La carta que el comisario de Mercado Interior de la UE, Thierry Breton, remitió a Elon Musk utilizando la propia plataforma X propiedad del empresario, fue una amenaza en toda regla. Dicen que el motivo que habría animado a Breton a publicar esta misiva fue la entrevista en directo a Donald Trump, uno de los más odiados anticristos del consenso tecnocrático europeo. Sin embargo, la animadversión de Breton hacia Musk tiene raíces más profundas y retorcidas.

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Salvando las distancias, Thierry Bretón es a Elon Musk lo que John Sculley fue a Steve Jobs. Es decir, la inteligencia media pasada por el tamiz académico frente al talento creador, cuya principal virtud no son los títulos sino su capacidad de generar riqueza. Vaya por delante que comparar a Sculley con Breton es injusto, primero porque Sculley es infinitamente más capaz que Breton, y segundo porque existen otras oscuras diferencias entre Breton y Sculley que irán apareciendo en este artículo.

Pero, de entrada, para entender el abismo que separa a Thierry Breton de Elon Musk es fundamental distinguir entre lo que es un ejecutivo de lo que es un emprendedor o, más certeramente, lo que es un administrador de la riqueza de lo que es un creador de riqueza.

Un oportunista con ínfulas

Es verdad que Thierry Breton llegó a la política desde el mundo de la empresa, pero este origen tiene matices muy importantes. La principal habilidad de Breton como alto ejecutivo es la reestructuración, muy por delante de la innovación o la creatividad. Básicamente se ha especializado en reducir costes y sanear cuentas, y a menudo lo ha hecho sin contemplaciones, con el sota, caballo y rey de los despidos masivos, la reestructuración interna y los cambios drásticos en las condiciones laborales. Así, en general, su periplo empresarial ha consistido en el saneamiento de entidades mediante la estrategia de la apisonadora.

Disparates como la transición energética y el compromiso de cero emisiones para 2050, la prohibición de los motores de combustión interna para 2035, la Ley de Restauración de la Naturaleza, o la llamada taxonomía social, que entorpece el acceso a financiación a industrias críticas para el crecimiento económico, no son meros despropósitos, no pueden serlo porque ni siquiera los políticos más necios alcanzan a ser tan estúpidos

Sus dos últimos cargos fueron director ejecutivo y presidente en France Telecom y en la consultora Atos, respectivamente. La primera es una empresa pública francesa que en 1997 se convirtió en sociedad anónima… pero que ha seguido siendo propiedad del Estado. En cuanto a Atos, es una importante empresa de servicios digitales creada también en 1997 con una clara inspiración política: que Francia contara con su propio campeón en el sector estratégico de la tecnología de la información (TI).

En France Telecom la reestructuración puesta en marcha por Breton redujo la colosal deuda de la compañía, unos 60.000 millones de euros, a casi la mitad. Sin embargo, la estrategia planteada por Breton y continuada por su sucesor en el cargo, Didier Lombard, daría lugar entre 2008 y 2009 a uno de los episodios más siniestros de France Telecom. En ese periodo se contabilizarían 32 suicidios de empleados, cuyas cartas de despedida denunciaban el «ambiente de terror» y de “acoso moral” que se había instaurado dentro de la empresa. Sin embargo, para entonces, Thierry Breton llevaba tiempo dedicado a la política, a la que había desembarcado como ministro de Economía bajo la presidencia de Jacques Chirac, quien más tarde sería condenado a dos años de prisión por su implicación en una trama de desvío ilegal de fondos.

El paso de Breton por Atos también arroja sombras muy oscuras, aunque de naturaleza distinta. En este caso la directriz política de convertir Atos en el gigante francés de la TI se tradujo de la mano de Breton en una estrategia frenética de compras y adquisiciones que, a la postre, llevarían a Atos al borde de la quiebra. Casualmente, en 2019, el mismo año en el que empezó a despuntar en el horizonte la tormenta financiera de Atos, Thierry Breton regresó a la política, esta vez en calidad de Comisario europeo de Mercado Interior. Lo que le permitió justificar la venta de sus acciones de la compañía en un momento especialmente controvertido, pues desprenderse de ellas era condición necesaria para acceder al cargo. Así Breton pudo venderlas a un precio de 65 euros, antes de que se desplomara hasta los 1,88 euros. Una operación muy ventajosa que, según el diario francés Liberation, le habría proporcionado una ganancia de 40 millones de euros brutos, a los que habría que sumar otros 5,7 millones por la venta de sus participaciones en la antigua filial Worldline.

Thierry Breton siempre se ha excusado alegando que cuando dejó Atos la empresa no tenía deudas. Sin embargo, el consenso de los analistas es claro: la mal calibrada política de adquisiciones y la falta de visión de Breton fueron los causantes del desastre. De hecho, según estos analistas, el entonces presidente de Atos fue incapaz de advertir los drásticos cambios en el sector TI que Google, Amazon y Microsoft estaban impulsando. Razón por la cual las adquisiciones pagadas a precio de oro por Atos resultaron ruinosas y el modelo de negocio de la compañía a cabó completamente desfasado.

Sin embargo, al igual que sucedió en France Telecom, para cuando las consecuencias de la pésima gestión de Breton afloraron ya había regresado a la política. Eso sí, con una ganancia bruta estimada de 45,7 millones de euros. Proverbialmente, pocos años antes, en 2015, Breton había obtenido la nacionalidad senegalesa de manos del expresidente Macky Sall como reconocimiento a su implicación con el país durante décadas. Digo proverbialmente porque se da la circunstancia de que el tipo máximo de tributación en Senegal para los nacionalizados es del 10%, mientras que en Francia va desde el 30% hasta el 49%. Basta calcular la diferencia que supone pasar de pagar el 49% al 10% sobre unos beneficios brutos de 45 millones de euros para sospechar del carácter simbólico de la nacionalidad senegalesa obtenida por Breton.

Bruselas y el penetrante hedor a corrupción

Si lo analizamos con perspectiva, la animadversión de Thierry Breton hacia Elon Musk no se extingue en sus diferencias particulares. La inquina de Breton hacia Musk trasciende lo personal. Es la expresión de un profundo antagonismo entre dos culturas empresariales muy distintas, la que impera en Europa y la que predomina en los Estados Unidos. En Europa se antepone el control político a la libertad emprendedora. Las empresas, especialmente las grandes corporaciones, operan concertadamente con los intereses de los gobernantes y tecnócratas, sea de forma local, como ocurre en Francia, sea a nivel transnacional, como sucede en la Unión Europea. El resultado es un modelo económico muy restrictivo, estrecho, endogámico, hiperregulado, fácilmente corrompible y cada vez más rezagado e improductivo. Un sistema cerrado que proporciona rentas extraordinarias a una minoría mientras aboca a la mayoría al empobrecimiento progresivo. Dentro de este sistema, Thierry Breton encarna a ese alto ejecutivo tan habitual en las corporaciones europeas que no es un emprendedor, sino un tecnócrata travestido de empresario. Un tipo cuya inspiración no emana del mercado sino del poder político.

Con todo, en el currículo de Thierry Breton hay “logros” que pasan desapercibidos pero que dan pie para saltar desde este, cuando menos, controvertido personaje al pestilente olor a corrupción que emana de la Unión Europea. Los logros a los que me refiero son el otorgamiento a Breton por parte de Marruecos de la distinción de Comandante de la orden de Ouissam Alaouite, como reconocimiento a su servicio meritorio al estado marroquí, y el de Ciudadano honorario de la ciudad de Foshan, de la República Popular de China. Como todos sabemos, ambos países son entrañables protectores de los intereses de los ciudadanos europeos.

Ocurre que, al mismo tiempo que Breton y otro cargos y parlamentarios europeos ponen todo su empeño en controlar los contenidos de las redes sociales y en especial de X (antes Twitter), para salvaguardarnos de la manipulación y la desinformación en línea de potencias extranjeras y de la marea negra del fascismo, corren un tupido velo sobre casos de corrupción que están poniendo en serio peligro nuestra seguridad, tanto política como económica. Me refiero al Qatar-gate, que ha derivado en el caso de corrupción más intrincado, profundo y grave de la Unión Europea: el Marocco-gate.

En 2022, la entonces vicepresidenta del Parlamento Europeo, la socialdemócrata Eva Kaili, fue descubierta saliendo de un hotel con una maleta en cuyo interior no había ropa de marca, sino 750.000 euros en efectivo. Casi simultáneamente fue detenido el eurodiputado, también socialdemócrata, Pier Antonio Panzeri. En el registro de las residencias de Kaili y Panzeri la policía halló otro millón y medio de euros en efectivo. Y más adelante se averiguaría que Panzeri canalizaba dinero de Qatar y Marruecos a través de una ONG con sede en Bruselas que, supuestamente, tenía como objeto denunciar violaciones de los derechos humanos. Además, recochineo.

La organización que Panzeri puso en marcha en la UE tenía como finalidad ejercer de lobby en el Parlamento Europeo en beneficio de Qatar, Marruecos y Mauritania, influyendo directamente en los integrantes de la Cámara, mediante la palabra y es de suponer que también engrasándo los votos necesarios con dinero. Esta red habría implicado no sólo a eurodiputados en ejercicio sino también a antiguos miembros del Parlamento Europeo, los cuales manipularon dosieres en favor de los países interesados, vetaron resoluciones contrarias a sus intereses e incluso ocultaron las acciones de sus servicios de espionaje.

Desde que en 2022 tuvimos noticias de este escándalo, el silencio se ha ido imponiendo gradualmente. Cualquier pensaría que este silencio es el colofón lógico a un asunto bien resuelto, pues las oportunas labores policiales y judiciales, así como las iniciativas de la propia UE, habrían resultado en el esclarecimiento del alcance de la trama y su resolución satisfactoria. Pero no ha sido así, ni mucho menos. Desde el inicio de las investigaciones han ido apareciendo cientos de documentos comprometedores que amplían cada vez más el alcance de la trama, pero las informaciones han llegado al público con cuentagotas.

A fecha de hoy, no hay ningún acusado en la cárcel. El juez principal tuvo que retirarse por un conflicto de intereses. Su hijo era socio en una empresa del hijo de una eurodiputada implicada. El fiscal federal que llevaba el caso, Rafael Malagnini, fue promocionado a un puesto mejor remunerado. Las citaciones emitidas para que un ministro qatarí y un diplomático marroquí declararan ante la justicia belga han desaparecido. Y los políticos presuntamente implicados han eludido la investigación gracias a sus conexiones, a pesar de que la policía ha reunido una montaña gigantesca de evidencias contra ellos.

Hay casos especialmente sangrantes, como el de la eurodiputada, también socialdemócrata, Marie Arena, a la que la policía vigilaba. En el registro de la casa de su hijo, se hallarón 300.000 euros cuyo origen no pudo ser justificado. Además, hay evidencias de que Marie Arena realizó viajes de placer a todo tren pagados por Qatar y Marruecos. Sin embargo, al igual que Eva Kaili, Marie Arena no es que no esté detenida, es que continúa como eurodiputada. ¿No es maravilloso?

Lo que comenzó siendo el Qatar-gate para luego convertirse en el Marocco-gate, ha acabado siendo el Belga-gate. Un escándalo donde las arenas movedizas de la corrupción de las potencias extranjeras son tan extensas y profundas que la UE ha preferido hacer como si no pasara nada. Pero los escándalos no cesan.

En abril de 2024, poco antes de las Elecciones al Parlamento Europeo, el primer ministro belga, Alexander De Croo, denunció que “Rusia se había acercado a los legisladores de la UE” y les había pagado para “promocionar la propaganda rusa” en Europa. No era una elucubración. La denuncia de De Croo se fundaba en una operación descubierta por los servicios de seguridad checos. Por supuesto, la Unión Europea no pudo confirmar cuántos eurodiputados podrían estar bajo investigación, pero aseguró estar trabajando «en coordinación con sus socios institucionales» para llegar al fondo del asunto.

En una carta dirigida a la entonces presidenta del Parlamento, Roberta Metsola, la jefa del grupo centrista Renew Europe, Valérie Hayer, calificó las revelaciones de «claro ataque» al parlamento y a su «mandato democrático». Y sentenció: «Si los diputados europeos en funciones o los candidatos a las próximas elecciones europeas han aceptado dinero o han sido corrompidos por el Gobierno ruso o sus representantes, deben ser expuestos». Dos meses después, las elecciones se celebraron sin que nada se hubiera esclarecido. Y así seguimos en el momento en el que escribo estas líneas.

Sin propósito de enmienda

Hasta como quien dice ayer, la Unión Europea era para muchos europeos un proyecto esperanzador, una referencia de la transparencia y la defensa de los valores democráticos europeos frente a los regímenes autocráticos. Ahora esta percepción se está dando la vuelta. Abundan las sospechas de montones de dinero cambiando de manos en favor de los intereses de dictaduras como Qatar, Marruecos o Mauritania, o por aparecer en podcasts, programas de entrevistas y similares contribuyendo a difundir la propaganda rusa.

Ocurre que a los diputados al Parlamento Europeo siempre se les ha permitido tener trabajos paralelos, sin que el Parlamento Europeo los controle demasiado. De hecho, uno de cada cuatro miembros del Parlamento Europeo ha declarado colectivamente ingresos externos por un valor de 8,7 millones de euros al año. Esto abre una letanía de riesgos de conflicto de intereses. ¿Cómo pueden los ciudadanos europeos estar seguros de que sus representantes actúan en aras del interés general si son contratados no ya por voraces multinacionales, sino por entidades encubiertas financiadas por potencias extranjeras?

Los escándalos del Qatar-gate, Marocco-gate y de la injerencia rusa han puesto de relieve verdades muy incómodas que deberían haber desembocado en cambios sustanciales en las normas internas de los parlamentarios europeos. Los responsables de la UE podrían haberlas reformado y prohibido los trabajos secundarios remunerados, pero han optado por no hacerlo. En su lugar, decidieron imponer una nueva declaración de intereses privados, en la que los parlamentarios, en teoría, estarían obligados a ser más precisos a la hora de informar tanto de las actividades secundarias como de los ingresos.

Paradójicamente, estas modificaciones suponen un paso atrás con respecto a las normas anteriores, porque ahora los parlamentarios europeos sólo están obligados a declarar los ingresos secundarios superiores a un umbral de 5.000 euros, mientras que antes estaban obligados a declarar cualquier ingreso que percibieran por cuenta ajena. Además, los conceptos que deben acompañar a las nuevas declaraciones siguen siendo igual de vagos y genéricos que en las anteriores.

Europa a los pies de los caballos

Thierry Breton simboliza todo lo que está mal en Europa. Representa a esa élite estatista, autoritaria y oportunista que cree descender de la pata del caballo del Cid, cuando en realidad son el eslabón perdido de la evolución del viejo continente hacia la incompetencia, la falta de ideas, la censura y la decadencia moral.

No seamos ingenuos. Que la Unión Europea desautorizara la misiva amenazante de Breton a Musk no se debe a un repentino ataque de decencia. La razón es la profunda rivalidad y enemistad que existe entre Ursula von der Leyen y Thierry Breton, porque el francés, con el apoyo de Emmanuel Macron, estuvo conspirando para sucederla en la presidencia de la Comisión. La desautorización de Breton no supone un punto de inflexión en las aspiraciones de Bruselas de controlar a la opinión pública en línea. Es un simple ajuste de cuentas. La leyes aprobadas para controlar los debates y la información en línea siguen estando vigentes.

Pese a todo, por currículo, Breton es el tuerto en el país de los ciegos. Desde hace tiempo los partidos políticos de numerosos países envían al Parlamento Europeo a sus sobrantes, a aquellos que consideran amortizados o prescindibles para que se jubilen confortablemente con unos ingresos más que generosos. Convertir el Parlamento Europeo en un cementerio de elefantes ha permitido que a las potencias extranjeras les resulte extraordinariamente fácil y económico imponer sus intereses a los de los ciudadanos europeos. Por muy poco dinero, apenas unas decenas de millones de euros, una auténtica ganga para estados todopoderosos como China, pueden comprar una proporción suficiente de eurodiputados para desequilibrar la balanza en decisiones críticas, promover políticas en favor de sus intereses y sabotear el futuro de Europa en su propio beneficio ante la mirada atónita de millones de europeos.

Son muchas las políticas suicidas que se han ido imponiendo en nuestros países gracias a las directivas emanadas de la UE en las últimas décadas, demasiadas como para creer que sólo obedecen a la ideología, el sectarismo o a la estupidez de los políticos. Huele a dinero, a dinero sucio. Disparates como la transición energética y el compromiso de cero emisiones para 2050, la prohibición de los motores de combustión interna para 2035, la Ley de Restauración de la Naturaleza, o la llamada taxonomía social, que entorpece el acceso a financiación a industrias críticas para el crecimiento económico, no son meros despropósitos, no pueden serlo porque ni siquiera los políticos más necios alcanzan a ser tan estúpidos. Todas estas iniciativas tienen un denominador común: dejar Europa a los pies de los caballos. Es decir, someterla a la voluntad de sus más encarnizados enemigos.

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