La decisión del Tribunal Supremo sobre cómo puede, o no puede, aplicarse la amnistía en algunos casos ha provocado algunas protestas de los interesados en que la ley pueda reducirse a su capricho. Han hablado de la “voluntad del legislador” como si ese criterio fuese el único aplicable a la hora de juzgar los casos que se presentan ante un juez.

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Hay pocas dudas de lo que ha querido hacer el Congreso controlado por Pedro Sánchez, aunque de la manera tutelada que ya sabemos por algunos personajes que han delinquido a plena luz del día, y lo sabemos porque esa voluntad es la misma que han tenido a la hora de redactar de manera tan farragosa y descuidada la ley de amnistía que no acierta a disimular las feas intenciones de sus redactores.  “Todos a la calle”, como en la película de Berlanga, pero al revés.

La Constitución ordena que sean el Congreso y el Senado quienes elijan a ocho de los jueces que se harán cargo de dirigir la administración de los órganos judiciales, pero ni los presidentes del Congreso y Senado ni las mesas respectivas han hecho el menor intento de rebelarse frente a la sujeción a las que se ven sometidos sea por la Moncloa, sea por Génova

Pero los tribunales se han instituido no para ejecutar graciosamente lo que quiera el poder ejecutivo sino para aplicar la ley a la luz de los principios generales del Derecho que son los mismos en cualquier lugar del mundo en el que esa institución juegue un papel que sea respetado por todos, lo que quiere decir que cualquier juez, tiene que actuar al margen de toda presión y de cualquier poder que no sea la ley misma.

Un juez sólo ha de estar sometido a la ley y a su conciencia, no a ningún poder de ningún tipo.  Existe para eso y no se le puede pedir que se avenga a ninguna exigencia ajena. En un episodio especialmente dramático de la serie Designated Survivor, una especie de El lado oeste de la Casa Blanca mezclada con un thriller y que me permito recomendarles, el presidente de los EEUU pretende dar una orden, para lo que contaría con el apoyo casi unánime de los electores, pero un juez de distrito le impide actuar hasta que no encuentre un procedimiento que no choque con un aspecto de la ley en el que los ajetreados miembros del equipo presidencial no habían reparado. Claro es que el sistema judicial de los Estados Unidos es muy distinto al nuestro, pero lo esencial es que un juez de no mucho rango no vacila lo más mínimo en defender la ley que va a ser pisoteada por una acción presidencial, por razonable que esta fuese en sí misma.

Es muy importante comprender que el poder de los jueces se arruina cuando se dejan llevar de mandatos políticos, es decir cuando defienden antes al poder constituido que los derechos de los ciudadanos, al Derecho con mayúsculas. Los jueces norteamericanos llegan a sus puestos por procesos inequívocamente políticos en los que intervienen elementos ideológicos y partidistas, sin duda, pero hay una larga tradición moral en esa república, según la cual se espera de los jueces que actúen con plena independencia respecto a los poderes que los llevaron al tribunal y es claro que lo han hecho en muchas ocasiones. El caso más notable tal vez haya sido el de Earl Warren que promovido al Supremo por iniciativa de Eisenhower dictó sentencias muy importantes en las que contradijo el deseo de los republicanos que lo llevaron ahí.

En España podemos presumir, al menos de dos casos notables de independencia judicial respecto al poder político. Manuel Aragón Reyes, magistrado del Tribunal Constitucional, fue el autor de la sentencia que echó por tierra el Estatuto catalán promovido por Zapatero y Maragall y aprobado por el Congreso y el parlamento de Cataluña, pese a haber sido propuesto por el PSOE para ese cargo. Pero no tenía dudas de que el texto era claramente anticonstitucional y cumplió con su deber. Otro caso digno también de admiración es la renuncia de Manuel Marchena que renunció a ser elegido presidente del Tribunal Supremo al filtrarse un mensaje de un diputado chisgarabís que daba entender que sería manejado por la puerta de atrás, algo que, con harta razón, consideró que atentaba a su dignidad.

Que el Tribunal Supremo de muestras de absoluta independencia, a diferencia de la conducta de apariencia servil de otros que están en la mente de todos, es una muestra de que todavía quedan jueces en España, pese al empeño de este gobierno de convertirlos en correveidiles de sus caprichos.

Tenemos mucho que aprender de estos jueces, tenemos que saber estar en nuestro sitio, preservar nuestra independencia de criterio sin la cual no es posible que exista una democracia, ni es posible que esta sea un modo de gobierno eficaz. Los partidos políticos, en particular, debieran aprender estas lecciones de dignidad y admitir en su seno una lógica pluralidad que siempre tendría que dar lugar a un debate interno que fuese reflejo de la pluralidad social. Interno no quiere decir aquí que no se entere nadie, sino lo contrario, porque los partidos deben aprender a ser lo que debieran ser y no son, cauces de representatividad y de pluralismo político.

No hay democracia sin separación de poderes y sin garantía de la independencia de los jueces. Desde 1977 la democracia española ha dado pasos en el sentido equivocado en estas dos cuestiones. En 1985 el gobierno de Felipe González estableció una ley que daba un paso atrás respecto al modelo que prefiguraba la Constitución en este punto y el PP no tuvo nunca ganas reales de renunciar a esta pretendida tutela sobre los jueces. Es un milagro que en medio de esta presión para tener jueces a la medida del gusto político los jueces, al menos en su mayoría, hayan sabido resistirse. Pero es tal vez más grave que los partidos hayan consentido convertirse en bueyes mudos a la orden del líder de turno para dejar de ser representativos de las cuitas y deseos de los ciudadanos.

La trifulca sobre la forma de elegir el órgano de gobierno de los jueces es un caso claro de sumisión de las Cámaras a las minorías que gobiernan los partidos. La Constitución ordena que sean el Congreso y el Senado quienes elijan a ocho de los jueces que se harán cargo de dirigir la administración de los órganos judiciales, pero ni los presidentes del Congreso y Senado ni las mesas respectivas han hecho el menor intento de rebelarse frente a la sujeción a las que se ven sometidos sea por la Moncloa, sea por Génova. Muy mal asunto, en definitiva, porque revela las miserias de los partidos y con ellas de la democracia misma en la que vivimos.

Los jueces, por fortuna, han sabido hacerse respetar, hay que esperar que no desfallezcan porque si ellos vacilan y se rinden se acabó lo que se daba, que ya no es mucho, por cierto.

Foto: Concepcion AMAT ORTAS.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web