Se han dicho muchas cosas sobre la controvertida ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París. Hay quien ha llegado a asociar determinados elementos, como el fuego y el color rojo, con el satanismo. Otros la han tachado de un colosal espectáculo masónico que se jacta, ya sin ningún disimulo, de perseguir una determinada agenda. Por supuesto, también hay quienes la valoran muy positivamente como la manifestación de un Occidente abierto e inclusivo, liberado de todos los prejuicios; y las partes más controvertidas, como una “transgresión poderosa a favor de las personas LGBTI” proyectada a millones de personas en todo el mundo.

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La controvertida inauguración comenzó con un castillo lleno de María Antonietas decapitadas tocando heavy metal. Después le siguió el jinete del Apocalipsis galopando sobre el Sena, como un siniestro vaticinio. Más tarde, una “mujer” barbuda e intimidante agitándose con violencia (¿bailando?). Y, por último, la representación Drag Queen, supuestamente, de la obra La fiesta de los Dioses, de Jan Harmensz van Biljert, cuyo encuandre y disposición resultaban sospechosamente equívocos, pues se asemejaba demasiado a la obra religiosa La última cena, de Leonardo da Vinci. Una extraña confusión que disgustó a los cristianos y también a quienes sin serlo vieron en esa representación una ofensa gratuita.

El espectáculo de inauguración de los Juegos Olímpicos de París no ratifica el fin del mundo occidental, certifica el agotamiento de una serie de dogmas y falsas convenciones que ya sólo operan en base a la inercia y a la cobardía

Se supone que la celebración cada cuatro años de los Juegos Olímpicos es una tregua de alcance mundial. Durante casi tres semanas, el deporte y la sana competencia dejan en pausa los agravios y conflictos que cotidianamente nos asolan. Así pues, cabe preguntarse qué tenía que ver ese feísmo, diría que provocador, con el espíritu olímpico de la conciliación. Mi impresión es que la atribulada ciudad de París quiso reverdecer viejos laureles y reivindicarse como centro de la vanguardia cultural. Y a juzgar por lo visto, la forma que los franceses escogieron fue apoderarse del elemento clave que domina el actual imaginario occidental: la omnipresente diversidad.

Sin embargo, en vez de la felicidad en la diversidad, lo que transmitió París fue desasosiego. La desesperación de una Francia muy venida a menos por parecer grandilocuente alumbró un espectáculo barroco, amanerado, a ratos grosero y, por encima de todo, decadente. Esta sensación no desapareció con la actuación final de una Céline Dion espectacular. Al contrario, se acentúo por contraste. Lejos de ser el broche final de la ceremonia, Dion entró en litigio con ella. Fue su contrapunto.

La cantante canadiense encarnó a la vieja dama Europa, al mundo de ayer alzándose como un querido fantasma frente al feísmo de la diversidad del presente. Con su extraordinaria voz, recuperó el ideal de la belleza que los grandes compositores europeos habían perseguido con cada una de sus obras para acabar invariablemente insatisfechos, porque ese ideal era, como todo ideal, inalcanzable.

Sin embargo, animados por su devoción a la belleza, los viejos compositores volvían una y otra vez a sentarse frente a las partituras en blanco para llenarlas de esperanzadas composiciones musicales. La razón es que, para ellos, la belleza era un profundo misterio al que sólo era posible aproximarse llevados por la fe en la existencia de algo mucho más grande que ellos.

Cuando, por el contrario, el ideal de la belleza se reduce a un canon, a un conjunto de reglas y proporciones, entonces tendremos la belleza previsible de los gimnasios, la de los rostros perfectos de los modelos publicitarios. Esa belleza estandarizada y vulgar, de gran consumo, sin misterio alguno, donde la imperfección desaparece y, con ella, cualquier rasgo distintivo que confiera a un rostro, a un cuerpo, a una obra o a una creación algún misterio. Por eso las composiciones de Haendel y Bach, a pesar de que ambos perseguían el mismo ideal de la belleza, son tan distintas porque se inspiraban en el misterio.

Puede que los viejos ideales europeos hayan pasado a mejor vida, ya veremos. Pero de lo que no hay duda es que su hueco no puede ser llenado con imposturas. Por eso yo no me alarmaría demasiado por la ceremonia de París. Si Europa fuera realmente lo que ahí se representó, no habría habido tanta controversia. La mayoría de europeos se habría sentido gratamente identificada. Pero no ha sido así. Ha sucedido justo lo contrario, aunque los medios prefieran ignorarlo y entre los particulares unos exageren más que otros.

El espectáculo de inauguración de los Juegos Olímpicos de París no ratifica el fin del mundo occidental, certifica el agotamiento de una serie de dogmas y falsas convenciones que ya sólo operan en base a la inercia y a la cobardía. La pretendida exaltación de la diversidad, que ha sido el leitmotiv de esta ceremonia, ha resultado, de cara al público, en la percepción de lo contrario: un espectáculo reiterativo y torpemente provocador, cuyo colorido no ha podido disimular la monotonía de un convencionalismo monocromático. Una diversidad uniforme, reglamentaria y enemiga no ya de lo diverso sino, más aún, de lo plural. Esto es, una diversidad incompatible con Europa.

Foto:Redes sociales.

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