Desde que levantó un cartel contra la guerra en la televisión rusa, la periodista Marina Ovsyannikova ha sido venerada por nuestro emotivo panorama mediático como una luchadora desesperada por la libertad y la democracia. A la opinión pública le encanta cuando en tiempos de crisis y en otros países personas individuales impotentes pero valientes se levantan y protestan contra la corriente dominante allí. Evidentemente, necesitamos esos iconos, y nos entregamos a expresiones de solidaridad e impotencia compasiva y derramamos lágrimas sinceras ante la injusticia y la falta de libertad en el gran mundo de ahí fuera.
No hay nada que nos guste más que dar voz a los oprimidos o desfavorecidos que están lejos. Al fin y al cabo, no nos cuesta casi nada y, además, tiene un efecto positivo en nuestro propio estado emocional. Y estoy seguro de que muchos periodistas se sentirán un poco como en aquella época, cuando ellos mismos seguían siendo de alguna manera opositores y «estaban en contra».
Deberíamos dejar de pensar en nuestra democracia como un producto de exportación mundial, de imposición mundial. En realidad, nuestras democracias necesitan un verdadero proceso de regeneración al que nos estamos resistiendo con cierto éxito
Pero aquellos días ya han pasado. Hoy en día, la otrora élite crítica del zeitgeist domina el panorama mediático. ¿Para qué se supone que sirve el “cuarto poder»? Hoy, opositor se considera lo contrario de progresista. Las personas que están en contra de las opiniones políticamente correctas tienden a ser clasificadas como «de ultraderecha» o peor.
Ya es bastante malo que todavía haya disidentes, pensarán. Pero ¡ay de los que se atrevan a protestar en voz alta contra la élite mediática cosmopolita e ilustrada-sensible a la cultura de este país! En pocos segundos, el tibio viento de la tolerancia impostora se convierte en una helada tormenta de indignación. Y en un abrir y cerrar de ojos, el representante de una minoría se convierte en un alborotador, en un opositor sin escrúpulos y antidemocrático.
Imagínese que Marina Ovsyannikova no hubiera trabajado para la televisión rusa, sino para la RTVE, y que hace seis meses hubiera criticado a los medios de comunicación públicos españoles por su información unilateral, alarmista y autoritaria sobre la crisis de la pandemia. Estoy seguro de que no habría sido aclamada como una luchadora por la libertad de expresión. Por el contrario, habría sido acusada de servir a las narrativas de la «derecha», incluso de ser enemiga de la humanidad y la democracia.
Parece que a la gente en España le interesa sobre todo el sufrimiento de los demás. Al fin y al cabo, gracias a la televisión de alta definición podemos empatizar de verdad. ¿Qué son los vídeos borrosos de móvil del paseo del lunes pasado en comparación? Preferimos observar la miseria desde lejos, mantener una visión general, y la distancia segura que nos condena a la inacción. El sufrimiento del mundo es más fácil de soportar que nuestra propia complicidad en él.
Abordar las propias contradicciones y fracasos se percibe rápidamente como una mancha en el paño, especialmente cuando las posiciones supuestamente progresistas son criticadas y se señala que la propia actitud apreciada podría ser en parte responsable de la desgracia de los demás.
Cuando Vladimir Putin se presenta hoy como el defensor del derecho de autodeterminación de los ucranianos del este, no debemos contentarnos con calificarlo de mendaz y falso. Pero, de hecho, Europa argumentó algo muy parecido hace 30 años en sus relaciones con Eslovenia y Croacia.
Si Putin justifica la secesión de Crimea de Ucrania diciendo que esa fue la voluntad de la mayoría de la población de ese país, tal vez no baste con dudar de esa afirmación. Hay que recordar que los Estados occidentales legitimaron su injerencia en la antigua Yugoslavia precisamente con este mismo argumento, y lo hicieron sin la «bendición» de la ONU.
Si Joe Biden llama ahora a Putin criminal de guerra, habría que preguntarse por qué los presidentes estadounidenses u otros líderes occidentales nunca se enfrentan públicamente a esta acusación. Ha habido suficientes ocasiones para ello en los últimos 30 años. Sólo hay que preguntar a los habitantes de Afganistán, Irak, Yemen, Libia, Serbia, Somalia y Siria.
En lugar de plantear preguntas desagradables pero importantes como éstas, el público español prefiere celebrar la protesta desesperada e impotente de personas individuales como Marina Ovsyannikova. De este modo, no se corre el riesgo de caer en el lado equivocado. Marina sabía el riesgo que corría en Rusia. Pero, sin duda, no era consciente de que en este país iba a ser considerada un icono de la hipócrita impotencia occidental.
Efectivamente, Putin está actuando como un criminal de guerra, y sus justificaciones no soportan la más mínima confrontación con la realidad. Pero sería bueno que mirásemos de vez en cuando las pelusas de nuestro propio ombligo.
Nuestra libertad -nuestro sistema de valores- está siendo defendida estos días en primer lugar por el pueblo de Ucrania. Esto no significa que ahora todos debamos unirnos a las brigadas internacionales para hacer la guerra en Ucrania. Pero deberíamos dejar de pensar en nuestra democracia como un producto de exportación mundial, de imposición mundial. En realidad, nuestras democracias necesitan un verdadero proceso de regeneración al que nos estamos resistiendo con cierto éxito. Éxito que puede terminar con los sistemas políticos que pretendimos darnos tras la Segunda Guerra Mundial. Seamos al menos honestos con nosotros mismos y demostremos que somos dignos de la idea de libertad, esa que otros ya la defienden por nosotros.
Foto: Rostislav Artov.