Aún recuerdo las historias de los años de emigrante en Francia y Alemania de mi abuelo Paulino. De niño me contaba cómo, tras volver de pasar hambre en el servicio militar en el Madrid de la posguerra, vio que, con un sueldo de peón caminero, que pasaba más tiempo en paro que trabajando, no podía dar de comer a su incipiente prole. Decidió irse, como tantos otros extremeños, a donde hubiera trabajo. Eran los años en los que Extremadura no eran dos, Cáceres y Badajoz, sino tres: Cáceres, Badajoz y Leganés; o L`Hospitalet, o un pueblo o barrio alavés, por seguir la rima.

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Algunos, como Paulino, todavía se fueron aún más lejos. Mi abuelo fue de aquellos españoles a los que, al cruzar la frontera, les pedían pagar con francos e insistían en pagar con las pesetas que portaban la efigie del dictador. Pasó dos años como albañil y solo aprendió a decir en francés du pain, du vin, la masse, la palette du maçon. Cuando mi padre y mis tíos le escribían cartas, alguien más tenía que leérselas y ayudarle a escribir de vuelta. Si no tenía cerca a ningún español que supiera leer y escribir, metía el sobre sin abrir en otro sobre, copiaba las señas de casa y lo mandaba de vuelta. Era la única forma de que mi abuela, mi padre y mis tíos supieran que seguía vivo y con la salud suficiente para ir a un estanco a franquear una carta. Por entonces no tenían teléfono instalado y las llamadas eran prohibitivas. Sin embargo, tras pasar dos años, las cosas no le iban bien del todo. Cada vez que tenía un permiso, generalmente por Navidad, y bajaba a España tras dos días en tren, le volvía a hacer un hijo a mi abuela, que fue madre de una familia numerosa.

La primera bronca del capataz alemán fue porque se presentó a trabajar con alpargatas de esparto cuando el día anterior le habían dado ropa y botas de trabajo… las Había mandado a uno de sus hijos, que no tenía zapatos

Alguien le habló de que en Alemania pagaban mejor. Y se apuntó a ir a trabajar como Gastarbeiter a una base militar americana cerca de Fráncfort del Meno. Allí hizo todos los trabajos que ni los soldados americanos, ni los soldados alemanes, derrotados en la Segunda Guerra Mundial, querían hacer. La primera bronca del capataz alemán fue porque se presentó a trabajar con alpargatas de esparto cuando el día anterior le habían dado ropa y botas de trabajo. Cuando el traductor pudo deshacer el malentendido y supo que había mandado las botas a España para uno de sus hijos, sin zapatos, el señor que le había vociferado se sintió tan culpable que, con lágrimas en los ojos, le pidió disculpas en su lengua, le abrazó y le dio otro par de botas a cuenta del sueldo. En cuatro años de peón de mantenimiento en la base americana solo aprendió a decir Bier, Brot, Sauerkraut, Kartoffelnsalat, Wurst y, por una anécdota que hoy prefiero no contar, Spanische Scheisse.

Por estos años de trabajador invitado y la cotización hecha al sistema público de salud y pensiones mi abuelo tuvo una pequeña paga extra a cargo de la República Francesa y de la República Federal Alemana, que no sé si le compensaría los años en los que tuvo que vivir lejos de su mujer y de sus hijos, entre extraños, y prácticamente incomunicado por su analfabetismo. Espero que Paulino, junto con sus compañeros españoles emigrados, gracias al envío de remesas monetarias, haya contribuido al aporte de divisas para España. Gracias a ellos, y los turistas que empezaron a llegar en esos años primeros del desarrollismo de los sesenta, se pudo equilibrar el déficit de la balanza comercial española y se pudo tener una balanza de pagos saneada. Definitivamente estas experiencias contribuyeron a la mejora material del país. Aliviaron la situación de las familias de los emigrantes, y ayudaron al cambio cultural y de mentalidades que permitió la paulatina apertura del régimen franquista y la transición a la democracia.

Este precedente familiar siempre me hizo tener conciencia de la importancia de saber idiomas, y en cuanto pude, además del inglés de la escuela, quise aprender francés y alemán y todas las lenguas que fuera capaz, además de llegar a lo más alto posible en mis estudios. Yo mismo siempre me vi como extremeño de la tercera provincia, aunque mis circunstancias personales, por suerte, no se parecen casi en nada a las de mi abuelo. Pude estudiar, trabajar y vivir en Madrid, en el extranjero, tanto en la UE, como en EEUU, no por necesidad, sino por sed de conocimientos, experiencias y aventuras.

Cuando llegó la crisis de la última recesión, tuve claro que la salida a la misma era por tierra, mar o aire con el título de doctor bajo el brazo. Desde hace cinco años vivo felizmente expatriado en Guatemala, país de la nacionalidad de mis hijos, donde hago una labor administrativa y docente en la que pongo al servicio de mis clientes todos mis conocimientos y rica experiencia de vida. Aporto valor a la institución que me contrata y a los estudiantes de mis cursos, un valor que en España no se sabe o se quiere ver, pero que nos ha costado caro a todos los españoles por todas las becas escolares, universitarias, doctorales y postdoctorales de las que me he servido. Al menos Guatemala lo está aprovechando. Supongo que podemos considerarlo, de un modo un tanto cínico, una ayuda al desarrollo.

Ambos hemos emigrado cuando lo hemos necesitado, por motivos o incentivos económicos, claro, pero ambos lo hemos hecho de modo legal, con un pasaporte en regla

Ahora veo a los guatemaltecos, que como mi abuelo Paulino, buscan una oportunidad al otro lado del Río Grande, veo las noticias recientes sobre la llegada de inmigrantes ilegales a España e Italia y me pregunto, en qué nos parecemos todos los que estamos viviendo en medio de estas corrientes migratorias de la globalización. Y es aquí donde veo que tengo cosas en común con mi abuelo. Ambos hemos emigrado cuando lo hemos necesitado, por motivos o incentivos económicos, claro, pero ambos lo hemos hecho de modo legal, con un pasaporte en regla. Es decir, ninguno de los dos se plantó a la brava en los países de acogida, ambos seguimos los cauces legales para regularizar nuestra residencia y permisos de trabajo en el exterior con una visa; ambos tuvimos, antes de emigrar, una oferta de trabajo que compensaba el desplazamiento. Ambos fuimos requeridos por la sociedad de acogida, sociedad en la que trabajamos y contribuimos pagando impuestos al capital, al trabajo, cotizaciones sanitarias y sociales, al consumo, de circulación, etc. No me cabe la menor duda de que Paulino y yo hemos contribuido a la mejora de las sociedades y países de acogida de nuestra emigración.

Los españoles recordamos muy bien estas historias familiares o personales de emigración. Es por eso que entendemos que es un tema que debe tratarse con mucha responsabilidad

Aquellos que, siguiendo la demagogia irresponsable, acusan a los españoles de no recordar su propia historia como país de emigrantes ahora que llega la inmigración, mienten. Los españoles recordamos muy bien estas historias familiares o personales de emigración. Es por eso que entendemos que es un tema que debe tratarse con mucha responsabilidad. La inmigración es una riqueza para la sociedad de acogida y una pérdida para la de partida, sin duda. Sólo tenemos que pensar dónde está el mejor capital humano de Extremadura desde el siglo XVI para darnos cuenta de la deuda histórica que España tiene con ese interior rural, pobre y despoblado. En la reciente película Oro (Agustín Díaz Yáñez, 2017, sobre un relato de Arturo Pérez Reverte), que vi mientras volaba este año desde España a Guatemala, hay una frase al hilo del protagonista, extremeño, que me dejó impactado: Extremadura, mala tierra, buena gente. Y, claro, los mejores siempre son los que se van fuera, los que tienen más recursos físicos, mentales y materiales para emigrar.

Los países pueden y deben permitir la inmigración, pero ésta debe ser ordenada y regularizada. Siempre habrá que diferenciar a los refugiados políticos, que demuestren su persecución, y que vienen de zonas de conflicto, de la mera inmigración económica. Las razones humanitarias pueden ser permisivas con los refugiados políticos perseguidos en sus países de origen, pero los países desarrollados sencillamente no pueden hacerse cargo de todos los pobres de la Tierra que lleguen a su frontera. Se impone un criterio de selección por méritos, en función de la demanda y necesidades de las sociedades de acogida. Los hispanos en los Estados Unidos y los africanos en Europa quizás tengan una función y labor que cumplir en el norte, pero esto requiere un control mucho más estricto en la frontera y un cauce flexible, abierto, controlado y ordenado para la emigración legal.

Sin medidas de choque para frenar la riada y la ordenación del paso fronterizo estamos poniendo en serio riesgo nuestras sociedades de acogida

La solución no es fácil. Quizás requiera, además de medidas de choque, una fuerte campaña de publicidad en los países de origen y un plan de desarrollo económico para el norte de África y Mesoamérica-Caribe, que conlleve la pacificación y liberalización del comercio en la zona. Pero sin las medidas de choque para frenar la riada y la ordenación del paso fronterizo estamos poniendo en serio riesgo nuestras sociedades de acogida.

El Presidente Trump ha sido muy criticado por las declaraciones sobre la construcción de un muro con México y la sociedad británica por votar a favor del Brexit, pero la sociedad estadounidense o europea ya entienden -quizás menos los políticos del establishment- que no pueden acoger más inmigrantes de los que pueden asimilar o integrar sin crear ghettos, fragmentación multicultural y graves conflictos sociales. El mensaje debe ser contundente y nítido: delinquiendo y por la imposición de los hechos no hay camino al norte. Si las autoridades no entienden esto, no nos asustemos luego si los ciudadanos no votamos como se espera.

Foto Dimi Katsavaris