El 19 de abril de 1841, un velero estadounidense, el William Brown, navegaba a toda vela cuando después de las nueve de la noche, chocó dos veces contra un iceberg a varios cientos de millas de la costa de Terranova. El capitán George L. Harris dio la orden de abandonar el barco. Casi la mitad de los sesenta y cinco pasajeros inmigrantes y los diecisiete miembros de la tripulación se salvaron en dos botes auxiliares rápidamente aprovisionados con raciones de comida y agua para varios días. Mientras, el William Brown se hundía con treinta y cuatro pasajeros, inmigrantes irlandeses con destino a Estados Unidos, todavía a bordo. Los botes salvavidas no estaban diseñados  para mar abierto sino para uso portuario, además de estar sobrecargados y con un timón poco funcional. Finalmente fueron encontrados varios días después, pero para entonces sus tripulantes se habían deshecho de catorce hombres y dos mujeres para aligerar el barco y tener más posibilidades de sobrevivir.

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Esto abrió preguntas: ¿hicieron lo correcto desde el punto de visto del instinto de supervivencia? ¿Somos egoístas los seres humanos en situaciones de inevitable escasez? Pero no son preguntas útiles, la verdadera cuestión era: ¿qué hacía un velero, a gran velocidad, por una zona tan peligrosa del Atlántico, en plena temporada de icebergs, sin suficientes botes salvavidas? Estos sucesos no eran caprichos del destino para alimentar el morbo lubricante del cotilleo social y bioético, sino que eran bastante comunes: barcos deteriorados por innumerables trayectos, teniendo que surcar el gran charco por la zona más corta (y más peligrosa) a grandes velocidades para rentabilizar sus esfuerzos de traslado de mercancías e inmigrantes. En el caso de William Brown se acabó prohibiendo que los superiores pudieran ahogar a pasajeros en botes a la deriva (¿gracias?) pero se siguió garantizando que numerosos barcos se hundirían sin cobertura suficiente de botes salvavidas, entre otros aspectos que ya hemos mencionado basados en la maximización de las ganancias. Un caso ejemplificador fue en 1854 el hundimiento del City of Glasglow, donde 480 pasajeros se ahogaron.

Las clases adineradas que fueron víctimas de la tragedia movilizaron desde la tumba más medios de resolución de problemas que todas las demás personas fallecidas en siglos atrás

Habrá que esperar hasta la primavera de 1912, cuando se produce el hundimiento del famoso Titanic y el fallecimiento de más de 1.500 personas. Las clases adineradas que fueron víctimas de la tragedia movilizaron desde la tumba más medios de resolución de problemas que todas las demás personas fallecidas en siglos atrás. A partir de Titanic, se reguló internacionalmente un complemento de botes salvavidas para garantizar la seguridad de la tripulación en caso de hundimiento; a su vez, se cambió la ruta de navegación para evitar los icebergs, lo que añadía más millas a recorrer pero menos barcos hundidos como resultado. El Titanic no solo simbolizó un fracaso y tragedia para las grandes fortunas, sino también un éxito para la seguridad transoceánica de todos.

Llegamos al año 2023, y el 14 de junio asalta la noticia de centenares de inmigrantes perdidos a la deriva en el Mediterráneo, en concreto en el Mar Jónico, y que algunos periódicos calificaron como la peor tragedia migratoria del año y de las más graves de la historia (La Vanguardia). Procedentes de Pakistán, que vive una intensa crisis económica y social, iban transportados en un barco de pesca, que se habría volcado y hundido causando la muerte de decenas de personas.

Cuatro días más tarde, el 18 de junio, un submarino comercial llamado Titan llevaba a bordo a cinco tripulantes, algunos de ellos adinerados empresarios, para observar los restos del Titanic. Se pierde la señal, se moviliza un gran número de recursos humanos (guardacostas de diferentes países, agentes de seguridad, etc.) para encontrarles, se dan numerosas portadas en periódicos y grandes espacios de tiempo en los medios de comunicación,  y finalmente se comprueba que los tripulantes fallecieron por implosión del submarino.

No podemos llegar a la conclusión de que la única pregunta que podemos realizarnos es: ¿quién debería haberse ahogado? Y menos considerando su poder adquisitivo. La verdadera pregunta es: ¿qué se ha hace mal para que acabemos hablando de quién debe ser arrojado por la borda? ¿Qué se hace mal para que no exista igualdad de medios en garantizar la vida de seres humanos en diferentes puntos marítimos?

Sea en el caso William Brown, Titanic, Titan o la tragedia del Mediterráneo, la atención reside en la estructura social que fortalece el statu quo que ha posibilitado tales tragedias. Ese mismo problema común es: ¿hasta dónde se cuantifica la seguridad de qué persona y las consecuencias de no tenerla en cuenta y quién lo hace? La escasez de los medios de protección o salvamento no tiene por qué ser natural o inevitable; los presupuestos europeos o estatales son limitados, pero una buena asignación de los recursos existentes posibilita tratamientos acordes. Si el Estado no administra adecuadamente, no es problema de los ricos del Titan o Titanic que los medios de comunicación les presten atención más a ellos que a los pobres, es un problema de la sociedad como institución (cínica e hipócrita) que al tiempo que se indigna de la poca atención que se ha dado a los fallecidos del Mediterráneo también se molestaron cuando España acogió en 2018 al barco Aquarius por razones humanitarias. Como nadie sabe lo que debe defender, nadie sabe qué es lo correcto y por eso todo le acaba molestando. Hablamos de resignación e impotencia, los ciudadanos europeos sufrimos también cuando asaltan la valla de Melilla muchas personas desesperadas por huir de la pobreza. Lo que sí sucede es que echarnos la culpa los unos a los otros por problemas universales es una señal de identidad puramente occidental: como si nos sintiéramos culpables por ser la cultura más desarrollada y no poder solucionar todos los problemas del mundo.

Supuestamente, para hablar de la “dignidad” de una vida, no debe primar una partida de nacimiento más que otra, ni debe primar más la honradez del pobre que la opulencia del rico,… Pero si Europa tiene esto claro o trata de alcanzar ese ideal, tal vez el problema esté en que los que mantienen el statu quo se encuentren al otro lado del mar y sus soberanos (muchos de ellos dictadores) sean los primeros en instrumentalizar a sus ciudadanos para hacer sentir culpables a países occidentales con la tarea universal e imposible de proteger los derechos humanos. Ese pueda ser el problema común. En el s.XXI las empresas o estados que no cuidan a su cliente o ciudadano son responsables de la injusticia, no las empresas y estados que hacen los deberes y luchan por solucionar los problemas, pese a sus medios limitados.

Foto: Marloes Hilckmann.

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