«La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua», leemos en El Quijote.
No existen los actores porno, ni las trabajadoras sexuales. En el fondo, lo sabemos, pero, puesto que muchos desean disponer de prostitución para solazarse, sea o no pantalla mediante, y hay mucho dinero que hacer en el asunto, nos valemos de giros lingüísticos en un vano intento de dignificar la pornografía llamándola «actuación» y la prostitución llamándola «trabajo».
Decimos que quienes se prostituyen vía grabación son «actores/actrices» porno por cubrir con un manto de respetabilidad nuestra mala conciencia. Porque si son actores, bueno, tal vez eso que hacen hasta sea arte, ¿verdad? A quien niegue ese disparate lo llamaremos «puritano» o «hipócrita» antes siquiera de que pueda explicarse. Solo que no son actores, por supuesto. La actuación es algo muy serio; es «interpretar un papel en una obra teatral, cinematográfica, radiofónica o televisiva» (DRAE). Es decir, interpretar es un arte. No importa que haya malas actuaciones o guiones imposibles (arte malo), igual que no importa, en cuanto a la relevancia de la ciencia y en qué consista, que haya malos científicos: de suyo, el arte y la ciencia son dignos, aunque sus condiciones o su ejecución lo hagan ser otra cosa. En el arte —«manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros»— una conciencia le habla a otra; en la pornografía, y sin importar el pseudoguion que se añada, determinadas personas se exhiben.
Es demasiado dinero y degeneración la que habría que dejar atrás, y por eso muchos se mienten y tratan de convencernos al resto
El arte (en mayor o menor medida: según sea de bueno) conmueve. Es decir, gracias al genio del creador y a la habilidad del ejecutante —cuando este es necesario, como ocurre en la música y las artes escénicas—, sentimos y/o entendemos. El meollo del arte son ciertas ideas y sentimientos. La pornografía sencillamente excita. Excitarse, por supuesto, no tiene nada de malo. Quien busque mojigatería aquí se ha equivocado de artículo, de cabecera y probablemente de siglo; ya pasamos por una revolución sexual, a nadie con dos dedos de frente le asusta el sexo, basta de ridiculeces. El sexo no es de suyo sucio, y cuando sale bien es ciertamente muy placentero. Pero es muy triste no saber distinguir entre sentir y entender y ponerse cachondo, y ningún totum revolutum puede confundirnos sobre este extremo.
La pornografía no es actuación: es gente a la que se graba follando. No cuenta ninguna historia en ninguna acepción medianamente razonable de «historia». Si sales a la calle y grabas a dos personas sacándose un moco no cuentas una historia; tampoco si te grabas cagando. Tampoco un influencer que se graba comiendo hace arte ni actúa. No es solo que «hacer» no sea lo mismo que «actuar»; un documental es ficción, aunque se grabe realidad, porque hay guion, historia, sentimientos y pensamientos implicados. Que quienes realizan pornografía adopten roles y digan cosas que han acordado previamente no hace que exista un «guion», como tampoco da que se vistan de esta o aquella manera para hablar de una «dirección de vestuario». Insulta a la inteligencia quien intenta convencer de lo contrario.
Se contaba hace una treintena de años un chiste pelín machista a propósito de este asunto: «¿Por qué ve con tanto interés una mujer una película porno hasta que acaba?». Respuesta: «Para ver si los protagonistas al final se casan». Era machista porque ridiculizaba a las mujeres, y por hacerse eco de caducos roles de género. Con todo, hay verdades de signo opuesto y mucho más machistas que el chascarrillo, a su manera, nos recuerda. El consumo de porno sigue siendo hoy, superados esos roles, mayoritariamente masculino. Y no hace falta pasar ni ocho minutos en plataformas pornográficas para ver que su orientación es muy mayoritariamente machista. La mayoría del porno actual es violento. Denigra a las mujeres, que no solo son cosificadas, sino además insultadas. Mientras algunos se hacen cruces con el atuendo de las azafatas de la Fórmula 1, en Pornhub hay vídeos de violaciones reales, incluidas de menores, y, como ha investigado a fondo Laila Mickelwait, la capacidad de la plataforma para detectar y eliminar estos contenidos que se suben a su red es irrisoria.
Sigan a Mickelwait si quieren saber hasta dónde llega el pudridero. Pornhub empleó solo una persona para revisar videos marcados como posiblemente delictivos; hasta setecientos mil había en determinado momento. Estamos hablando de secuestro y violación de menores. Estamos hablando de una compañía que no comprueba la edad de quienes participan en los vídeos y juega constantemente con la idea de que son menores; hacer pasar a prostitutas por «hermanastras» o «hijastras» es uno de sus deleznables ganchos. Hay un patrón: la extrema juventud —fingida o real— es un factor clave del éxito en los vídeos. Y eso que solo nos referimos a la web con más tráfico y acaso más vigilada; ni siquiera podemos imaginar lo que hay en otras, no hablemos de la Dark Web y otros inframundos.
También merece una pensada el volumen de pornografía circulante. Solo en la mencionada Pornhub contabilizan más de cien mil millones de visualizaciones al año. Y convendría que pensásemos en el amateurismo creciente, en cuántas mujeres y hombres jóvenes (pero sobre todo mujeres) terminan pensando que una penetración no se distingue de recoger fresas o limpiar estantes, un error que con el tiempo pagarán caro, y no porque la sociedad sea hipócrita o puritana, sino porque de venderse no se sale sin la autoestima y el autorrespeto hecho trizas —quitando una minoría sin conciencia que tampoco cuenta demasiado—.
Digo que conviene planteárselo porque a fin de cuentas ahora está Onlyfans, que no solo es cantera de pornografía y prostitución (valga la redundancia), sino un espejo en el que hoy se miran muchos jóvenes que, por no estar construidos éticamente, concluyen que, al estar todo en venta, es buena idea vender unas bragas usadas, un botecito de orina o un desnudo bajo suscripción. Hace poco una ex profesora de matemáticas que compaginó esa profesión con su Onlyfans —algunos de sus alumnos estaban suscritos— afirmaba con infinito cuajo que no hubiera permitido que sus compañeros de filmación se prostituyesen («es por gusto») para reconocer dos frases después que compartía con ellos los beneficios. Estamos haciendo del mundo un inmenso prostíbulo, y hay que ser muy iluso o muy sinvergüenza para creer que eso no está teniendo consecuencias. Y no solo en la psique de los menores que consumen o quienes se prostituyen (DRAE, segunda acepción: «Deshonrar o degradar algo o a alguien abusando con bajeza de ellos para obtener un beneficio»), que solo nos acordamos de la salud mental cuando hay un político que quiere pasar el cazo; también sucede que hay oficios que están desapareciendo o que los trabajos básicos y más exigentes ya no los quiera hacer nadie, pudiéndose grabar desde el cuarto «actuando», participando en este peep show gigantesco.
La pornografía es prostitución grabada, puesto que la prostitución es la «actividad de quien mantiene relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero». En tales términos, es una actividad indigna. La razón principal es que no «tenemos» un cuerpo, sino que somos un cuerpo. Somos más que eso, naturalmente, pero para explicar qué hay de malo en la pornografía hay que entender que una persona no es «algo» que por hache o por be habita un cuerpo, ese disparate cartesiano que ha dado pie a tantos desvaríos; el cerebro es cuerpo, no hay conciencia sin cuerpo, etcétera. Venderse es vender personas y por lo tanto es indigno. Lo escribe Kant en La fundamentación metafísica de las costumbres: «En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, so tiene dignidad […] aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es, dignidad». Se venden las cosas, no las personas; al menos si queremos que el mundo esté a la altura de las mejores posibilidades humanas, de nuestra disposición más noble y menos zafia.
Todo esto que he contado lo sabemos. Pero es demasiado dinero y degeneración la que habría que dejar atrás, y por eso muchos se mienten y tratan de convencernos al resto. Las actividades que atentan contra la dignidad no son ni profesiones ni trabajos. Son actividades ilícitas, en sentido moral: empeoran nuestras vidas. Ni que decir tiene que hay grados, desde la pareja que vende su intimidad al sexo violento con menores, y que esos grados no son meros grises, pues van de lo ligeramente dañino hasta lo intolerablemente perverso. Pero la existencia de grises no convalida el acto en sí, que es lo que es, y tiene las consecuencias personales que tiene. Quien dude que investigue el casi inexistente fenómeno de la gente que, teniendo mucho dinero, se prostituye. Esta es una actividad para pobres, y las cuatro pornstars de turno no van a desmentirlo. Como ha dicho Amelia Valcárcel hace nada, «si la prostitución fuera un trabajo como otro cualquiera, la trata no existiría».
No existen los actores porno, ni las trabajadoras sexuales. Dejar de mentirnos es el primer e ineludible paso para mejorar nuestras sociedades.
Foto: Steinar Engeland.
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