Desde cualquier óptica ética, tanto en la educación de los niños como en el ejercicio de cualquier tipo de responsabilidad personal, “predicar con el ejemplo” siempre ha sido una obligada referencia moral que, sin embargo, no opera en la política.
Además de la consabida corrupción, el más popular contra-ejemplo de las conductas ejemplares que cabría exigir a los políticos, en el día a día del ejercicio del poder sobresalen todo tipo de comportamientos políticos alejados de lo que cabría considerar como conducta íntegra, que cabría definir como aquella en la que lo que se piensa, se dice y se hace coinciden.
El Estado y sus agentes deberían ser juzgados usando los mismos estándares que se aplican a los juicios de las conductas privadas
La ejemplaridad, como consecuencia de practicar la integridad, debería ser una condición necesaria para gobernar y su ausencia una condición suficiente para dimitir de una responsabilidad política
“El Estado y sus agentes deberían ser juzgados usando los mismos estándares que se aplican a los juicios de las conductas privadas”, sostiene el filósofo Michael Huemer en The Problem of Political Authority… y, ¿quién puede estar en desacuerdo con él?
Para el autor, la “autoridad política es una propiedad moral en virtud de la cual el Gobierno puede obligar —coactivamente— en ámbitos no permitidos a cualquier otra persona y los ciudadanos deben obedecer en casos a los que no estarían obligados con otras personas”. La “legitimidad política” —derecho a legislar— corresponde al Gobierno, mientras que la “obligación política” —de obediencia— afecta al ciudadano.
En un Estado de derecho ninguna autoridad política debería imponer obligaciones que no esté obligada a cumplir también. Sin embargo, a nivel normativo los políticos y las administraciones públicas en general se cuidan mucho de aplicarse las reglas con las que obligan a la sociedad.
En los últimos años estamos asistiendo a una verdadera avalancha legislativa de crecientes obligaciones legales a los administradores de las empresas que plantea dos problemas muy criticables: el primero, porque nos coloca como país en una ridícula posición de liderazgo en obstáculos -en vez de en facilidades- para el desempeño de la función empresarial y el segundo, aún más grave, porque las responsabilidades patrimoniales y penales de los administradores privados no son de aplicación a los públicos, es decir, a los funcionarios ni a los cargos políticos.
“¿Por qué no empieza el regulador dando ejemplo, en vez de lanzar sermones a las empresas?”, escribía el gran experto en la materia Rafael Matéu de Ros —EXPANSIÓN, 10-4-2015— con motivo de las últimas recomendaciones de la CNMV a las empresas cotizadas.
La ley es igual para todos, incluso para quien la promulga
La asimetría entre las responsabilidades de los ciudadanos y las administraciones públicas, siendo muy grande, no hace sino crecer; lo que cuestiona la legitimidad del poder político.
El principio “la ley es igual para todos, incluso para quien la promulga”, acuñado pioneramente en España hace más de cinco siglos y ahora de moda como consecuencia de los escándalos políticos que han venido aconteciendo recientemente, debiera extenderse en el sentido de la frase anterior de Huemer; de lo contrario estaríamos —en realidad estamos— ante una burla de la Filosofía del Derecho.
El enorme déficit público acumulado en España en los últimos años como consecuencia de numerosas actuaciones de gasto de los gobernantes, sin que por ello hayan sido enjuiciados o puestos en cuestión, hace necesario abrir una reflexión profunda que conduzca a la reforma del régimen de responsabilidad ante terceros de los administradores públicos, para equipararlo con el de los administradores privados.
Si los consejeros de las empresas tienen responsabilidades patrimoniales y penales en la quiebra de las mismas ¿cómo es que los responsables políticos de haber llevado España a ser una “democracia fallida” —según el riguroso análisis de Manuel Conthe en EL MUNDO, 6-8-2015— no tienen responsabilidad alguna sobre tamaño desmán?
En España no existe ninguna vía para demandar a un funcionario público, salvo la penal
Es incomprensible que a las empresas se les exija un código de buen gobierno que impone, por ejemplo, la presencia en los consejos de administración de un mínimo de un tercio de miembros independientes y, en cambio, las instituciones públicas —incluidos los órganos reguladores de los mercados— estén regidas por “la cuota partitocrática” —sostenía recientemente también Rafael Mateu—, que excluye necesariamente a los consejeros independientes.
En España no existe ninguna vía para demandar a un funcionario público, salvo la penal. Es más fácil actuar contra un consejero de una empresa privada que contra un funcionario público, lo que exige la reforma del régimen de responsabilidades de los políticos ante terceros para poder usar la vía administrativa.
Existe una generalizada percepción en la sociedad de que hay una gran irresponsabilidad política en el manejo del dinero público y, sin embargo, ningún administrador público se responsabiliza nunca de nada. Mientras la responsabilidad condenatoria se aplica con frecuencia a médicos, arquitectos o ingenieros por errores o problemas derivados de su ejercicio profesional, apenas se aplica a jueces y políticos.
Hay un claro desequilibrio entre lo que se exige a las compañías privadas y a la Administración Pública. La opacidad con la que actúan los poderes públicos contrasta con las exigencias a las que están sometidas las empresas privadas. ¿Por qué las empresas están obligadas a presentar cuentas anuales de público conocimiento y las instituciones públicas no? ¿Para qué sirve el Tribunal de Cuentas?
Las empresas privadas están sometidas a cada vez más normas para garantizar su buen gobierno
Las empresas privadas y, en especial, las sociedades cotizadas en Bolsa, están sometidas a cada vez más normas para garantizar su buen gobierno. Las decisiones de sus administradores están sometidas a estrictos criterios de transparencia y de responsabilidad civil y penal. Sin embargo, eso mismo no ocurre con nuestros políticos, ni con las personas que ocupan cargos en las instituciones públicas. ¿Por qué no son aplicables los criterios del buen gobierno corporativo a las administraciones públicas? ¿No debiera modificarse el régimen de responsabilidad de autoridades y funcionarios para que pudieran estar sujetos a responsabilidad directa, igual que ocurre con los gestores de las empresas privadas?
La asimetría entre las responsabilidades de la “sociedad civil” y la “política” se extiende también a cuestiones tales como:
- Las administraciones públicas siguen retrasando pagos a los proveedores, sin que medie responsabilidad alguna de los políticos que los ocasionan.
- Los plazos administrativos son ejecutivos contra los ciudadanos, pero no para las administraciones públicas, incluida Hacienda.
- Las administraciones públicas pueden embargar las cuentas bancarias de los ciudadanos, incluso injustificadamente, sin que los responsables sean penalizados por ello.
- En procedimientos penales se están produciendo continuamente filtraciones a los medios de comunicación sin que nunca haya habido investigación de culpabilidad con consecuencias.
¿Como es posible que la mentira, las pillerías fiscales, los fraudes universitarios, los abusos de poder, los usos privados de recursos públicos, etc, de los políticos proliferen con total impunidad cada vez más –muy particularmente en la actualidad– sin que la sociedad civil responda como debe frente a tamañas tropelías?
Va siendo hora de que la sociedad civil exija ejemplaridad a los responsables políticos para que el ejercicio de su “legal” poder democrático esté “legitimado” por una recta conducta moral.