioro de la calidad formativa de los estudios superiores en España, con la aprobación de LO 11 /1983, menoscabó gravemente la calidad intelectual del profesorado universitario en España. Un más que cuestionable diseño de los planes de estudio de las Facultades de Periodismo junto a la proliferación exponencial del número de facultades que impartían dichos estudios contribuyeron al desastre actual: altos niveles de desempleo, desprestigio generalizado de la profesión y marcado sectarismo.

Ser periodista titulado en España le convierte a uno en una especie de “todólogo”, una versión cutre de la polimatía de la que hacían gala los sofistas de la antigua Grecia. El periodista se supone que estudia algo de teoría de la comunicación, lengua y literatura española, historia del pensamiento, historia económica, rudimentos de economía, derecho y en el mejor de los casos algo de idiomas. La realidad es bien otra. La formación recibida escasamente les capacita para las exigencias que van a tener que afrontar en las redacciones, caso de que tengan la fortuna de poder ejercer algún día su profesión.

El establishment periodístico suele defenderse contra estas críticas alegando que el principal problema que afronta su profesión es doble. Por un lado la proliferación de las llamadas Fake News, noticias que circulan por las redes sin haber sido debidamente contrastadas por las agencias de noticias, hoy en día auténticos comisariados de lo políticamente correcto. Por otro está lado lo que denominan “intrusismo profesional”. Esto es el periodismo ejercido por profesionales que no han salido de alguna de las incontables facultades administradas por la academia periodística. Al igual que uno no va a un médico no titulado, dicen los defensores de este tipo de argumentaciones, tampoco la ciudadanía debería confiar su derecho a recibir una información libre y veraz de manos de pseudo periodistas. La realidad es que la analogía resulta muy forzada. No  hay, como diría un escolástico, identidad de razón. Para empezar, buena parte de esa academia periodística ya no garantiza ese espíritu crítico, libre y formado que la sociedad ha demandado siempre del periodismo. Sí que consiguen, por el contrario, lo que la tradición mediática de corte conductista ha preconizado: reforzar un sistema de creencias vinculado a determinados grupos de interés.

Ocurre con respecto a los medios de comunicación de masas lo que Althusser conceptualizaba como característico de la dominación de masas en el capitalismo clásico: un proceso de subjetivación a través de un mecanismo de interpelación e identificación. El destinatario de los mensajes de los medios de comunicación, al asumirlos acríticamente, se convierte en el buen ciudadano, el que se instala en la moderación y huye de todo radicalismo. El que cree lo que The New York Times o The Washington Post dice sobre las presuntas maldades de Trump, o el que cree que la llamada violencia de género es el principal problema de las sociedades hace lo que se espera de él. Los medios de comunicación se pervierten al hacer dejación de su función de necesaria crítica y control del poder, para devenir en su meras correas de trasmisión. No es de extrañar que cada vez tengan menos credibilidad e importancia.

Foto: Irina Vinichenko


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