No son pocos quienes afirman que vivimos en la llamada Era de la Conspiración, un tiempo en el que existirían poderes malignos que dominan el mundo. Es el tan difundido pensamiento conspiracionista o la creencia de que sucesos históricos relevantes —sobre todo vinculados al poder político— son tergiversados, ocultados o manipulados con el objetivo de someter a la población mediante el engaño. Es la “gran trama secreta” de los “poderosos” que aspiran al control total de la humanidad en beneficio propio. Es la distopía hecha realidad, Matrix en funcionamiento para acabar con la Humanidad.

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Aunque parezca absurdo, pueril o descabellado, afirmaciones disparatadas como que la Tierra es plana, que el hombre nunca llegó a la Luna, que Elvis Presley vive en Argentina y regenta un bar de copas, que Alexa nos escucha y graba todo lo que hablamos en el salón de casa, que la reina Isabel de Inglaterra era una reptiliana o que Jesucristo fue en realidad un alienígena están hoy a la orden del día, sobre todo en redes sociales, con réplica incluso en los considerados medios de comunicación serios o canales de divulgación “científica y cultural”.

No todo es globalismo, Agenda 2030, Soros o von der Leyen; como tampoco todo es Putin, Trump o Xi Jinping. La realidad es mucho más compleja y las respuestas, tal vez, más simples

Los acólitos de la conspiración resumen todo en un puñado de mantras: “nos mienten”, “la verdad está en otra parte”, “ellos nos ocultan la verdad”. Se consideran los que han “despertado”, los poseedores de un conocimiento privilegiado que el resto de los humanos no posee; los que han escapado del control, los rebeldes, la resistencia.

El conspiracionismo alcanza su verdadera peligrosidad cuando anida en la política. “Las brujas no existen, pero que las hay, las hay”, dice el sabio refranero español. Cuidado, igual que las conspiraciones. Dejando a un lado paranoias y esquizotipias, las conspiraciones reales existieron, existen y existirán, porque desde que el poder existe, existe la conspiración. Negarlo es un error, puesto que incluso un conspiranoico puede, en algún momento, develar manipulaciones reales. Por eso, un anticonspiracionista puede resultar tan nocivo como el conspiracionista, al negar el auténtico complot. El primero se convierte en un necio conjurado, igual que su contraparte.

Pierre-André Taguieff afirma que las “teorías de la conspiración” tienen sus emprendedores ideológicos, sus propagadores y sus consumidores. Los encontramos tanto en el discurso político como en el ámbito cultural. ¿Y por qué sucede esto? Porque el conspiracionismo, además de anular el pensamiento crítico, resulta atractivo y, además, vende.

La Historia parece mucho más producto del caos que de la conspiración, como afirmó el politólogo estadounidense y exconsejero de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski. Para muchos es más fácil y cómodo entender la complejidad de la realidad y los males del mundo cuando existe un enemigo diabólico en las sombras; por eso, la gran conspiración lo explica todo, y eso es suficiente para el creyente. Pensar, en cambio, es más duro: cuesta trabajo.

El problema de las teorías de la conspiración en el ámbito político surge cuando se aplica el reduccionismo para dar respuesta a todo lo que no se entiende o se considera nefasto, y cuando este encaja en el enfrentamiento acrítico y maniqueo entre el Bien y el Mal absolutos. Cuando ya no hay matices, diferencias de textura ni profundidad para comprender, se termina por perder la razón; y cuando ello sucede, desaparecen el sentido común y la correcta interpretación de la realidad.

Quienes buscan la verdad y aman la libertad desconfían del poder político, aborrecen los excesos y los abusos, y rechazan la imposición y el autoritarismo. El poder tiende a expandirse, a crecer y a abarcarlo todo mediante la estructura del Estado que, sin limitaciones ni controles, termina convirtiéndose en un monstruo enorme que acaba fagocitando al individuo. Es necesaria la limitación y el control del poder con el objetivo de garantizar la libertad del individuo y permitir que este se desarrolle sin obstáculos, porque intrigas y confabulaciones para evitarlo han existido, existen y existirán.

Pero esto no significa que los poderes ocultos tras el poder aparente —el poder que persiste más allá de la alternancia política, el que se mantiene al margen del resultado de la contienda electoral en las democracias liberales, como los lobbies, el poder mediático o el económico y financiero— tengan un dominio omnímodo a escala global.

Las teorías de la conspiración se basan en afirmar medias verdades, como la existencia de fuentes de poder muy influyentes que no emanan de procesos democráticos, y que serían el núcleo de un supuesto gobierno mundial en las sombras que lo controla todo, incluso el acto más trivial de nuestras vidas. Si realmente existieran esos poderes globales omnipotentes —como cree el conspiranoico— el ciudadano de a pie no tendría nada que hacer y todo estaría perdido. Por este motivo, las teorías de la conspiración anulan la capacidad crítica, lo que acaba desarmando la voluntad de resistir la opresión.

En las democracias occidentales, los mecanismos de control y equilibrio (checks and balances) deberían servir de freno a la arbitrariedad y al abuso del poder. En Occidente aún somos personas libres, ciudadanos con derechos e instrumentos institucionales capaces de elegir qué camino tomar. No existe sistema ni modelo perfectos, pero una sociedad civil y democrática como la occidental sigue siendo un refugio de libertad.

Observar y analizar un fenómeno como la globalización con los ojos de los agentes Mulder y Scully de la serie Expediente X es, cuanto menos, infantil. Creer que la “fase superior” del largo proceso de globalización —recordemos que lo inició España con el descubrimiento de América— es la ideología del globalismo, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible —la Agenda 2030— como fuente de todos los males, resulta pueril, malicioso o una combinación de ambas cosas. No todo es globalismo, Agenda 2030, Soros o von der Leyen; como tampoco todo es Putin, Trump o Xi Jinping. La realidad es mucho más compleja y las respuestas, tal vez, más simples.

Tampoco se puede reducir lo político a un esquema de “globalismo versus patriotismo”. Hacerlo es caer en el mismo error que el marxismo. Si quienes se oponen al izquierdismo, al wokismo, a las consecuencias de las políticas verdes, a la ideología de género y al nefasto buenismo ideológico progre en general apelan simplemente al soberanismo o al patriotismo, señalando como responsables de la catástrofe civilizatoria a las estructuras supranacionales, a las élites, a la casta, al sistema o a las grandes finanzas, curiosamente están compartiendo las mismas categorías y tópicos izquierdistas y, peor aún, utilizando el mismo esquema explicativo reduccionista marxista para dar respuesta a todo. Si el globalismo es una entelequia, el patriotismo también lo es, ya que en esta categoría, colindante con el nacionalismo, pueden encajar figuras tan dispares como Putin, Trump, Xi Jinping, Meloni, Maduro, Milei, los Kirchner, Orbán, los ayatolás o los talibanes.

Apelar a la “conspiración global” de los “poderes ocultos”, como al globalismo o a la Agenda 2030, es en muchos casos una externalización de responsabilidades políticas; un chivo expiatorio que calma el dolor del fracaso, la cobardía o la pusilanimidad de la política retórica.

En tiempos de confusión, manipulación y propaganda, lo importante es conservar la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso, la verdad de la mentira, lo verosímil de lo inverosímil, lo bueno de lo malo, sin caer en el maniqueísmo ni en el nihilismo. Cuando se pierde la racionalidad y el discernimiento, se pierde la libertad intrínseca a la condición humana. Cuando se pierden esas capacidades, el hombre libre deja de serlo.

El conspiracionismo anula y paraliza la sensatez. Para combatirlo resulta indispensable empezar por recuperar la confianza en nosotros mismos, separando el polvo de la paja, la mentira de la verdad, la ficción de la realidad. En definitiva, recuperar el pensamiento crítico y la capacidad de razonar para comprender los fenómenos complejos de nuestro tiempo.

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