60 minutos equivocado, y equivocado (casi) 60 años. Paul Ehrlich le amargó el primero de enero a los televidentes (qué concepto más demodé) del programa de la CBS 60 minutes. No sé cómo será vivir en la compañía de este cenizo legendario, pero sus apariciones públicas están plagadas de profecías a su vez inmediatas y catastróficas.
En 1968 publicó un libro titulado The population bomb que alarmó a una pléyade de incautos. El libro sí fue una bomba; vendió ejemplares sin término (se sigue vendiendo hoy), y su mensaje tenía una irresistible combinación de terror y pseudociencia que cautivó a la generación de ese fatídico año. Se catapultó, de un brinco, a los mensajes de los medios de comunicación y al discurso político. Y siempre ha habido serísimas figuras públicas dispuestas a poner su sello de aprobación al mensaje del profeta Ehrlich.
La idea de que una parte de la población sobra se piensa en tercera persona. Sería de mal tono utilizar la segunda, y la coherencia de utilizar la primera la han adoptado Garrett Hardin y su mujer, ya en el otoño de la vida, y pocos más
Ehrlich, hay que decirlo de inmediato, es un entomólogo. Estudia el comportamiento de los insectos. Yo valoro especialmente la labor que hace esta raza de superhombres, capaces de superar la repulsión que a cualquier persona de bien le causan los bichos, para ampliar nuestro conocimiento de la naturaleza. Pero la entomología, todos lo sabemos, tiene sus limitaciones. Una de ellas es la de aplicar sus hallazgos a otra población que, lo podemos decir sin temor a equivocarnos, poco tienen que ver con las de los insectos, como es la humana.
En el mundo animal hay feedback negativos, que conocemos muy bien. Si aumenta la población de depredadores, se diezma la de las presas. Cuando esto ocurre, escasea la comida y se reduce la población de depredadores, lo cual permite que las presas prosperen. Este tipo de observaciones son muy comunes entre los entomólogos. Ehrlich cometió la imprudencia científica de aplicar esos modelos a un ámbito que nada tiene que ver con la insecta.
No es sólo imprudencia, sino una grave falta de honradez intelectual. Nadie está libre de haber cometido errores, algunos graves, en el inseguro mundo del pensamiento. Pero Ehrlich los ha mantenido a pesar de que nada, nada, de lo que ha dicho que ocurriría, ha acaecido. Tiene el hombre 90 años, y aunque llegase a vivir los 115 años con los que acaba de morir Bessie Hendricks, seguiría manteniendo sus viejos dislates.
Ehrlich dio un nuevo formato al viejo malthusianismo. Pero con una radicalidad, en sus propuestas políticas, a la que el clérigo anglicano nunca se atrevió. Por ejemplo, Ehrlich decía en los años 70’ que se debía meter en la cárcel a todo padre o madre que tuviera un número “excesivo” de hijos. Teniendo en cuenta que el profeta tiene uno, cabe pensar que el segundo o sucesivos son un abuso. Y que hay que reducir la población mundial multiplicando la población reclusa.
Malthus, además, era un pensador mucho más sutil y complejo que el pobre Ehrlich, sobre el que recae el involuntario mal de que otros, como el programa de la CBS, le hagan caso.
Publicó su famoso libro cuando la tierra soportaba una población humana de 3.552 millones de personas. Curiosamente, ese fue el año de mayor ritmo de crecimiento de la población de la historia, junto con el año siguiente. Entonces, el hambre afectaba a una parte muy significativa de la población. Hoy superamos los 8.000 millones de personas, y el gran problema de salud pública en los países ricos es el exceso de alimentación. En 2001, con una población de 6.223 millones de personas, había 833 millones con malnutrición, y hoy son 663.
Lo que no entendió nunca Ehrlich, aunque ha tenido tiempo se sobra para estudiarlo, es que el hombre no sólo es un consumidor de recursos. Según él, se mire por donde se mire, la imperfecta esfera terráquea es finita, y si la consumimos a bocados, cuanto más tiempo pase, menos habrá. Devoramos nuestras presas, y estamos abocados a pasar un hambre desconocido en la historia. Pero el hombre no sólo consume; también produce.
Y por producir me refiero a que tiene la capacidad de aprovechar la naturaleza de un modo mucho más pleno para mantener la población. El destino quiso que también en los años 60’ se produjera lo que luego se ha llamado la revolución verde. Gracias a las ideas de Norman Borlaug y otros científicos, se introdujeron nuevas técnicas en la producción de alimento que han permitido alimentar mejor a una población que crece a un ritmo inaudito, y que el bosque templado recupere terreno porque el agrario es tan productivo que remite cada década. Esto es fruto del ingenio humano, puesto al servicio del hombre gracias a lo que llamamos capitalismo: el intercambio, los precios y la división del trabajo.
El error intelectual de Ehrlich y de otros autores como él tiene implicaciones morales muy relevantes. Una vieja y encantadora dama de pelo blanco, con torrentes de amor hacia las especies no humanas, llamada Jane Goodall, dijo en enero de 2020: “No podemos ocultar el crecimiento de la población humana, porque subyace a muchos de los demás problemas. Todas estas cosas de las que hablamos no serían un problema si el mundo tuviera el tamaño de población que había hace 500 años”. No es que Goodall pida una extinción masiva, pero mantiene esa concepción de que el hombre es un invasor, que se ha extendido por el planeta como una plaga. Goodall le deja las propuestas de políticas públicas sobre lo que hay que hacer con la plaga humana a otros.
Discípulo del neomalthusianismo ehrlichiano es también el Papa Francisco. En su encíclica Laudatio si hace algunas afirmaciones sorprendentes. En el epígrafe 33 dice: “Los recursos de la tierra también están siendo depredados a causa de formas inmediatistas de entender la economía y la actividad comercial y productiva”. En el 180: “Se pueden facilitar formas de cooperación o de organización comunitaria que defiendan los intereses de los pequeños productores y preserven los ecosistemas locales de la depredación. ¡Es tanto lo que sí se puede hacer!”. Más adelante propone una oración, que dice: “Sana nuestras vidas,/para que seamos protectores del mundo/y no depredadores,/para que sembremos hermosura/y no contaminación y destrucción”.
En el texto se utiliza la palabra “producción” en un centenar largo de ocasiones. En ninguna de ellas, tiene un sentido positivo. Las únicas excepciones en las que se habla de la producción en términos positivos es cuando ésta disminuye en zonas pobres a causa de la actividad capitalista de los países ricos. Dios nos asista.
Todavía no ha pegado el salto de medio milenio hacia el pasado de la simpática Goodall, pero Francisco comparte la idea de que el hombre es un depredador, y de que la cooperación económica multiplica las posibilidades de nuestra especie de diezmar los recursos naturales.
Como dijo Jean François Revel en El conocimiento inútil, la Iglesia tiene perfecto derecho de pronunciarse sobre el mundo en el que vive. Y lo ha hecho siempre. Pero si habla sobre cuestiones mundanas, sus juicios tendrán que someterse a la misma razón que utilizamos todos, incluyendo el octavo mandamiento.
La idea de que una parte de la población sobra se piensa en tercera persona. Sería de mal tono utilizar la segunda, y la coherencia de utilizar la primera la han adoptado Garrett Hardin y su mujer, ya en el otoño de la vida, y pocos más. Los otros son siempre los pobres. Malthus propuso las leyes de pobres sobre su teoría de la población. Richard Attemborough, otro que tal baila, criticaba que se le llevara harina a los países pobres. Comerán más, claro. Y se reproducirán. Qué dislate.
Paul Ehrlich es el hombre que nunca se cansó de estar equivocado. Siempre dice que estamos al borde del precipicio, y la única prueba que ofrece al respecto es que todavía no nos hemos caído. Y no lo vamos a hacer.
Foto: Amir Arabshahi.