Los efectos de la politización extrema que se ha instalado en España se hacen sentir en forma muy negativa para todos. La polarización todo lo resuelve porque no caben otras respuestas que las que da el propio bando, así sea se pregunte por el tiempo que hace. No se puede preguntar por nada si eso puede ser interpretado como una forma de favorecer a unos o a otros, y no digamos nada cuando se sospeche que se puede perjudicar a ambos. Eso es lo que ha pasado con la desgraciadísima gestión de la pandemia que hemos padecido, pero no se trata de ningún caso excepcional, es lo que ocurre cuando se ha perdido casi por completo la capacidad de análisis independiente.
No se trata de una parálisis intelectual que afecte a todo el mundo, pues quien más quien menos, sabe bien que no es oro todo lo que reluce, pero sí afecta casi sin excepción a lo que acontece en la esfera pública. El fenómeno es tan grave que cuando un conocido periodista ha empezado a cuestionar en un telediario algunas de las mentiras o tonterías en circulación más bobas se ha producido una especie de pasmo universal, y una asociación profesional se ha apresurado a concederle un premio. No es mal síntoma, digo lo último, porque lo primero es espantoso.
El caso de la pandemia está siendo apoteósico, hemos visto como se derrumba el mito de poseer el mejor sistema sanitario del mundo, pero no se está haciendo absolutamente nada para saber qué es lo que se ha hecho mal y, si se escucha el parecer de los políticos, del gobierno y de la oposición, lo que se ha hecho es de notable para arriba. ¿Qué misteriosa maldición nos obliga a tragarnos una inconsecuencia de tal tamaño? Pues la fidelidad perruna de muchos a sus amos políticos, unos al Gobierno, otros a las autonomías en otras manos. Es más, lo que se está empezando a oír es que hace falta reforzar la sanidad pública, como si todo fuese un problema de dinero, cuando no lo es, o, al menos, no lo es en exclusiva.
¿Es un problema de dinero que los cerca de quince mil empleados públicos, entre epidemiólogos, salubristas, médicos dedicados a la prevención, enfermeras, auxiliares, administrativos y cargos públicos a dedo dedicados a advertir la presencia de enfermedades nuevas hayan sido incapaces de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo bastante antes del malhadado 8M?
Nadie parece querer hacer un esfuerzo elemental para saber qué ha estado fallando, y nadie nos dice que se vaya a corregir, por si vuelve con fuerza la pandemia o, para que las cosas funcionen de una manera más eficiente en el futuro. ¿Es un problema de dinero que los cerca de quince mil empleados públicos, entre epidemiólogos, salubristas, médicos dedicados a la prevención, enfermeras, auxiliares, administrativos y cargos públicos a dedo dedicados a advertir la presencia de enfermedades nuevas hayan sido incapaces de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo bastante antes del malhadado 8M? ¿Se va a hacer algo para que la información clínica de cada acto médico se pueda convertir en un índice que ayude a entender que tenemos un problema? Según me dice quién puede saberlo, hay casos en los que el informe del médico de asistencia primaria que detecta que algo extraño podría estar sucediendo puede tardar dos meses en llegar a la poltrona en que se examina el panorama. Tampoco parece funcionar a la perfección la comunicación entre hospitales o un centro de coordinación que permita saber dónde hay camas disponibles.
En el colmo del caos bajo mando único parece que Renfe medicalizó un par de trenes, capaces de trasladar casos graves, pero ya se sabe que los trenes no sirven de mucho si no saben a dónde quieres o tienes que ir. En Europa se usaron desde el principio este tipo de instrumentos, pero me temo que sea en lugares en que sí saben dónde tienen camas disponibles. No es de extrañar nada de esto si se piensa que ni siquiera hemos sabido contar con un mínimo de competencia el número de víctimas, lo que al final ha servido para que el gobierno haya casi conseguido ocultar el deshonroso lugar que hemos ocupado en la gestión sanitaria de la pandemia. A cambio, el presidente del Gobierno ha estimado que gracias al confinamiento se han salvado unos cientos de miles de vidas, naturalmente sin explicar ni poco ni mucho de que manera le han hecho un cálculo tan redondo y complaciente (cabe pensar que sea ocurrencia de Simón, vista su competencia).
No es que seamos tontos y no sepamos entender lo que está pasando, es que los políticos, sin excepción que me venga a la cabeza, son unánimes en tratarnos como si lo fuéramos. Jamás nos dicen nada que, a su entender, pueda perjudicarles, y, en consecuencia, mienten más que hablan. El gobierno se ha organizado unos aplausos espontáneos, en plan apoyo a los sanitarios, a la llegada de Sánchez a Moncloa tras su éxito, pero porque piensa que no caeremos en la cuenta de que su éxito habría sido mayor si no hubiese pedido el doble de lo que nos han dado. Este asunto del plan europeo ha parecido una explicación de resultados electorales, cuando parece que todos los partidos han ganado. De todas formas, se nos escapa lo más humillante, y es que como dijo Richard Sennett en una entrevista en El País, “lo gratuito conlleva siempre una forma de dominación”, es decir que Sánchez es aplaudido porque ahora somos un poco menos independientes y respetables que antes de la pandemia, si cabe, y pese a lo brillante que ha sido nuestra gestión.
La mentira siempre tendrá un gran papel en política, no cabe mucha ingenuidad en esto, pero lo que resulta preocupante es que las capas más influyentes de nuestra sociedad la acepten con tanta mansedumbre y no hagan nada por ponerles las cosas un poco más difíciles a los políticos más mentirosos. Aquí, si la mentira ha alcanzado algún mérito es por su carácter grotesco, por su vulgaridad, pero de eso no tienen la culpa solo los mentirosos, sino los que les siguen con unción la corriente. A otro periodista del mismo medio le dijo una vicepresidenta que en Portugal habían tenido menos problema con la pandemia porque estaban más al Oeste, y el audaz reportero se limitó a constatarlo.
A veces parece como si la prensa en su conjunto fuese presa de un embrujo que le impide ocuparse de lo que interesa y le lleva a dar coba y aliento a las gilipolleces más burdas. O como si actuase con la disciplina de un batallón legionario ocupándose de lo que le manden. El ejemplo de don Juan Carlos es obvio, ahora le ataca todo el mundo por su informalidad, pero esos mismos fieros guardianes de la decencia pública nada dijeron cuando no se les impulsaba a hacerlo, y ahora colaboran con entusiasmo a emporcar la monarquía porque es lo que conviene. Que no se extrañen si pierden lectores y que no le echen la culpa a Google and Co., que es muy probable se merezcan lo suyo, y se pregunten si es ético darle más importancia al devaneo de un torero que a que la Guardia Civil haya sido amenazada con motosierras en Vera de Bidasoa, de lo que hemos tenido que enterarnos por Whatsapp.
En pleno franquismo se soñaba con la esperanza de que la prensa pudiera ser un contrapoder, pero algunos magnates parecen más interesados en hacerse amiguetes de los políticos para que les cuenten algo y en pasar la gorra y, claro es, no acaban de interesar a sus lectores. Antonio Machado decía que hay una España que muere y otra que bosteza, ahora esas dos Españas tal vez ya no sean tan distintas, pero es pasmoso que, ante la muerte de más de cuarenta mil españoles, se acaben saliendo con la suya los que creen que basta con aplaudir y que nunca hay que preguntarse nada, no sea que se moleste el señorito.
Foto: Fernando @cferdo