Con seguridad esta pregunta nos la hacemos muchos occidentales ante la eclosión de muchas y diversas situaciones surrealistas que, no sólo nos rodean continuamente y desde múltiples y distintos ámbitos, sino que además se nos han venido imponiendo de forma subrepticia, invadiendo cada centímetro de nuestra vida, tanto pública como privada.

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Lo que me produce más extrañeza es la capacidad que ha tenido este veneno de ir calando en nuestra mentalidad; la clave está en que no se ha desparramado de golpe, sino que ha ido impregnándolo todo gota a gota, de forma que no hemos podido ver cómo la esponja de lo que era política y socialmente razonable iba hinchándose de manera paulatina, casi imperceptible, como en la famosa fábula del cazo de agua hirviendo y la rana.

Escuchemos, leamos, comentemos entre nosotros. Hagámonos preguntas, organicémonos. Ya hemos visto que no basta con que la economía vaya bien para que una sociedad sea fuerte y sana

Una forma sencilla de evidenciar este proceso es hacer un ejercicio con la imaginación, suponer por un momento que se puede viajar a través del tiempo a, por ejemplo, los años 90. Sentémonos a hablar con quienes eran entonces nuestros padres. Son sólo 30 años de diferencia. Propongamos jugar a quién dice la mentira más descabellada sobre lo que podría ocurrir en el año 2020. Con la pandemia no iríamos a ningún lado, es algo que siempre ha existido. Hablémosles de una ministra que se trastabilla a la hora de decir qué es una mujer, justo la encargada de defender a las de nuestro sexo. Enumeremos los abundantes casos de terrorismo islámico, su brutalidad, y nuestra reacción ante este problema: el temor a la islamofobia.

Digamos que en 2020 puedes despertar cada mañana con una orientación sexual diferente, y con tantas identidades como la imaginación le permita, incluyendo animales. Describamos alguna performance feminista. Propongamos la posibilidad de que un partido liderado por Otegui esté en el Congreso de los Diputados, con el beneplácito de un gran número de españoles. Subamos la apuesta: las mujeres en Nueva York podrán abortar en el último mes de embarazo, y se baraja la idea de que los niños de doce años puedan solicitar la eutanasia en Holanda. Se queman iglesias continuamente, en algunas entran mujeres semidesnudas, desgañitándose desquiciadas. No existe la presunción de inocencia, con el agravante de que se basa en una discriminación sexual: muchos hombres inocentes pasan por la cárcel continuamente como consecuencia. La republiqueta que duró ocho segundos, como colofón divertido al asunto, sino fuera porque en nuestro fuero interno sabríamos que ocurrirá de verdad, es cuestión de unos pocos años. Y, lo que menos creerían: digámosles que nuestra reacción es quedarnos impasibles, como avestruces, pensando que son modas que pasarán, o que el gobierno y los organismos internacionales serán quienes se encarguen.

En el departamento de filosofía para el que trabajé durante un tiempo se contaba entre risas la reacción de nuestro director, ante los gestores, cuando nos recortaron el gasto:

—¡Pero si las ideas mueven el mundo!

—En efecto, esto es así, pero no las que proponen ustedes.

Esta aguda respuesta llevaba parte de razón: los asuntos a los que se dedican la mayoría de profesionales de la filosofía no suelen tener apenas impacto real de puertas para afuera. Pero lo cierto es que, a gran escala, sí se puede establecer un paralelismo entre el espíritu intelectual de una época y los acontecimientos históricos: ambos se retroalimentan, como suele ocurrir con todo lo humano. En este sentido no podemos dejar de entender la sociedad, la política, la cultura, como un todo orgánico, en el que cada parte precisa de las otras y, al tiempo, las transforma.

Precisamente por eso resulta complicado hacer un esbozo coherente que dé cuenta de cuándo y cómo empezaron a torcerse las cosas. El funcionamiento orgánico de una sociedad dada es complejo, y tratar de explicar su evolución es como preguntarse qué fue antes, si el huevo o la gallina. Teniendo presente esta dificultad se pueden aislar distintas áreas del estudio de lo humano, para más tarde tratar de recomponer el puzzle y hacerse una idea cabal, siempre aproximativa, de en dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí.

Por mi parte, y barriendo para casa, insistiré en la necesidad de acabar con este supuesto relativismo moral que nos rodea. Y digo supuesto por dos motivos. En primer lugar, el relativismo es una entelequia. Ya sólo plantearlo supone una toma de postura moral: la afirmación de que no existen posturas morales. Más allá de la lógica teórica, la inexistencia del relativismo moral se demuestra con la práctica: ¿alguien ha conocido a algún relativista auténtico? ¿Alguien al que le parezca igual de correcto que le paguen el sueldo a no recibirlo?

Siguiendo la vía de la demostración a partir de los hechos: se supone que estamos en la época de mayor tolerancia y respeto de la historia, basada en cierto relativismo moral que, por cierto, tiene sus fuentes en propuestas filosóficas del siglo XX. Kant tiene un opúsculo titulado algo así como: “Sobre la frase ‘Esto podrá ser cierto en la teoría, pero en la práctica no funciona’”. Lo mismo puede decirse de la supuesta tolerancia que exhiben los actuales dueños de la verdad moral: su tolerancia y “amplitud de mente” no sólo es meramente teórica, sino que plantea tantos simplismos e incoherencias que parece que, de tanto abrir la mente, se les ha caído el cerebro.

Sobre la soberbia, incoherente y profundamente ignorante superioridad moral de los progresistas han corrido ya ríos de tinta, y se está pegando algún que otro manotazo de impaciencia sobre la mesa. Pero sería un error transformarnos en el mismo esperpento que ellos, pero con diferentes ideas. He apuntado que una de las múltiples causas es la claudicación del pensamiento originada en la producción filosófica del siglo XX. No pretendo, por supuesto, invitar a cada uno de los ciudadanos no abducidos a convertirse en profesionales de la disciplina, pero sí a hacerse preguntas respecto de los problemas anteriormente mencionados.

Sabemos que son situaciones surrealistas y destructivas, nuestro instinto nos lo dice, aunque sea complicado argumentar por qué exactamente (precisamente por eso la filosofía es un área que precisa dedicación a tiempo completo). Preguntémonos por qué, y escuchemos a los que sí saben dar razones del por qué. Una de las cosas que sabe manejar de forma impecable el progresismo militante ha sido justo eso, ser militante. Organizarse, escuchar y apoyar a sus personas y grupos de referencia.

El cazo con agua ha ido calentándose paulatinamente, y ya notamos que la tibieza está dando paso a un grado más de temperatura, todavía tolerable, pero que comienza escaldar nuestra piel. Escuchemos, leamos, comentemos entre nosotros. Hagámonos preguntas, organicémonos. Ya hemos visto que no basta con que la economía vaya bien para que una sociedad sea fuerte y sana. Las sociedades, como ya he dicho, son organismos: si un aspecto de ellos está enfermo, y no sana, todo lo demás cae detrás. No permitamos que ocurra.

Foto: Andrea Piacquadio


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