El trabajo es misterioso e interesante. Si resuenan estas palabras en su cabeza, es porque ha visto la serie Separación; Severance, en inglés. Y si no la ha visto, ya le cuento yo de qué trata, sin echar a perder (spoil) las sorpresas que le esperarán cuando la vea. Una empresa ha desarrollado una tecnología que permite disociar la memoria de las personas. Un chip implantado en el cerebro permite que cada persona esté dividida en dos y sea, en realidad, dos personas distintas; una en la vida normal y la otra en el trabajo.

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La vida en el trabajo se hace agobiante. Pues el trabajador, subjetivamente, encadena el recuerdo de salir de la oficina con el de volver a entrar en ella. Y cada día es igual que el anterior, y no se interrumpe por las cuitas del día a día fuera de oficina, pues lo que ocurre allí fuera no entra en la memoria del trabajador. Para el empleado se trata de un trabajo permanente, sin descanso, sin fines de semana o vacaciones. El outy, como se llama al mismo individuo en su faceta fuera de la oficina, encadena la entrada en el edificio con la salida. Y nada sabe de lo que ocurre en ese enorme y, sí, misterioso edificio.

Recuerdo un caso, que no me ocurrió a mí, en el que unos trabajadores valoraban secretamente la labor del jefe de departamento. Es una técnica que conocemos desde la “crítica y contracrítica” que se impuso en la Unión Soviética y que favorecía la delación y la denuncia, aunque fuera falsa

Dan Erikson creó la serie después de tener una mala experiencia en el trabajo. “Ojalá pudiera olvidarme del trabajo cuando salgo de la oficina”, fue su reflexión. De ahí nació Severance.

Desde el punto de vista narrativo, este tipo de planteamientos que nada tienen que ver con la realidad nos permiten volver sobre ella con ojos nuevos. The Walkind Dead permite observar la naturaleza humana en una sociedad nueva, marcada por la presencia de zombis. The Leftovers se plantea cómo reaccionaríamos si sólo superviviese un 2 por ciento de la población mundial. Station Eleven plantea una situación parecida. Westworld desata la naturaleza humana de las reglas por las que vivimos en comunidad. Y lo mismo ocurre con Severance.

La serie, con dos temporadas emitidas y una tercera en camino, es muy rica en las reflexiones que plantea. Por ejemplo, pronto vemos que las personalidades de los outies es distinta de la de los innies (los que trabajan). Yo soy partidario del “yo soy yo a pesar de mis circunstancias”, pero la serie sigue aquí a Ortega y Gasset.

Cuatro compañeros, que comparten espacio y tareas, están entre los protagonistas. Sobre ellos destaca el personaje de Mark Scout. Scout, claro, es el explorador, el soldado que tiene como misión obtener información sobre el enemigo. Y es difícil sustraerse a la idea de que el nombre de Helly R., una mujer arrojada a la empresa, no haya sido elegido porque lo que vive ella es un infierno. Mark accedió al programa de la empresa Lumon, que así se llama, porque le consuela pensar que el trabajador no sentirá el inmenso dolor que le atenaza tras la inesperada muerte de su esposa. El caso de Helly R. es muy distinto.

Mark se ve espoleado a interesarse por lo que ocurre dentro tras la visita de un excompañero de trabajo que se ha sometido a una cirugía inversa, que le permite recuperar la relación entre las dos memorias. Dentro, él y sus compañeros se buscan a sí mismos, y ello les lleva inevitablemente a mirar extramuros. El espectador se identifica con ellos, y desea que ese viaje de la prisión del sueño hacia la libertad de la realidad exterior concluya con éxito.

La serie habla mucho de cómo son las empresas. Muchos espectadores recordarán tal o cual experiencia personal con cada situación creada dentro de Lumon. Para empezar, Lumon es una empresa familiar. Un arroyo del torrente de humor inteligente que derrocha la serie tiene que ver con eso. Hay una mitomanía creada a imagen del fundador, que comenzó de la forma más humilde y creó un verdadero emporio.

Como en toda empresa familiar, hay un autorrelato permanente. Aquí, la historia de la familia y de la empresa bordea el límite que separa lo histórico de lo mítico, no siempre del mismo lado de la linde, para el asombro y la risa del espectador. En la serie, esa reverencia hacia la familia empresaria va más allá del respeto o del decoro. Exige, o imprime, una adoración que, en el caso de los innies, se ve favorecida por la desconexión con el mundo exterior.

Ese autorrelato está recogido en varios volúmenes. Los empleados parecen haberlos leído, o los conocen por las constantes referencias de los otros trabajadores, que no están “separados”, y que se dedican a pastorearles. Mueve a la risa, y no a la compasión, porque no tienen al patriarca de la familia hablándoles en un autorrelato sin comienzo ni final. Los guionistas han ahorrado al espectador la perspectiva de que los volúmenes sobre la historia de la empresa se convirtieran en un soliloquio con eco. El patriarca tendría demasiada presencia. Y un tedio violento devoraría los dejes de humor. Es mucho mejor, narrativamente, que el patriarca nos hable desde el pasado, como hacía el padre de Supermán, recreado en monigotes o maniquíes.

Lumon es una empresa entusiasta de la comunicación, pero que desconfía de los chismorreos. Escucha a los trabajadores, los controla. Mas intenta que la comunicación entre los cuatro compañeros no termine en desmadre. Pronto descubrimos que ese edificio inabarcable alberga otras oficinas, otros departamentos. Los mitos corporativos también hablan de antiguas rencillas entre departamentos. Buscan, incluso ahí, generar un enfrentamiento útil como forma de control. Una estrategia fácil de trasladar a las relaciones entre compañeros.

El compañerismo es uno de los temas que dan unidad a la trama. Nuestros personajes son como una familia. Llegan a decirlo. Vitalmente, no tienen otra familia. En uno de los detalles más crueles de la serie, los gestores prohíben a los compañeros hablarle a uno de ellos, y a éste hablar con ellos. Obviamente, es una exageración; una concesión a un guion que busca levantar al espectador de la silla. Muy enferma tendría que ser una empresa para hacer algo así. Pero es uno de los temas de Severance: la incomunicación (innesouties), la separación entre grupos dentro de la empresa, el control del chismorreo…

Y la fidelidad a la empresa. No hay organización sin disidentes y sin fieles. En el caso de Lumon, el hecho de que sea una empresa familiar añade un elemento personal que lo hace muy interesante. Aquí, como en otras ocasiones, nos tenemos que acordar de Étienne de La Boétie y la servidumbre voluntaria. La servidumbre autoinfligida degrada a la persona. La deshumaniza, porque le obliga a asumir como propios objetivos y fines que pertenecen a un tercero. Y le obliga, porque se obliga, a dejar la integridad personal en un recuerdo del pasado.

Por último, de lo más interesante de la serie es cómo la empresa utiliza constantemente un lenguaje tuitivo, paternalista, acogedor, acompañado por multitud de regalos y fiestas. Ese envoltorio recuerda a las tonterías que se dicen ahora dentro de la gestión de los “recursos humanos”, antes “personal”, ahora “people and culture”.

Yo he visto cómo las técnicas de “people and culture”, encaminadas a fortalecer la relación entre los empleados, o a favorecer su desempeño, o a medirlo, se han empleado para objetivos distintos, y en ocasiones contrapuestos. Recuerdo un caso, que no me ocurrió a mí, en el que unos trabajadores valoraban secretamente la labor del jefe de departamento. Es una técnica que conocemos desde la “crítica y contracrítica” que se impuso en la Unión Soviética y que favorecía la delación y la denuncia, aunque fuera falsa. Esa herramienta, pensada para tener un mejor conocimiento de la marcha de un departamento, se puede utilizar para justificar un despido que ya estaba firmado y guardado en un cajón hasta que llegase el momento adecuado.

Severance habla de más cosas, pero animo al lector a que las descubra de la mano de los personajes. Y sí, a veces el trabajo es misterioso e interesante, y a veces simplemente da miedo.

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