Apenas han transcurrido unas semanas desde que muchos asistiésemos, estupefactos, a varias declaraciones públicas del Ministro de Justicia español, Rafael Catalá, dirigidas contra los magistrados que dictaron la sentencia del caso mediáticamente conocido como “la manada”, y en especial contra uno de los magistrados integrantes de dicho tribunal, concretamente el que emitió el voto particular, Ricardo González.

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Vaya por delante que en este artículo no voy a efectuar valoraciones sobre la fundamentación jurídica de la sentencia o del voto particular. La opinión que se pueda tener no impide soslayar tanto la burda manipulación y evidente descontextualización que algunos medios efectuaron sobre determinadas expresiones que aparecen reflejadas en la sentencia, como la instrumentalización electoralista e irresponsable que muchos responsables institucionales realizaron de estas noticias y de la indignación social provocada. Y es en este último aspecto en el que pretendo centrarme, incidiendo para ello en dos cuestiones fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí.

En primer lugar en la necesidad de que los jueces ejerzan su labor jurisdiccional con total y absoluta independencia, sometidos únicamente a la Ley y el Derecho. Esto conlleva una doble garantía: la primera, para los propios jueces, que al impartir justicia no pueden estar sometidos a instrucciones de terceros. La segunda, no menos importante, para la sociedad frente a los jueces, pues las decisiones de estos están sometidas al imperio de la ley y sujetas al ordenamiento jurídico. Este sistema de doble garantía constituye un elemento fundamental en la integración del principio de seguridad jurídica e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, base de los Estados democráticos y de Derecho.

En segundo lugar, en la idea de que en un sistema garantista como el nuestro, la manera más eficaz de mostrar desacuerdo con una resolución judicial es haciendo uso del sistema de recursos ante instancias superiores, algunas de carácter supranacional. Estos recursos pueden ser planteados tanto por la propia víctima, como por el Ministerio Fiscal y, por supuesto, la acusación. Lo que esto significa desde un punto de vista coloquial es que la sentencia es una resolución provisional hasta que alcanza firmeza, es decir, es confirmada porque no caben más recursos en contra (o éstos no se hayan interpuesto en plazo).

Una instrumentalización electoralista

Partiendo de estos dos presupuestos, el enorme revuelo social generado en torno a una sentencia que no sólo no es firme, sino además es condenatoria, es cuanto menos sorprendente. Partiendo de que los jueces, como cualquier otro ciudadano, están sometidos a la crítica del justiciable cuando ejercen su labor, lo que sí que resulta intolerable, como ya he anticipado, es la instrumentalización electoralista de estas críticas, más o menos legítimas e informadas, por parte de personas con responsabilidad institucional.

De entre todas estas críticas, cobran especial trascendencia las efectuadas por un miembro del ejecutivo que es, para más inri, el máximo responsable del Ministerio de Justicia, Rafael Catalá, que insinuó que el juez que emitió el voto particular tiene un “problema singular” conocido por sus compañeros, y cargó contra el Consejo General del Poder Judicial por no actuar contra él, provocando que se filtrasen datos sobre su vida privada y su expediente laboral.

Rafael Catalá ha llegado incluso a impulsar la constitución de una comisión para adaptar la tipificación de los delitos al «sentir social»

Pero por si estas declaraciones no fuesen ya lo suficientemente graves, el señor ministro se ha querido erigir en el portavoz de unas demandas populares que claman contra una sentencia que ni siquiera es firme, impulsando la constitución de una comisión para adaptar la tipificación de los delitos al sentir social, y en la que han rechazado participar catedráticos de reconocido prestigio.

En su empeño por visibilizarse como paladín de tan noble causa, ha llegado a realizar unas desafortunadas y populistas declaraciones en sede parlamentaria, sobre la configuración jurídica del concepto de intimidación, afirmando que el robo del móvil de la víctima debe implicar, per se, no sólo la ausencia de consentimiento, sino también la existencia de una actuación intimidante de los acusados sobre la victima a los efectos de considerar la aplicación de las penas previstas para el delito de agresión sexual, en lugar de las de abuso sexual.

Un ministro alejado de la realidad jurídica

Esto evidencia lo alejado que está el ministro de la realidad de los juzgados, y de la propia sociedad, pues no son pocos los supuestos en los que antes, durante o tras un intercambio sexual consentido, se produce la sustracción de algún objeto (monederos, móviles, incluso vehículos). ¿Pretende el ministro que se considere que en todos estos casos debemos hablar, sin más, de la existencia de una agresión sexual?

Que nadie se equivoque al pensar que este ejercicio de populismo institucional por parte del ministro trasciende únicamente al ámbito del discurso o del debate político, pues su repercusión va mucho más allá: esta semana hemos conocido que el juez Ricardo González ha tenido que solicitar que se refuerce su seguridad, tras denunciar acoso y amenazas.

Y otra cuestión que ni podemos ni debemos pasar por alto es la posición en la que la actitud del Ministro de Justicia ha dejado tanto a los magistrados que deben resolver los recursos que se planteen contra la sentencia, como al resto de miembros de la judicatura en cualesquiera otros casos. Si convenimos que, como miembros de nuestra sociedad, sus decisiones pueden ser sometidas a crítica, tenemos también que ser conscientes de la dificultad que supone para ellos, como parte integrante de esa misma sociedad, ejercer sus funciones jurisdiccionales en un ambiente de presión, tanto popular como institucional.

Si permitimos la presión a los jueces, eliminaremos las garantías que nos protegen como sociedad frente a la arbitrariedad del poder

Es importante no confundir la crítica con la presión, y ser capaces de exigir a los representantes institucionales que nunca traspasen la delgada línea que separa una y otra. Si lo permitimos, no sólo se anularán las garantías que protegen a los jueces en el desempeño de sus funciones, sino las que nos protegen como sociedad frente al arbitrio de nuestros gobernantes electos, hayan sido o no merecedores de nuestro voto.

Y es evidente que el ministro de justicia, Rafael Catalá, ha traspasado esta línea con creces, a pesar de la cual ni ha dimitido, ni ha sido cesado. De hecho, su actitud en todo este asunto ha suscitado, paradójicamente, muchas menos propuestas e indignación social que una sentencia que no es definitiva, llegando incluso a calificarse como mero corporativismo las peticiones de dimisión realizadas por las asociaciones de jueces y fiscales.

Sólo me queda hacer hincapié en que, como sociedad, seamos capaces de disociar la opinión que pueda merecernos una sentencia y el revuelo mediático que se genere en torno a ella, con la necesidad de que los jueces puedan dictarla sin presiones ni injerencias políticas, porque nos va la civilización en ello.


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