Hasta ahora todo el mundo creía que las elecciones presidenciales en los Estados Unidos de América eran fiables por completo, que no había fraude, digamos, sistémico, porque nadie puede estar en condiciones de garantizar que entre los casi 150.000.000 de papeletas no haya alguna que se haya emitido de modo irregular. Es decir, predominaba la creencia de que, por poner un ejemplo clásico,” todos los cisnes son blancos”, una verdad cuya exactitud no puede ser probada de manera directa, pero cuya falsedad podría probarse con relativa facilidad con solo encontrar un cisne negro.

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Pero llegó noviembre de 2020, los resultados no parecieron ser halagüeños para el presidente que quería renovar mandato y, contra lo que se puede considerar habitual, Trump puso en duda la legalidad de las elecciones, afirmó que encontraría un cisne tan negro como para hacer que el resultado aparente se tambalease, de modo que de tenerse por desfavorable se volviera a su favor. Por cierto, ya hace tiempo que se sabe de la existencia de los cisnes negros, muy raros, en cualquier caso, pero Trump todavía no ha conseguido demostrar que exista el cisne negro que le abra el camino de la Casa Blanca, aunque dicen que está en ello.

Por curioso que pueda parecer ha perdido Trump, pero han ganado los republicanos, ha ganado Biden, pero no lo ha hecho el partido demócrata, una organización que se ha descrito como “un conjunto de bandas de enemigos naturales en precario estado de simbiosis”, y, desde luego, no ha habido nada parecido a una ‘marea azul’

¿Por qué es imposible demostrar que en algo tan masivo como las elecciones de los Estados Unidos de América no ha habido fraude y tan fácil, en teoría, mostrar que sí lo ha habido, cuando lo haya habido? Desde Hume se considera válida la idea de que nunca existe una cantidad suficiente de hechos particulares como para deducir con rigor una ley general sobre el caso, es decir que una verdad empírica nunca está del todo verificada. Popper observó que esa idea debía matizarse de varias maneras, pero, en especial que, aunque una verdad empírica no pueda ser probada con rigor lógico, sí es posible mostrar su falsedad con un solo caso contrario. De manera que se pueda afirmar sin el menor asomo de duda que “no todos los cisnes son blancos” con solo encontrar un cisne oscuro.

Claro que todo esto es teoría, porque los cisnes no tratan de engañar a nadie, pero los políticos no son tan ingenuos como esas aves. La verdad es que se supone que si ha habido fraude y ha sido sistémico los autores habrán intentado hacerlo de maneras harto discretas y sofisticadas de forma que va a resultar difícil descubrirlos. Esta idea parece favorecer la sospecha trumpista, pero esa sospecha genérica no proporciona suficiente munición como para que los abogados de Trump hagan verdadero daño. La dificultad mayor está en convencer a los jueces, incluso si fueren trumpistas, de que hay pruebas suficientes como para que las elecciones acaben por tener un resultado distinto al que hasta hora se ha proclamado por muchas partes, incluso entre algunos de los trumpistas de hasta anteayer. Cuando se plantea una duda sobre un sistema tutelado por una administración como la norteaméricana, que a diferencia de otros lugares, y no me gusta señalar, ha mostrado de forma suficiente su carácter apolítico y su independencia partidista, no queda otro remedio que litigar ante los jueces y aportar pruebas que se puedan demostrar no solo concluyentes sino suficientes como para revertir un resultado ajustado pero de inequívoca apariencia. ¿Podría Trump ascender el Everest y con su abrigo? Lo que parece evidente es que, si al final lo intenta, le va a costar trabajo. Es fácil que gane alguna pequeña batalla, pero se antoja muy improbable que logre revertir decenas de miles de votos, que él supone mal contados, en varios Estados.

Buena parte de la prensa norteamericana está tratando a Trump con muy escasa consideración, y ha llegado, incluso, a cortar una retransmisión en la que el presidente en ejercicio explicaba su teoría, lo cual, además de ser una conducta irrespetuosa, inapropiada y poco defendible, habrá servido para enfervorizar a los millones de seguidores de Trump que no acaban de creer que se les haya podido derrotar en campo abierto. Hay varias razones fundamentales para que los que no sean seguidores muy fervorosos de Trump tengan serias dudas sobre la relevancia de sus quejas. La primera es que el sistema electoral, que como todos tiene sus defectos, no ha sido nunca seriamente objetado, de manera que lo razonable es suponer que funcione correctamente; la segunda es la confianza en que cualquier fraude masivo tendría que haberse realizado en medio de una conjura de muchísimas personas, y no parece verosímil que una conjura de ese tipo se pueda montar sin dar lugar a filtraciones y, menos aún que se pueda llevar a cabo sin que los encargados de verificar el sistema, funcionarios y observadores de los partidos, adviertan con claridad que algo está pasando.

Cuando esto llegue a los tribunales, las pruebas de los cisnes negros van a ser muy complicadas porque el perjurio está considerado delito en la legislación penal, y va a ser difícil encontrar personas que juren haber visto ellos en persona lo que otros muchos afirman que no ha existido. En fin, si no es posible demostrar que todos los cisnes son blancos tampoco será posible demostrar que nadie le vaya a dar la razón a Trump, antes de que eso suceda. Veremos, pues, hasta dónde llegan las aguas.

El debate sobre el color de los cisnes y lo improbable que resulta encontrar cisnes que contradigan las expectativas más comunes, tanto cuando lo ocurrido es catastrófico, como cuando se produce un éxito empresarial inesperado, ha dado lugar a una interesante teoría debida al matemático Nassim Taleb. Taleb afirma que los sucesos sorprendentes e imprevistos que tienen un gran impacto parecen dejar de serlo cuando, una vez pasado el trance, se analizan sus causas y las circunstancias de entorno y se acaba afirmando que resultaba razonable la aparición del oscuro ánade, pero eso le parece a Taleb engañoso, y me temo que acierta.

La salida de Trump de la Casa Blanca no parece ningún cisne negro talebiano. Era lo que pronosticaban las encuestas, aunque ha ocurrido con un margen mucho menor, y tenía cierta lógica en la medida en que Trump se ha obstinado en menospreciar las  posibilidades de su rival y ha obrado de tal manera que ha conseguido convertirse en el enemigo a batir para una amplísima e inverosímil coalición en su contra, a la que hay que añadir su insensata manera de tratar la pandemia (o de no tratarla), por cierto que está por ver si eso acabará por tener coste electoral en otras latitudes. Por curioso que pueda parecer ha perdido Trump, pero han ganado los republicanos, ha ganado Biden, pero no lo ha hecho el partido demócrata, una organización que se ha descrito como “un conjunto de bandas de enemigos naturales en precario estado de simbiosis”, y, desde luego, no ha habido nada parecido a una marea azul. Si Trump acaba saliendo de la Casa Blanca por su propio píe, tendrá un gigantesco número de seguidores, y es probable que actúe como una apisonadora contra los republicanos, algunos votantes de Biden, que no se le han sometido. Da la impresión de que va a ser una historia que podría haber escrito Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», solo que el cuento no parece que vaya a ser nada breve en esta ocasión, porque puede haber mucho Trump y para muy largo rato.

Foto: Gage Skidmore


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web