“Ahora sí. Ahora tendrá que irse, ¿no?”, me decía un amigo, primero afirmando y después con un interrogante final, a propósito de la larga y prolífica declaración de Víctor de Aldama ante el juez, según la cual acabaríamos mucho antes enumerando a los ministros del gobierno socialista libres de sospecha que a los presuntamente implicados. “Ahora sí” y después, como una vacilación angustiosa, el lastimero interrogante. Ese “¡Ay, que a lo peor sigue!”.
Lamentablemente, la respuesta es que no se marcha. El presidente del gobierno no contempla la dimisión porque nunca la ha contemplado. Le da igual el motivo, la razón o la evidencia, simplemente no dimite porque para él la democracia no es más que un juego de poder. Y según esta lúdica idea, una vez atrapas el poder no hay que soltarlo. Sólo los débiles y los tontos lo hacen. Los ganadores, jamás. Los ganadores resisten, si es preciso, prescindiendo del Parlamento, haciéndole un traje a medida a un juez, convirtiendo en esbirro al fiscal general para que se inmole en su nombre, transformando en lacayos a los abogados del Estado, troceando y repartiendo el país, señalando a la prensa, a los periodistas, incluso usando los cuerpos de élite de la policía para empapelar a ciudadanos comunes porque te increpan hundidos en el barro y la miseria.
Si todo se reduce a la aritmética del poder, entonces estamos perdidos. Esa es la verdad de nuestro momento político. Pero la otra, la verdad larga que nos ha llevado hasta este punto es que nuestra cultura democrática se reduce a los “nuestros” frente a los “suyos”
Para Sánchez, el poder es la droga del ordeno y mando, chasquear los dedos y hacer danzar a los comunicadores genuflexos, movilizar convoyes interminables con los que dejar claro que quien llega con semejante comitiva sólo puede ser el que manda, el puto amo. Es el enriquecimiento y el retiro dorado. Es el placer de la reverencia, del aplauso, de la genuflexión de los sumisos que te reciben de regreso a la guarida después de cada nueva tropelía, celebrando que ahí sigues, resistiendo, porque mientras tú resistas, ellos podrán seguir trincando.
El poder lo es todo para Sánchez. Y puesto que lo es todo, para él el poder no tiene límites, no puede tenerlos. Ese poder total es la afirmación del yo, el resarcimiento del mediocre que sin embargo está superdotado para la mentira y la intriga, que siempre juega con ventaja no por su fina inteligencia, sino porque carece de escrúpulos y es capaz de hacer aquello que nadie se atrevería. ¿Cómo se puede derrotar a un psicópata que juega sin reglas respetando las reglas? ¿Qué constitución puede parar los pies a quien convierte su tribunal en su más abyecto intérprete?
Dicen que cuando, en la práctica, hasta el más elemental mecanismo de control puede ser vituperado, la democracia está en grave peligro. Error, cuando eso es posible y se convierte en costumbre es que la democracia ya está muerta. Quedará si acaso el lento discurrir del Estado de derecho, que con suerte podrá hacer algo de justicia a través de un puñado de jueces, pero más adelante, algún día venidero. Pero, para entonces, la democracia estará más que muerta, enterrada, porque no hay democracia que pueda sostenerse sobre un puñado de sentencias.
La democracia necesita constituciones y leyes, por supuesto, pero sobre todo reglas que se sostengan en la cultura y la costumbre. Por eso, en los países verdaderamente democráticos, no es necesaria la intervención de un juez para que los políticos dimitan o, en su defecto, sean dimitidos, muchas veces por los propios, no por los adversarios. En esos países están las ideas de unos y otros, lo partidos, las facciones y lo bandos, pero por encima de todo están las costumbres democráticas. La sana desconfianza hacia el poder.
La cultura democrática sirve para distinguir entre castigo político y castigo judicial. No necesita que ningún juez aclare qué está bien y qué esta mal. Eso se reserva para las acciones graves, para los delitos. Cuando esta distinción brilla por su ausencia es síntoma de que la cultura democrática está ausente y, por lo tanto, la democracia en gran medida también. Esta carencia cultural no la suple ni la mejor constitución posible, porque la práctica siempre se impone a la teoría.
Y me temo que Sánchez no dimite, no ya porque sea un tipo sin escrúpulos, sino porque la falta de cultura democrática lo consiente. Él lo sabe porque ha sido educado en la anti incultura, es su hijo predilecto. Si no fuera así, hace tiempo que los propios socialistas lo habrían dimitido sin que la oposición moviera un dedo. Esto es tan cierto que, de hecho, ahora mismo esa es la única opción disponible. Si todo se reduce a la aritmética del poder, entonces estamos perdidos. Esa es la verdad de nuestro momento político. Pero la otra, la verdad larga que nos ha llevado hasta este punto es que nuestra cultura democrática se reduce a los “nuestros” frente a los “suyos”. Por eso Sánchez seguirá en la Moncloa.
Hay algo intrínsecamente mal en nuestra democracia y no es precisamente una constitución mejorable. Ese mal intrínseco es la falta de cultura democrática. Mientras no lo reconozcamos y no le pongamos remedio, tendremos que aguantar a Sánchez… y al que venga detrás, que seguramente lo hará bueno.
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