Jareef Bin Martuza, profesor asistente en la Norwegian School of Economics, ha realizado un estudio junto a Hallgeir Sjåstad, psicólogo que enseña economía conductual en la misma escuela, un estudio cuyo titular-resumen dice así: «Nuestra nueva investigación revela que las personas están dispuestas a hacer trampa si ello beneficia a su grupo, incluso cuando ellas mismas no obtienen ningún beneficio. La conclusión clave es que el riesgo de deshonestidad en las organizaciones no se limita a los actos egoístas de los individuos. Hay un posible riesgo oculto en la deshonestidad “en beneficio de otros”, en la que los empleados pueden infringir las normas para beneficiar a su equipo o a los miembros de su grupo».

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Lo significativo del asunto es lo que se estudia y las cejas que levantan los resultados. Por lo visto, esta obviedad sideral tiene fascinados a unos pocos científicos, y no solo a ellos. Cuando lo vi circular por redes y me entretuve en las muchas respuestas a propósito de los hallazgos, pensé inmediatamente dos cosas. Una, en que se gastan el dinero algunas instituciones académicas (y no siempre privadas: muchos de estos estudios los pagamos todos). Y dos, todo lo que está saliendo mal en el campo de las ciencias del comportamiento porque la cultura humanística de esos científicos es paupérrima, pues bastaba leer a Eurípides para llegar a ese trivial resultado: «Debo ayudar a mis amigos y odiar a mis enemigos: tal es la ley para todos los que viven sobre la tierra» (Las fenicias).

Un nuevo estudio académico celebra como hallazgo lo que la tragedia griega explicó hace veinticinco siglos. El problema no es la investigación, sino el olvido sistemático de la tradición que convierte lo evidente en novedad y el despilfarro intelectual en virtud científica

La tragedia griega ya había mostrado, con más hondura y más verdad, lo que hoy algunos tildan de hallazgo novedoso; pero hay que leerla para estar al tanto, y eso es lo que no está ocurriendo. «Ignorar lo que ocurrió antes de que nacieras equivale a ser siempre un niño», decía Cicerón en De Oratore. Por supuesto, ignorar lo que la ciencia descubre te convierte también en un ignorante. Por eso solo deberíamos prestar oídos, cuando del comportamiento humano se trata, a los centauros, seres que no son mitológicos, sino muy posibles: científicos humanistas, humanistas científicamente ilustrados. ¿Por qué asumimos el despilfarro de obviar ese caudal de siglos en los que el ser humano, con las herramientas de la filosofía y el arte, se ha estudiado a sí mismo? ¿Cuánto ahorraríamos en investigaciones triviales si consiguiéramos que antes de ejercer un científico pasara por la tragedia griega y el teatro del siglo de oro, Shakespeare, Cervantes y Montaigne, Dostoievski y Austen?

Advertía Alasdair MacIntyre en Tras la virtud que sin nuestro acervo cultural solo queda «una maraña de fragmentos morales inconexos». Sirva esto para recordar que el reverdecimiento del nihilismo —mira que hay cosas de Nietzsche que rescatar— proviene también de este guirigay desenraizado que la posmodernidad nos ha legado, yesca para las pulsiones cientifistas. Es precisamente lo que experimentamos, esta sociedad que, en su intento de borrar el pasado, ha terminado desnortada. Y no hablamos solo de los conocimientos; también importan, y de qué manera, las prácticas. Lo ratifica, con cifras frías, el estudio longitudinal de Robert Putnam en Bowling Alone: cuanto más se erosionan las prácticas heredadas de la comunidad —clubes, asociaciones, redes de vecindario—, más aislados estamos y más proclives al sufrimiento psíquico. Lo que se pierde no es solamente compañía, sino el tejido civil, asideros de sentido, capacidad de confiar en lo que somos que funda el orgullo de pertenencia que nos permite tener fe en el futuro. El precio de despreciar la tradición es una atomización ansiógena y depresiva; quien quiera entender la crisis de salud mental tendrá que pasar por fuerza por los hogares y los barrios.

Comparado con lo anterior, el gesto de los científicos arriba mencionados y los científilos y tecnófilos que se asombran ante lo evidente resulta casi entrañable. Pero la cuestión no es lo que ocurre en las cátedras, sino en la adanista negación del acervo de conocimiento existente, que da para solventar la mayor parte de nuestros problemas. De ser meramente académico e intelectual, el adanismo podría ser hasta una broma ligera; pero la gente que se dedica a eso manda mucho o asesora a quien manda. Estamos en buena medida en manos de esa gente, y también en la de políticos que apenas saben nada y no aman la ciencia y la tecnología, sino que se sirven espuriamente de ellas para sus personales fines.

Escribe Werner Jaeger en Paideia que «la cultura no consiste en lo que se añade desde fuera al ser humano, sino en lo que despierta dentro de él lo más alto y noble». La tradición, en este sentido, no es peso ni reliquia, sino despertar a lo real y extraordinario. El problema es que vivimos en un tiempo que confunde tradición con superstición, pasado con cadáver, herencia con lastre. De esto se valen los aprovechateguis de siempre para hacer de su capa un sayo. «La historia es una patraña», decía Mustafá Mond, uno de los Controladores Mundiales, en Un mundo feliz, de Aldous Huxley; hay en quien repite hoy lo mismo un aviso.

El cine ha intuido en numerosas ocasiones la importancia de construir el futuro sobre los cimientos de lo conocido. En Cinema Paradiso, la vida de Totó no alcanza su plenitud hasta que reconcilia su presente con aquel cine viejo, derruido, que parecía un estorbo. El carrete de escenas censuradas que Alfredo le lega es mucho más que un polvoriento recuerdo: es un legado. Lo que uno fue se convierte en trampolín de lo que puede llegar a ser. Ninguna ciencia va a conseguir que la mal llamada Inteligencia Artificial sea un éxito en términos amplios humanos; necesitaremos, para conseguirlo, viajar al pasado. En la música ha ocurrido otro tanto; en Time Out of Mind, Bob Dylan confesaba estar tratando de salir de su propio pasado, pero lo hacía sabiendo que escapar de ahí es imposible; lo único viable es reconciliarse con lo que uno ha sido.

Por la misma vía demencial viene el acrítico culto al progreso que hemos llamado progresismo, construido en los últimos años como antagonista a fantasmas y erigido sobre una superioridad moral boba y estomagante. La del progreso ha sido una bandera favorita que han empuñado en los últimos tiempos verdaderos miserables.  No hay alternativa razonable a avanzar Y (mayúscula, subrayada, negrita, cursiva) conservar lo conquistado. «El amor al pasado nada tiene que ver con una orientación política reaccionaria», dice Simone Weil en Sobre el trabajo.

Dice Gustave Thibon que «el verdadero tradicionalista […] sabe muy bien que […] la tradición no excluye la libertad creativa: la alimenta con toda la experiencia del pasado y de lo eterno y la guía en dirección a la perfección» (En defensa de lo evidente). La tradición hay que tamizarla, depurarla, examinarla con mirada crítica. También Sófocles y Dante grabaron en mármol falsedades que han de ser refutadas; y, como Thibon concluye, «¿desde cuándo la Estrella Polar aprisiona a los viajeros?». Ahora bien: rechazar el pasado en bloque es infantil e irresponsable; es pensar que podemos nacer cada día sin deuda ni herencia, como mónadas sueltas en el espacio. No hay nada más ingenuo y peligroso que esa pretensión de tabula rasa: cuando se arrasa con lo anterior, lo que llega no es un mundo feliz, sino la tosca repetición de errores disfrazados de nuevos desafíos.

Preguntarse si tiene futuro el pasado no es un juego retórico; es una exigencia civilizatoria. Es la cuestión que decide si seremos herederos o huérfanos, si viviremos desde la gratitud o improvisando. El pasado nos ennoblece si lo tratamos como un río que hay que dejar fluir y mantener incontaminado para que nos dé de vivir y nos transporte gentilmente a nuestro futuro. Como escribe Simone Weil en el texto citado:

Sería inútil dar la espalda al pasado y no pensar más que en el futuro. Creer que esto es siquiera una posibilidad construye una ilusión peligrosa. La oposición entre el porvenir y el pasado es absurda. El futuro no nos aporta nada, no nos da nada; somos nosotros quienes, para construirlo, hemos de dárselo todo, darle nuestra vida misma. Pero para dar hay que poseer, y no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros. De todas las necesidades del alma humana, ninguna es más vital que el pasado.

Hagamos lo imposible para que científicos, gobernantes y capitanes de las industrias tomen note de esto antes de que sea demasiado tarde. El futuro del pasado es la única garantía de una humanidad que merezca su viaje.

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David Cerdá García
David Cerdá (Sevilla, 1972), es economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y El dilema de Neo (2024); El bien es universal (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información en www.dcerda.es