Entre las muchas frases ingeniosas que circularon en París en mayo del 68, estuvo esta: «Je suis marxiste, tendance Groucho». Y es que los alegres chicos que ocuparon el Odeón, cayeron sobre la Sorbona y vieron truncado su sueño de una segunda toma de la Bastilla tal vez fuesen agriamente izquierdistas, pero a la vieja guardia comunista la tenían bien calada. Aprovecho que tal día como hoy se murió hace cuarenta y tres años el tipo más divertido que jamás ha existido para contarles por qué también yo me declaro marxista —de la rama grouchista, por supuesto—.

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La autobiografía de nuestro líder espiritual (Groucho y yo), es un canto a la pasión por la vida, la historia de unos seres singulares que salvan obstáculos de toda clase y le hacen un quiebro a la miseria. Podría decirse que es el descacharrante reverso del Enquiridión del estoico Epicteto, porque las conclusiones son las mismas: por más miserias que sufras, el sol siempre volverá a salir. Sus páginas están llenas de extravagancias y pillerías ingeniadas por una familia de deliciosos pirados que busca remedios contra el aburrimiento y el hambre. Si uno quiere saber qué hubiera sido de Ulises veintitantos siglos después y en Nueva York, no tiene más que sumergirse en esta lectura. Les aseguro que no pararán de reírse, y que accederán a utilísimas moralejas (sin moralina). Gozarán también de una vívida descripción de un mundo que en muchos sentidos ya no existe, y se sorprenderán con la de veces que un verdadero genio es capaz de arruinarse en tan solo unos años.

El corpus de ideas del marxismo grouchista es rico y floreado, y sus consignas, bien entendidas, dan para enfrentarse a casi todo. Es, para empezar, un credo libre, pues invita desconfiar de gurús, coaches y otros farsantes, incluido él mismo: «Mis ideas no valen un comino y mi experiencia no ha de ser ayuda para nadie». Además, la suya fue una moral elevada. La relativista ductilidad ética de Groucho es un infundio que proviene de uno de sus chascarrillos cinematográficos más celebrados («Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros»). En realidad, Groucho, como todas las personas éticamente serias, creía en la inviolabilidad de ciertos principios. De hecho, suya es una de las mejores explicaciones que conozco sobre la distinción que Max Weber hizo entre la Gesinnungsethik (ética de la convicción) y la Verantwortungsethik (ética de la responsabilidad, es decir, del cálculo). Groucho está en un bar y le pregunta a una chica si se acostaría con él por una cantidad obscena de dinero; digamos, para contextualizar a nuestro presente, cien millones de dólares. La chica entiende que dada la enormidad de la suma la pregunta es retórica y accede. A renglón seguido, Groucho planta un billete de diez y la invita a consumar el trato. «¿Qué se ha creído que soy?», le dice ella, a lo que él responde: «Lo que usted es ya ha quedado muy claro, ahora solo estamos discutiendo el precio».

Groucho nos legó una de sus mejores descripciones: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». No contento con eso, anticipó un siglo la enfermedad que corroe a la democracia de su país y por extensión a las del resto: «La mentira se ha convertido en una de las más importantes industrias de Norteamérica»

Aparte de su autobiografía, hay otros sitios donde disfrutar; por ejemplo, con su antológica colección de cartas. En ellas aparecen, entre muchos otros, compañeros de profesión como Jerry Lewis o el mismísimo Howard Hugues. Para todos tiene una puya o una burla de sí mismo, y la mayoría de las veces, las dos cosas. Una de las notas más sucintas se la dirige a la revista Confidential, una especie de panfletucho rosa. En uno de sus números, Confidential sugirió que a Groucho, ya entrado en años, le gustaban las jovencitas, algo que desde luego él nunca hubiese negado. Pero un par de meses después dijeron que su programa de televisión estaba trucado, y eso le molestó bastante más. Groucho les escribió una nota en la que les avisaba: «Muy señores míos: si siguen ustedes publicando artículos difamatorios contra mí, me verá obligado a cancelar mi suscripción». También se las tuvo tiesas con la Warner a propósito de Una noche en Casablanca, pues sus ejecutivos entendían que tal nombre conculcaba sus derechos adquiridos en la mítica cinta de Bogart y Bergman. La espiral de respuestas demenciales que les remitió es un alegato contra la rapacidad empresarial y una de las cumbres del humor de todos los tiempos: léanla aquí y me lo agradecerán.

No me detendré en sus películas, la verdadera Biblia del marxismo grouchista, porque eso merece un capítulo aparte. Pero dejen que les recomiende de corazón, como medicina para el espíritu, que se den de vez en cuando un atracón de esta sabrosa libación filosófica, en la que hallarán sabiduría a raudales. Si les inquieta la economía, allí estará Groucho para recomendarles recato, frugalidad y mesura («Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…»). Si también les preocupa el progreso de la historia, tendrá una lección para ustedes («La humanidad, partiendo de la nada y a base de esfuerzo, ha llegado a alcanzar las cotas más altas de miseria»).  Y si lo que desean es saber algo sobre biología («Soy tan viejo que recuerdo a Doris Day antes de que fuera virgen») o sobre derecho («Siempre me casó un juez: debí haber exigido un jurado»), también podrán contar con Groucho para que les instruya.

Las tesis marxistas-grouchistas se extienden incluso al sentido último de la vida. En una de las mejores escenas que rodó ese hijo especial que le nació a Groucho, Woody Allen, Mickey Sachs, el papel que encarna en Hannah y sus hermanas, pasa de la alegría inmensa de saberse no afectado por un cáncer terminal al profundo abismo de comprender que, si no hoy, seguro que mañana habrá un final que comprometa qué sentido tiene vivir. Pasa entonces infructuosamente por los distintos credos disponibles, pero nada funciona; decepcionado, decide suicidarse de un disparo. Tras fallar por muy poco, se refugia en un cine donde pasan Sopa de ganso. Por allá deambulan los Hermanos Max, la impagable Margaret Dumont y el resto haciendo de las suyas y pasándolo en grande. Y entonces Sachs concluye que la vida, a fin de cuentas, con toda su brevedad y todas sus miserias, merece la pena ser vivida. Le bastan al Marx bueno unos pocos fotogramas para transmitir tan poderoso mensaje; compárese con el terrible trance de pasar por los más de tres millares de páginas de El Capital.

Sé lo que me dirán los seguidores de la rama equivocada del marxismo: que entre Groucho y Karl no hay comparación intelectual. No estoy de acuerdo. Cierto que el Marx equivocado hizo aportaciones importantes a la historia de las ideas, y que apenas cabe entender la filosofía política del siglo xx sin reservarle un hueco. Pero tampoco me van a negar cuál de los dos causó más problemas. Es verdad, Groucho no tuvo una educación formal; pero recordemos la sentencia de Unamuno: hay mucho imbécil leído. Y si creen que Groucho era un don nadie en los círculos de la intelligentsia, sepan que se trató con Dalí, con quien planeó una película, se carteó con su buen amigo T. S. Eliot y se dejó caer a menudo por la Mesa Redonda del Algonquín, un grupo de periodistas, críticos, escritores y comediantes que liderados por Dorothy Parker reunió a gente como Robert Sherwood o Douglas Fairbanks. Además, fue Groucho quien afirmó que la televisión era un gran invento cultural, porque cada vez que alguien la encendía él cambiaba de habituación y se ponía a leer un libro (imaginen que hubiera dicho de nuestras «redes sociales»). Es cierto que Marx no conoció la televisión y así pues no pudo criticarla; pero no caben muchas dudas de lo que hubiera hecho, viendo lo que le gusta a Maduro y a sus otros émulos. Por cierto, popes de la corrección política: Groucho era judío, y Karl, antisemita.

Tampoco era Groucho ajeno a la política. De hecho, nos legó una de sus mejores descripciones: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». No contento con eso, anticipó un siglo la enfermedad que corroe a la democracia de su país y por extensión a las del resto: «La mentira se ha convertido en una de las más importantes industrias de Norteamérica». Un sueño húmedo: imaginar qué hubiese dicho de Trump o de la asfixiante ola de pensamiento único que está destruyendo el humor y la libertad en todas partes. Tampoco hubiera durado mucho en activo. Si han descontextualizado a Hume y a Cervantes, imagínense el tiempo que los victimistas que andan por ahí haciendo pintadas tardarían en pedir para Groucho pena de cárcel.

Son muchos los que por desconocimiento o por envidia piensan que ser marxista de esta guisa es cosa trivial y llevadera. Nada más lejos de la realidad. Ser consecuente con los principios de esta antisecta cuesta mucho, porque su único mandamiento —«no te tomes demasiado en serio»—, cuando se practica de veras, requiere montar una permanente guardia ante uno mismo. El principal enemigo es la taimada vanidad; el hombre, como decía el poeta W.H. Auden, desea ser libre y desea sentirse importante, lo cual le pone en un espinoso dilema, porque cuanto más se emancipa de la necesidad menos importante se siente. Groucho supo sin duda a qué carta quedarse, y los marxistas grouchistas, incitados a seguir su ejemplo, estamos obligados a renunciar cada día a un poco de nuestra falsa importancia para ganar un poco más de libertad real.

Foto: MGM-photo by Ted Allan


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