El Gobierno ha aprobado el Proyecto de Real Decreto de Universidades. Como todo en este Gobierno, el decreto no es lo que dice, y no dice lo que es. Es un instrumento político, que ha recaído sobre las universidades, como podría ser sobre el aborto, otro de los instrumentos para el manejo político-discursivo del Gobierno-partido. Las universidades son lo de menos. El aborto es lo de menos. Lo único importante es cómo entretener a los votantes, cómo instruir a los periodistas propios, y cómo sortear las querencias de los socios.
Ahora que Donald Trump ha arruinado la cancamusa de Gaza con un maldito plan de paz, se activa el aborto como nuevo guiñol. Es muy importante, porque el voto femenino está empezando a zozobrar en la izquierda, por el espectáculo de las prostitutas recibiendo parte del dinero que recibía la subtrama de Ábalos en sobres con membretes del PSOE.
¿Por qué se quiere obligar a las universidades a tener un gran tamaño? O, puesto que muchas no van a lograrlo, ¿qué motiva el empeño de cerrar centros que no alcancen las distintas cotas de tamaño?
Pero no es suficiente, y por eso saca el proyecto de las universidades. Es otro espantajo, sí. Es otro conejo que esperaba en la chistera, esperando al momento adecuado. Al Gobierno le encaja porque es una cuestión ideológica (lo público contra lo privado), les permite reivindicarse políticamente ante sus votantes, y supondrá socavar unos derechos legítimamente adquiridos. De modo que lo que va a resultar de todo ello es un conflicto. Y ese conflicto, esa oposición entre nosotros y ellos, es lo que permite a la banda de Sánchez mantener la tensión política, a la espera de que cualquier milagro le permita adelantar unas elecciones con garantías de victoria.
En ese juego de nosotros contra ellos, atávico y tribal, o, como diríamos hoy, progresista, juega un papel protagonista Isabel Díaz Ayuso. La presidenta de la Comunidad de Madrid es el único político que ha asumido el papel de liderar la oposición a Sánchez. Su gobierno alimenta el enfrentamiento, que Díaz Ayuso, por convicción o por estrategia política, o por ambas, no rehuye en absoluto. Y varias de las nuevas universidades privadas que se han aprobado en los últimos años tienen su sede en Madrid.
Indudablemente, el decreto de universidades es todo ello. Pero por un lado no sólo hay un trasfondo político; también lo hay económico. Empresarial, vaya. Y también está la realidad de una ley que es potencialmente demoledora para varias instituciones de reciente creación.
El objetivo declarado de la ley es, por descontado, mejorar la calidad de la enseñanza. Es como aquél gobernador civil que fue a visitar a Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall. “¿Y el tren, para cuándo?”, preguntaba humildemente el alcalde. “¿El tren? ¡Ah, sí! Yo siempre digo eso del tren”, responde el funcionario. Pues la calidad educativa tiene la misma consistencia.
El razonamiento es el siguiente: han surgido multitud de centros que no tienen calidad y que venden títulos sin un contenido serio universitario. Si eso fuera así, el problema no sería del gobierno, sino de quienes decidan gastarse el dinero en un papel mojado. Porque lo que no se dice es que un título de una Universidad sin prestigio puede tener un valor administrativo, pero no en el mercado. Sin necesidad de hablar de universidades privadas, ¿tiene el mismo valor un título de abogado por la Carlos III o por la Universidad de La Laguna? Evidentemente, no.
Además, si por un lado habla de calidad, por otro el decreto impone unas condiciones que en el mejor de los casos no afectan para nada a la calidad, y que más bien actúan en contra. Por ejemplo, los centros tendrán que tener al menos 4.500 alumnos. Un centro digital, que es más fácilmente escalable, puede alcanzar esa cifra sin más que rebajar el precio y contratar a más profesores. Pero ese cambio sólo puede hacerse poniendo en riesgo la calidad.
Por otro lado, obliga a los centros a tener carreras dentro de al menos tres de cinco ramas del saber: Artes y Humanidades, Ciencias, Ciencias de la Salud, Ciencias Sociales y Jurídicas e Ingeniería y Arquitectura. Podemos pensar en que hay, o se pueden crear, universidades especializadas en una o dos ramas del saber, y que hagan una apuesta precisamente por la calidad en ese ámbito. Obligarlas a entrar en otros ámbitos no puede ser favoreciendo la calidad.
¿Por qué se quiere obligar a las universidades a tener un gran tamaño? O, puesto que muchas no van a lograrlo, ¿qué motiva el empeño de cerrar centros que no alcancen las distintas cotas de tamaño? ¿En qué afecta ello a la universidad pública? O ¿en qué afecta a los potenciales alumnos, salvo en la degradación, al menos durante un tiempo de adaptación, de la calidad educativa?
No tengo información al respecto, pero yo creo que aquí entra otro actor que no se ha pronunciado, y al que le viene muy bien la posición del Gobierno: las grandes universidades privadas ya asentadas, y que no quieren tener que enfrentarse a la competencia de otros centros que crecen muy rápido, y que pueden amenazar su posición. A las universidades públicas nada les amenaza: serán sumideros de dinero, como RTVE, pero no se caerán del presupuesto. Son las privadas que temen la competencia las que se ven amenazadas.
Una prueba más en ese sentido es que, según el decreto, la aprobación de una nueva institución debe contar con el visto bueno vinculante de la ANECA o de las agencias autonómicas de calidad. ¿Quiénes están en esas agencias? Profesores de las universidades ya asentadas. Lo previsible es que no actuarán en contra de los intereses de sus instituciones.
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