Quizá el aspecto más perdurable de las revueltas de 1968 fueron los eslóganes. Sobre todo cuando llegamos a cierta edad, ¿cómo no evocar algunos de ellos con una mueca de nostalgia? Lo que antaño nos parecía rompedor, hoy resulta naif. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. “La imaginación, al poder”. “Debajo de los adoquines está la playa”. “Hagamos el amor, no la guerra”. Y no puedo omitir el que, en mi opinión, mejor sintetizaba el espíritu libertario del momento: “Prohibido prohibir”.

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Me acordé de este último lema el otro día, oyendo las noticias de la mañana. Como ahora, en este territorio que ingenuamente pensábamos que era una unidad llamada España, el poder político corresponde a diecisiete o diecinueve miniestaditos con ínfulas napoleónicas –aunque los regidores son más bien napoleoncitos, todo sea dicho-, el locutor matutino hacía un resumen de las cosas vedadas en cada lugar. Eran tantas y tan diversas que a los dos minutos uno se hacía un lío acerca de lo que se permitía o no en cada sitio. Eso sí, por debajo de la heterogeneidad legislativa de cada gobiernito, resaltaba el denominador común: confinar, restringir, amenazar. En una palabra, prohibir.

sorprende la docilidad con que se han acogido medidas irracionales, cuyo efecto sobre la pandemia son, como mínimo, discutibles. Una cosa es la restricción puntual de la movilidad y otra muy distinta una restricción indiscriminada

Hemos trocado el eslogan sesentayochero por su antítesis. De lo que se trata es de prohibir, de modo casi universal. Prohibido reunirse, primero, más de diez personas, luego seis, ahora cuatro. Prohibido salir, primero, de tu comunidad autónoma, luego de tu municipio, ahora de tu barrio. Prohibido pisar la calle, primero, más allá de las doce de la noche, luego de las diez, ahora de las ocho. Prohibidas, primero, las fiestas, luego las comidas familiares, ahora hasta las visitas del primo a tu domicilio. Si se fijan, la tendencia en todos los casos es la misma: la restricción cada vez se hace mayor.

Embarcados ya en esta dinámica enloquecida, nadie parece dejar un resquicio a la vergüenza o al más elemental sentido común. Mientras el gobierno de la nación se lava las manos -¿qué les importa a ellos la pandemia mientras haya elecciones en Cataluña?- presidentes de comunidades autónomas, consejeros de sanidad y alcaldes rivalizan en dictar más y más bandos –inconstitucionales en su mayoría- prohibiendo las cosas más peregrinas. Me entero así de que en un pueblo andaluz, Lucena, el ayuntamiento ha prohibido a cualquier vecino pararse en la calle, aunque esté solo, entre las 19 horas y las 6. En la Comunidad Valenciana acaban de exigir mascarilla a quienes practiquen ejercicio al aire libre, aunque no haya nadie en un kilómetro a la redonda. Como dice un amigo mío, guasón él, es para protegerlos de sí mismos.

Sí, en efecto, el tono zumbón de mi amigo revela más de lo que parece. Como los papás decíamos a los nenes, así nos adoctrinan las autoridades: “es por vuestro bien”. ¡Quien le iba a decir al dictador que iban a salirle tantos discípulos aventajados! Ya lo proclamaba él: “No se os puede dejar solos”. Lo que me llama la atención es cómo la población española ha internalizado este sentido de culpa. Algunos ya advertimos antes del verano pasado que el desentendimiento real del gobierno vendría aparejado de una socialización de la culpa. “Venga, niños, ya podéis salir al recreo”, nos dijo papá Sánchez después de tenernos más de tres meses castigados sin salir de casa. “Pero ahora todo lo que os ocurra, es problema vuestro”.

Pero, ¿qué pasó con las aplicaciones informáticas que iban a hacer un seguimiento de los contagios? ¿Qué fue de aquel “Radar COVID” en el que se invirtieron tantos millones? ¿Se acuerdan de cuando nos hablaban de los rastreadores? ¿Qué sucedió con el prometido impulso a la atención primaria? Salvo esfuerzos puntuales como los de Madrid –tan vilipendiados, por otra parte, con saña cainita-, ¿qué mejoras hospitalarias se han introducido en la atención sanitaria del país para hacer frente a las previsibles oleadas? ¿Qué medidas efectivas se han implementado para proteger a la población vulnerable? En definitiva, las autoridades políticas se han puesto de perfil, mientras que las autoridades sanitarias, con pocas excepciones, se han politizado de manera escandalosa.

Lo curioso, como digo, es cómo y cuánto ha calado el discurso gubernamental: la culpa –oigo decir a menudo- es del descontrol ciudadano. Es obvio que hay mucho descerebrado por ahí, muchos niñatos haciendo fiestas y botellones como si nada, pero… ¿de qué porcentaje de la población hablamos? Yo solo veo a mi alrededor, en abrumadora mayoría, mucho miedo y mucha preocupación. Y mucha incertidumbre, derivada del caos sanitario y económico. La realidad es que nos encontramos desasistidos por unos poderes públicos cuya ineficacia solo es comparable al cinismo del que hacen gala.

En este orden de cosas, por destacar otro matiz significativo, me sorprende la docilidad con que se han acogido medidas irracionales, cuyo efecto sobre la pandemia son, como mínimo, discutibles. Una cosa es la restricción puntual de la movilidad y otra muy distinta una restricción indiscriminada, del mismo modo que no es lo mismo un cierto control de los flujos de población a lo largo del día y un rígido toque de queda, como si estuviéramos en guerra. Y ello sin contar el marco geográfico absurdo, que solo se justifica por la voluntad política de potenciar el trazado autonómico. Así pasa con el cierre perimetral de las comunidades. Como estas son tan diversas en su extensión, se crean situaciones dispares, pues la movilidad de un murciano, un madrileño o un riojano –comunidades uniprovinciales- no es equiparable a la de un andaluz o un residente en Castilla-León.

Llegados a este punto, siempre hay alguien que arguye en tono exculpatorio que “estas cosas están pasando en todas partes”. El argumento es tramposo. Es innegable que los gobiernos de otros países han incurrido en errores similares, han cometido desmanes y, en definitiva, no han sabido dar las respuestas adecuadas ante una situación muy complicada. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el fiasco de la Comisión en la negociación de las vacunas. Ahora bien, cualquier indicador comparado en términos económicos y sanitarios deja a España de manera sistemática en los puestos de cola en el impacto negativo de la pandemia. Con todo, lo más descorazonador sigue siendo, en mi opinión, la ausencia tanto de respuesta social como de articulación de una alternativa política ante este estado de cosas.

Entiéndaseme bien: cuando hablo de alternativa política no me refiero tan solo a un cambio de mayoría parlamentaria que posibilite un gobierno de otro signo político. Si el gobierno que sustituya al actual significa solo un cambio de nombres podría invocar el refrán de que para ese viaje no hacen falta alforjas. Para que haya alternativa real hace falta un proyecto político diferenciado y bien articulado. Y siento decir que, tal como yo veo el panorama, aquí y ahora no lo hay. La prueba la tenemos en ese guirigay de medidas contradictorias que están desplegando las comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular. ¿Qué diferencia hay con las socialistas? Parecen empeñadas todas ellas en ganar la competición de quien es capaz de prohibir más. ¿Es que no hay una cabeza sensata que ponga orden y armonía en esta sucesión de disparates?

En todo caso, la tendencia aquí y allá es siempre la misma: cuanto mayor es la falta de operatividad, más tienen los responsables políticos que disimular su inoperancia. ¡Leña al mono hasta que hable inglés!  Se trata de un proceso similar al que vivimos en la enseñanza de unos años a esta parte: cuanto más se reducían los contenidos y las exigencias, más reuniones e informes pedagógicos que no servían para nada. Ximo Puig, por ejemplo, tiene cerrado el acceso a su comunidad desde hace tres meses, sin conseguir más que un aumento exponencial de los contagios. Como si fuera el perro de Pavlov, ante cada avance de la pandemia segrega imperturbable su receta de… ¡más prohibiciones!

Ahora estamos viviendo las consecuencias de haber dejado el país en manos de una clase dirigente deleznable. Faltan en el puesto de mando buenos profesionales, gestores eficaces, auténticos expertos. Lo que tenemos son arribistas, sectarios y profesionales de la bronca. La pandemia es una desgracia que nos ha pillado desprevenidos, pero no tendríamos que afrontarla como una calamidad bíblica o una epidemia de peste negra. Disponemos de recursos, pero hay que saberlos utilizar. Por otro lado, somos –deberíamos ser- una sociedad adulta. Vamos camino de convertir esta crisis sanitaria en un desastre político y un naufragio colectivo, queriendo conjurarla a base de prohibiciones y superarla con la poción mágica que llamamos vacuna. No sé ustedes, pero yo me siento tratado -¡a mis años!- como en una perpetua minoría de edad. Y auguro que, cuando salgamos, no saldremos más fuertes, sino más tutelados.

Foto: Amin Moshrefi.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).