Publicaba hace par de años el Diario de Mallorca la noticia de que la Generalitat había concedido «el XXXIII Premio Internacional Cataluña a la filósofa feminista y activista estadounidense Judith Butler», y aún recuerdo el respingo que di al leer lo de «filósofa», por su inherente contraposición a lo de «activista». Luego de comprobar que la susodicha Butler tenía un Bachelor in Arts y un Master in Arts y un doctorado —todos los doctores son PhD, doctores en filosofía—, concluí que es buena cosa explicar qué es una filósofa o filósofo, pero de verdad, y por qué no creo que esta señora («they» es el pronombre que la Wikipedia emplea para referirse a «she», a ella, infestada por la ideología que la propia Butler abandera) sea una filósofa en absoluto.
No se es un filósofa por tener un título en la materia. Ninguna licenciatura o grado te hace filósofo, sino precisamente graduado o licenciado en filosofía, de igual modo que tener un grado o licenciatura en Bellas Artes no te convierte en artista. De igual modo, sí, pero por distintos motivos: es un artista quien crea arte, pero es filósofo no quien crea filosofía, sino quien adopta un determinado modo de vida y se comporta de acuerdo con sus principios. Para saber cuáles son esos principios, basta un poco de etimología y otro poco más de historia.
Un mundo donde pocos gusten del estudio, la verdad y la realidad misma por narices va a multiplicar el número de súbditos, esclavos y cobardes. Cuando la verdad se desprecia, siguen tiempos oscuros, es decir, violentos
Philos es en griego amor; sophia, sabiduría; ser filósofo es amar la sabiduría. «Amar una cosa» —decía Ortega— «es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende a uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente». Eso hacen el filósofo o la filósofa: todo lo necesario para que la sabiduría prospere. En cuanto a la sabiduría, es el «grado más alto del conocimiento», y el acto de conocer consiste en «averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas» (DRAE).
Indaga quien explora, quien siente un vivo deseo por conocer cuanto existe. Por lo tanto, la actividad principal del filósofo es el estudio. Tanto hemos pervertido esa palabra, «estudio», que hoy son incontables las personas que la relacionan con un penoso hincar codos, con pesadillas académicas, certificados de aptitud académica obtenidos con sangre, sudor y lágrimas y un montón de otras cosas oscuras. Sin embargo —acudimos de nuevo al DRAE— estudiar no es más que «ejercitar el entendimiento para alcanzar o comprender algo», esto es, es razonar y concluir, con esfuerzo, por supuesto, pero nada impide que sea además con disfrute, y sobre todo con orgullo: el de tratar de conocer tanto como se pueda. Para eso están los libros, desde luego, que son, en términos globales, la tecnología más sofisticada y mejor del mundo cuando ese algo a comprender tiene cierta complejidad. Pero también las conversaciones, la observación concentrada, la atención cuidadosa a la realidad, en definitiva, la práctica: hay muchas y muy gozosas maneras de estudiar.
El otro gran ingrediente de este empeño, el actitudinal, se llama curiosidad. Hay dos tipos de curiosidad muy distintos: una curiosidad epistémica, mediante la que quien ama indagar se acerca a la realidad del mundo, y una curiosidad diversiva, superficial y desconcentrada. La versión epistémica hace honor a la etimología del término «curiosidad», que remite a un particular cuidado, una dedicación amorosa. Es un apetito especial por la claridad que nace de la conciencia humilde de nuestra propia ignorancia. En Sobre el ocio, la describe así Séneca:
La naturaleza nos dio una curiosidad innata; consciente de su propio arte y belleza, nos creó para que fuéramos la audiencia del maravilloso espectáculo del mundo; porque se habría esforzado en vano si cosas tan grandiosas, tan brillantes, de rasgos tan delicados, tan espléndidas y tan diversamente hermosas se hubieran exhibido en una sala vacía.
Quien está empeñado en acercarse a la realidad cuanto pueda ama por fuerza acondicionar sus juicios a ella. Carece de sentido descubrir cómo funciona una porción del mundo para que luego eso no mueva lo que piensas. A ese acuerdo entre la realidad y lo que concluimos lo llamamos «verdad». Y su principal consecuencia es marca indeleble de la verdadera filósofa: es una persona que cambia de juicio, que sigue la estela de la verdad dondequiera que esta le lleva. Es por lo ello que no se puede ser «filósofo de partido o de parte» (un Innerarity de la vida, para entendernos). Cuando uno se conduce siempre en el mismo sentido vale para intelectual de corte, pero no para filósofo; sin verdadero desinterés, y por lo tanto libertad intelectual, nadie puede decirse filósofo.
Eso que se descubre ha de llevarse a la práctica. Y esto, la coherencia, la traslación a la vida propia y las propias acciones de lo que se piensa, es lo que distingue al filósofo de salón o de barra de bar del filósofo a secas. Pongamos que hablamos de ética, de filosofía moral: cuando descubres que X no debe hacerse, lo entiendes y sabes que es cierto que esa acción es perversa o simplemente dañina, no tienes escapatoria. Y si has de rectificar cuando te enfrentas a mejores argumentos de los que albergabas respecto a una cuestión cualquiera, pues ser filósofa es tener la vergüenza torera de reconocerlo, y mudar de postura. Por fuerza se ve que el asunto no es para todo el mundo: obtusos, borregos, aduladores del amado líder y paniaguados quedan fuera.
Volvamos a la Butler, la diva de la teoría queer y la musa del transgenerismo. Una activista es una «militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas». Esto es sencillamente incompatible con la filosofía, tal y como, coherentemente, la hemos descrito.
De amar indagar la realidad a amar la realidad misma hay poco trecho; por eso es intensamente filosófica la disposición llamada amor fati. «Quiero aprender cada día a considerar como bello lo que de necesario tienen las cosas; así seré de los que las embellecen», escribe Nietzsche en La gaya ciencia. Y concluye: «Amor fati: sea este en adelante mi amor». Esto no tiene nada que ver con el conformismo con «lo que hay», porque nuestra voluntad no está dada. Pero sí tiene mucho que ver con nuestros límites, y con el audaz principio de jamás mentirse. Aquí el demonio se llama «pensamiento motivado»: arrastrar lo que pensamos hasta lo que nos conviene. Julia Galef, cofundadora del Center for Applied Rationality, ha llamado a su antídoto «la mentalidad scout», que consiste en «la motivación de ver las cosas como son, no como te gustaría que fueran».
Todo esto es muy intenso. Por eso en el mundo hay pocos filósofos, o, si se quiere, el grado medio en que lo somos es más bien bajo. Pero nos conviene que aumente, porque un mundo donde pocos gusten del estudio, la verdad y la realidad misma por narices va a multiplicar el número de súbditos, esclavos y cobardes. Cuando la verdad se desprecia, siguen tiempos oscuros, es decir, violentos. De ahí que la filosofía no sea un capricho, ni un ornamento, sino la columna vertebral de la civilización, y por eso es justo que la defendamos, que cuidemos ese fuego bravo y frágil que nos alumbra.
(David Cerdá es autor de El dilema de Neo. Madrid: Rialp: 2024)
Foto: Niels Smeets.
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