El fin de la historia está siendo bastante más complejo de lo que señalaban la mayor parte de las predicciones, aunque no exactamente por las razones que ya adelantaban los críticos de Fukuyama. Desde el punto de vista teórico o en términos doctrinales no hay controversia posible: el régimen democrático y todos los valores asociados a esa forma de gobierno –un amplio conjunto de libertades y derechos reconocidos, respeto a las minorías, redistribución de la riqueza, justicia social, tolerancia, solidaridad, etc.- gozan de una incontestable hegemonía en el panorama político actual. Otra cosa distinta es que el mundo –la realidad concreta, los hechos- funcione de facto según esos parámetros, por muy universales o indiscutibles que nos parezcan.

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Solo desde dicha constatación es posible entender el desconcierto actual, surgido de esa divergencia cada vez más profunda entre la teoría y la práctica. Mientras más incontestable parece sobre el papel la supremacía del modelo clásico –occidental- de democracia, más surgen aquí y acullá, por todas partes, voces y movimientos de desafección. No nos engañemos: no se trata de una mera protesta por el mal funcionamiento del sistema –real o atribuido- sino además de esto, en no pocos casos, una enmienda a la totalidad al propio sistema o, al menos, hacia algunos de sus pilares más incuestionables hasta hace bien poco.

Si solo fuera una contestación pidiendo simplemente más o mejor democracia, lo entenderíamos, como entendimos los grandes movimientos sociales del siglo XX, cuyo común denominador era este ensanchamiento democrático, desde la consecución de derechos para las minorías a medidas de protección social. Pero ahora son paradójicamente las democracias veteranas y consolidadas de Occidente las primeras que albergan en su seno vastos movimientos que con toda la razón se catalogan como antisistema. El desconcierto antes aludido ha conducido a que todo ello se meta en el difuso ámbito del populismo, un término tan manoseado que a día de hoy ha perdido casi toda su virtualidad para el análisis político.

Otros hablan de neofascismo o, incluso, pura y simplemente, de resurgimiento del fascismo o la extrema derecha asimilable a él, apoyándose en esa panoplia ideológica o estratégica que vincula indudablemente este nuevo resentimiento a los antiguos fantasmas del Viejo Continente: racismo, xenofobia, antisemitismo, intolerancia, demagogia, caudillismo, violencia, pogromos… No parece sin embargo –o, al menos, no me lo parece a mí- que dichas concomitancias, por más insoslayables que resulten, deban dar como resultado un uso extensivo del término fascista, convertido a estas alturas en comodín o muletilla para los usos más variados y, muy a menudo, empleado como espantajo por los que, en el mejor de los casos, ven la paja en el ojo ajeno.

En tiempos cada vez más complicados, se imponen soluciones cada vez más simples. Se manipula la memoria y se mitifica el pasado

Lo que me parece más incontrovertible es que nos falta perspectiva para analizar el fenómeno. No sabemos bien cuáles serán sus dimensiones reales o hacia dónde se dirige, si se agotará en su propia negación o alumbrará otras alternativas (que a día de hoy nos parecen desde luego distópicas). De ahí que, a mi juicio, lo más sensato a estas alturas sea no insistir en las especulaciones y sustituir los futuribles por un examen en profundidad de lo que está pasando ante nuestras narices. En este sentido, el espacio político de la Europa del Este, antaño feudo del socialismo real, nos ofrece un panorama –algunos dirían laboratorio- tan fascinante como en el fondo desolador.

Los que leímos en nuestra juventud decenas de libros sobre la transición del capitalismo al socialismo, hasta el punto de que formaban un género ensayístico que marcó nuestra educación sentimental, estábamos lejos de vislumbrar que el auténtico problema era justo lo contrario, el retorno del socialismo a un capitalismo sui generis, marcado por la corrupción, las mafias y la especulación, es decir, el caldo de cultivo ideal para arribistas y demagogos del más variado pelaje. Si el socialismo no era el paraíso prometido, este capitalismo improvisado tampoco ha resuelto los problemas seculares de unas sociedades convulsas y en cambio ha intensificado el desamparo, la desigualdad y la incertidumbre en amplios sectores.

Los osos que bailan (Capitán Swing, Madrid, 2019, traducción de Katarzyna Moloniewicz y Abel Murcia) es un título ciertamente sorpresivo para un crónica de ese mundo, pero cuando se explica, resulta ser una excelente metáfora de lo que está pasando en buena parte de esa mitad oriental de Europa. Su subtítulo es mucho más explícito y, sobre todo, nos pone en guardia de lo que nos espera en el interior: Historias reales de gente que añora vivir bajo la tiranía. El autor de esa crónica es Witold Szablowski, un reportero polaco que ya ha obtenido en su país el prestigioso premio Ryszard Kapuscinski y cuyo estilo al lector español le recordará inevitablemente esta última referencia.

Ello es así porque Szablowski se propone reflejar una realidad compleja y abigarrada procurando que su yo interfiera lo menos posible. Pero al mismo tiempo no se resiste a las metáforas y hasta se recrea en ellas, lo que dota a sus páginas de cierto aliento poético. Como esta que da título al libro: desde tiempo secular los gitanos búlgaros entrenaron osos para que bailaran, yendo con ellos de pueblo en pueblo. La caída del comunismo implicó la obligatoria puesta en libertad de esos animales. Pero aún hoy, cuando los osos ven a alguien se levantan y balancean mendigando como antes un pequeño obsequio. Como si pidieran que alguien les librara de un dolor inespecífico. Un dolor que anida muy dentro de ellos mismos y que ya, para siempre, forma parte de su ser.

Con una mezcla de ignorancia y superioridad los europeos occidentales metemos a los europeos del otro lado en un mismo saco, como si fueran lo mismo checos o polacos que croatas o búlgaros, y ello sin contar las minorías dispersas por la zona, empezando por los romaníes, que tienen gran protagonismo en este libro. Esta displicencia se extiende a la consideración que nos merecen sus problemas, tanto los de hace varias décadas, bajo la bota de Moscú, como los de ahora mismo, que vienen a ser en gran medida la consecuencia directa de aquellos duros y largos años de sometimiento, de los que apenas sabemos unos cuantos tópicos.

Si supiéramos algo más de ese pasado, podríamos entender su actual fiasco y más aún por qué la caída del comunismo no solo no ha supuesto la prometida liberación y prosperidad sino que les ha hundido en un presente más traumático y sin esperanzas. Para el común de las gentes, lo que antes era una existencia mediocre pero con ciertas garantías sociales se ha convertido casi de la noche a la mañana en algo bastante parecido al caos, sobre todo por el crecimiento del desempleo y la inseguridad, además de por conflictos específicos entre comunidades étnicas y religiosas, sobre todo en los Balcanes.

En esas circunstancias, ¿sería correcto hablar de nostalgia de la dictadura? No estoy tan seguro de que esos sean los términos adecuados. Los europeos del Este ni son leninistas –“libertad, ¿para qué?”- ni mucho menos tratan de emular nuestro “¡vivan las caenas!” Su nostalgia, si así puede llamársele, no afecta a una supuesta renuncia a la libertad sino a la añoranza de unas seguridades que el capitalismo ha dinamitado, según la más extendida imputación. Inculpación injusta en la medida en que la crisis de aquellas certezas tradicionales habría que cargarlas más bien en la cuenta del nuevo mundo globalizado en que vivimos todos (ellos y nosotros), pero estos son matices demasiado sutiles para tiempos de desesperanza.

En tiempos cada vez más complicados, se imponen soluciones cada vez más simples. Se manipula la memoria y se mitifica el pasado. No se quiere reconocer que, por más que no nos gusten el presente ni el futuro, ya no es posible volver atrás. Así las cosas, como dice Álvaro Corazón en el prólogo del libro, quizá tengamos que corregir la perspectiva que nos ha guiado hasta ahora en el análisis político, es decir, que ya no tendríamos tanto que plantearnos cuándo van a llegar ellos, los del Este, a nuestros estándares de vida y funcionamiento político, sino que preguntarnos cuánto tiempo nos queda a nosotros para dirigirnos a algo asimilable a su situación actual.

Foto: Lysander Yuen


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).