Una hipoteca de 600.000 euros y un chalet en la zona norte de Madrid no sólo significan la traición a unas ideas o la incoherencia de una pareja dizque comunista, es mucho más que eso. Es la revelación de los verdaderos incentivos que operan no ya en la política sino también en otros sectores clave.

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Hace tiempo advertía que Pablo Iglesias no era realmente ningún antisistema. Al contrario, apuntaba que los incentivos que había detrás de la emergencia del neomarxismo convertirían a Podemos en un partido cuyo destino era sublimar el sistema; es decir, llevarlo hasta sus últimas consecuencias aprovechando el desquiciamiento institucional existente. La diferencia entre ese nuevo agente político que llegaba y los ya establecidos, a parte de la diferencia de grado, era más de forma que de fondo.

La caricatura del sistema

Aunque es cierto que unos resultan más peligrosos que otros precisamente por sus excesos, véase el drama de Venezuela, los vicios de fondo son compartidos. El cesarismo es más descarnado en Podemos, o al menos más obsceno, sí. Pero no está lejos del acostumbrado culto al líder que impera en el resto partidos, en los que la disidencia está prohibida. En todas las formaciones, el servilismo es la principal virtud del político que quiere hacer carrera.

También la disposición a expandir el aparato público y el gasto, a costa de los restos de una economía de libre mercado muy venida a menos, es mayor entre los líderes podemitas, al menos sobre el papel, pero tampoco sus contrarios se privan demasiado de intervenirlo todo e hipotecar a generaciones de españoles.

Para todos los partidos la Administración representa esa maquinaria de intervención sin límites que, una vez ocupada, otorga un poder opaco y desmedido con el que expandir su clientelismo

Entre unos y otros tampoco es muy distinto el entendimiento del Estado como institución suprema, muy por encima de la nación, que es la comunidad que le da origen y a la que ningunean. De la libertad individual directamente ni hablamos.

No sólo para Pablo Iglesias la Administración es mucho más que la gerencia de la cosa pública, para todos los partidos representa esa maquinaria de intervención sin límites que, una vez ocupada, otorga un poder opaco y desmedido con el que expandir su clientelismo. Por último, todos sin excepción trasladan a sus propuestas políticas cierta perspectiva colectivista, dividiendo a la sociedad en grupos y asignando privilegios según identidades que tienden a infinito.

Todos quieren su lujosa dacha

Sí, es evidente que la incoherencia del líder podemita es insoslayable, descarnada, especialmente por haberse declarado con insistencia “enemigo de la casta”. Pero, por otro lado, si somos capaces de escapar al enfoque meramente partidista que domina el debate, sobre todo en años preelectorales, observaremos con nitidez los incentivos de una clase política donde la selección perversa está presente de forma abrumadora en todas las formaciones; también en esa profesión que actúa como correa de transmisión de los partidos: el periodismo, donde los profesionales con más posibles adquieren vicios similares porque también aspiran a vivir en una lujosa dacha.

Pablo Iglesias ha conseguido su chalet mediante una hipoteca de 600.000 euros otorgada en condiciones ventajosas, lo cual es, en efecto, un ejercicio soberbio de incoherencia ideológica. Pero también otros muchos hacen lo propio arrollando principios deontológicos con una facilidad pasmosa. Así pues, la cuestión principal no es que un comunista se compre una casa de más de medio millón de euros. La cuestión clave es las posibilidades que habría tenido de comprarla si, en vez de haber arribado a la política, tuviera que conformarse con un trabajo acorde a sus capacidades.

La jet set de los mass media

La misma crítica cabría hacer a no pocos comunicadores estrella, que desde sus altares mediáticos marcan las agendas, imponen la corrección política y convierten el activismo en un lucrativo negocio. Los Ferreras, las Pastores, las Oteros, los Nachos Escolares, los Évoles…, todos han sabido combinar a la perfección su presunto progresismo con la obtención de suculentas rentas y propiedades.

Que ‘El Follonero’ sea nuestro faro de Occidente es para hacer las maletas

Con todo, lo peor no es que se enriquezcan defendiendo determinadas ideologías. Lo grave es que utilicen su posición dominante para agitar a las masas en cuanto alguien dice o hace algo inconveniente. Al final resulta que los líderes políticos temen más a un falso periodista, capaz de colgarles el sambenito de fachas, homófobos, xenófobos o machistas, que a millones de contribuyentes. En definitiva, las consecuencias de que un puñado de estrellas mediáticas imponga la ley del silencio a todo un país son devastadoras. O dicho de manera más coloquial, para que todos me entiendan: que El Follonero sea nuestro faro de Occidente es para salir corriendo.

El resultado es que aquí se debate de todo menos de lo más urgente. Por poner un ejemplo, España es uno de los países donde la violencia entre hombres y mujeres y el acoso es de los más bajos del mundo. Por el contrario, la dificultad para crear empresas y empleo de calidad es de las más altas del mundo… Adivine cuál de las dos cuestiones capitaliza el debate.

Periodistas activistas

Me comentaba no hace mucho José Carlos Rodríguez, colaborador de este medio, que según una encuesta la mayoría de estudiantes de periodismo habría escogido esta carrera porque querría cambiar el mundo. Así que, en vez de informadores, nuestras facultades producen activistas cuya referencia es esta jet set de los mass media. Así están las redacciones, que, a la que te descuidas, en vez de un titular el enunciado de una noticia parece la pintada de un aseo público.

Tenemos entre manos un grave problema, una clase política que sólo busca colocarse. Y un periodismo que, en vez de vigilarla, nos impone la ley del silencio

En una sociedad en la que más allá de las Administraciones la incertidumbre resulta cada vez más exasperante, hacer carrera en la política es una alternativa nada desdeñable. Si, además, el mérito esencial cada vez cotiza menos y la acreditación en papel, por el contrario, se convierte en la única llave, es lógico que la picaresca política alcance proporciones colosales. Los principios, en el mejor de lo casos, durarán lo que tarde uno en colocarse en el sistema. Y los títulos y doctorados se convertirán en moneda de cambio en la cadena de favores.

No deberíamos frivolizar con la villa de Pablo Iglesias e Irene Montero; mucho menos consentir que se convierta en munición de la guerra de guerrillas entre los partidos y sus medios afines. Tenemos entre manos un grave problema, una clase política que sólo busca colocarse. Y un periodismo que, en vez de informar, nos impone la ley del silencio.


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