Todos estamos sometidos a la presión de lo inmediato. Sin embargo, una de las primeras cosas que, por lo menos antaño, nos enseñaban a los historiadores era la necesidad de cierta perspectiva histórica. Hoy en día sucede lo contrario, se nos impele a pronunciarnos al segundo, al compás mismo de los acontecimientos que se suceden a un ritmo vertiginoso e inasumible para la mente humana. No es que falte distanciamiento o perspectiva, es que falta el más mínimo sosiego. Twitter representa la quintaesencia de ese proceso: la mayor parte de la gente primero escribe y publica un tuit –normalmente en caliente- y después piensa acerca de lo que ha escrito (o, a veces, ni eso). Es la versión posmoderna del clásico “primero dispara y luego pregunta”.
Desde que se desató la pandemia, vivimos en un mundo más acelerado y enloquecido. Las noticias se suceden a tal velocidad que se sepultan unas a otras, como los escándalos, las falsas esperanzas, las medias verdades o los rumores más disparatados. Todo va en el mismo lote, como productos que apenas sufren un proceso de decantación. No es que cueste diferenciar lo real de la mistificación: es que en el fondo eso cada vez importa menos. En la política como espectáculo se igualan lo cierto y lo espurio porque todo termina siendo lo que parece. Antes, mentir tenía un precio, sobre todo si te pillaban in fraganti, porque había una verdad (o una voluntad de llegar a ella) que operaba como referencia. Ahora el impostor recoge el oscar al mejor actor y saluda sonriente al público que le aplaude.
Tanto en el ámbito privado como en los asuntos comunitarios, las cosas importantes no suelen suceder de la noche a la mañana. Los cambios profundos, las transformaciones sustanciales, tienen lugar poco a poco, de forma paulatina
Escribimos tan al dictado del último acontecimiento –o, peor aún, del último bulo- que no hay nada más obsoleto que el artículo de opinión de hace unos días. Hagan la prueba. Releer por ejemplo los periódicos de la semana pasada supone un ejercicio de penitencia y genera una aleccionadora melancolía. Ahora bien, tanto en el ámbito privado como en los asuntos comunitarios, las cosas importantes no suelen suceder de la noche a la mañana. Los cambios profundos, las transformaciones sustanciales, tienen lugar poco a poco, de forma paulatina, como resultado de un proceso muchas veces imperceptible para el que se afana en vislumbrar solo el día a día (¡no digamos ya la última hora!)
La crítica política es un terreno especialmente proclive a esta vulnerabilidad. El periodista, el contertulio o el opinante en general se fijan en los pormenores más acusados de los árboles concretos mientras pierden la perspectiva del bosque en su conjunto. Nos pasa a todos, a mí el primero, no crean que quiero situarme, como dicen nuestros vecinos, au dessus de la melée. Pero lo que sí quiero al redactar estas líneas es obligarme –a mí como artífice y ustedes como lectores- a una reflexión que trascienda en la medida de lo posible la espuma de los días, es decir, lo epidérmico o aparatoso, la mera contingencia en definitiva.
Tomaré como punto de partida las controversias políticas de los últimos días para ejemplificar el cambio de perspectiva que propongo. Se han escrito por ejemplo innumerables artículos y oído múltiples voces sobre el desplante del presidente del gobierno al aprobarse el último estado de alarma, pero… ¿hubiera sido menos grave el paso dado con su presencia? Se me dirá que el hecho es más que una mera anécdota y que constituye un detalle significativo del desprecio al parlamento pero, aun concediéndolo, lo esencial han sido otras dos cosas: una, que el Congreso abdicara solemnemente de su función como pilar fundamental del Estado en unos momentos delicados, si no críticos; dos, que además no había ninguna alternativa política a la chapuza institucionalizada por la heteróclita mayoría gobernante. Esto sí que es grave.
Otra de las iniciativas gubernamentales que ha desatado la indignación en las redes, ondas y páginas periodísticas ha sido el proyecto de ese ministerio orwelliano de la verdad que se han sacado de la manga con la excusa de combatir las fake news. Me parecen muy bien las protestas pero pierdan cuidado, se trata de un señuelo –un globo sonda, como se dice ahora- para distraer la atención: el espantajo de la censura es un capote al que cuesta resistirse embestir. En España no hay fábrica más poderosa de fake news que la Moncloa y sus terminales mediáticos. Sus bulos eclipsan y desplazan todos los demás. No sean ingenuos, no necesitan acudir a la brocha gorda de la censura. Mientras la zanahoria dé tantos réditos no usarán el palo. Y todos seguiremos tan felices.
Tercer caso –ciñéndome tan solo a lo ocurrido en la última semana-, la (enésima) degradación del castellano en el ámbito de la enseñanza, al perder en esta ocasión su condición de lengua vehicular (¡qué palabros!) en las comunidades autónomas con lengua propia. ¡Qué escándalo!, exclaman muchos comentaristas. Reconozco también aquí que no le falta razón a quienes señalan la gravedad de tal acuerdo en el plano formal pero no seamos hipócritas, este reconocimiento teórico es solo el espejo de una realidad que lleva al menos ¡cuatro décadas! implementándose en los centros escolares, desde Primaria a la Universidad. ¡Si yo me vine de Barcelona en 1984 porque no podía aguantar más aquel ambiente asfixiante que reinaba en aulas y claustros!
No me resisto, por las concomitancias con la anterior, a citar una cuarta anécdota, el revuelo suscitado a raíz de las declaraciones del párroco de Lemona justificando la actividad terrorista de ETA en Bajo el silencio, el último filme documental de Iñaki Arteta. Ha tenido que ser este, el mismo director, quien mostrara su estupefacción ante tanto alboroto mediático: ¿ahora se enteran de que esto forma parte de la normalidad en la sociedad vasca? No es ya solo que gran parte de la Euskal Herria profunda sea territorio comanche: es que, mal que les pese a los que se felicitan del supuesto éxito de Patria (novela y serie), el relato hegemónico en la comunidad vasca no habla precisamente de victoria y superioridad moral de la democracia española.
Y es que –permítaseme que lo diga con esta franqueza- en esto de distinguir lo anecdótico de lo profundo los movimientos nacionalistas nos podían dar muchas lecciones y, por supuesto, nos llevan mucha ventaja. Ellos trabajan con la vista puesta no en el día a día sino en las corrientes profundas que generan los auténticos cambios sociales. Por eso para ellos –como para la izquierda en su conjunto- es prioritario y determinante el dominio absoluto de la enseñanza, el control de la socialización, la intervención de la cultura, la gestión de los medios y canales informativos, la preeminencia de su perspectiva -el relato- y, en fin, la impregnación del conjunto social con sus objetivos políticos e ideológicos, de modo tan natural como cala la lluvia fina.
Como digo, en esa línea trabaja también la izquierda doctrinal. Miren todas las disposiciones que, a la chita callando, como quien dice, y por el procedimiento de urgencia, están colando en la nueva ley de educación. Los suspensos… ¡ah!, medidas reaccionarias. En la nueva enseñanza no hará falta recurrir a disposición tan traumática. ¿Inspección educativa? Ya nos encargaremos de desactivarla y ponerla a nuestro servicio. Mientras tanto, nos ocuparemos de nombrar asesores, consultores, expertos, cargos todos de libre designación que ¡oh, casualidad! supervisarán lo que nos convenga y dictaminarán en la línea de quien les da de comer. Cuando se vean las consecuencias dentro de unos años, muchos incautos exclamarán “¿cómo es posible…?”
Ahora recopilen todos los datos y aplíquenlos a la situación presente. Más aún, traten no tanto de diseccionar el hoy como escudriñar hacia dónde vamos. Por algunas de las cosas citadas, se ha motejado al actual presidente del gobierno de aprendiz de dictador. Pero no vamos hacia una dictadura propiamente dicha sino a una democracia posmoderna, en línea de lo que sucede en otras partes del globo (en esto no somos originales). Hace poco salió a la palestra el concepto de dictadura parlamentaria, aunque yo prefiero el sintagma de democracia autoritaria. En cualquier caso, un oxímoron a nivel teórico aunque una realidad a efectos prácticos: se mantendrá la liturgia democrática, cada vez más vacía de contenido. Antes las democracias caían por golpes de Estado; ahora están en trance de fenecer por consunción. Por debajo de las agitaciones cotidianas que tanto nos entretienen se está gestando –y no nos damos cuenta- un mundo menos liberal y más autoritario.